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Yo
seguía comiendo las últimas papas fritas (ya frías, pero no me importaba)
cuando entramos en un pequeño callejón sin salida llamado Camino de Adoquines. Alguna
vez había habido adoquines, pero ahora solo era un pavimento bien alisado. La
casa al final era la Cabaña Adoquines. Se trataba de una gran casa de piedra
con postigos ricamente grabados y musgo en el techo. Ya lo oyeron, musgo. Una
locura, ¿no? Había un portón, pero estaba abierto. Se veían unos carteles en
los pilares que lo flanqueaban, que eran de la misma piedra gris utilizada para
la casa. Uno decía NO PASAR, ESTAMOS HARTOS DE ESCONDER LOS CUERPOS. El otro
mostraba a un furibundo pastor alemán y decía CUIDADO CON EL PERRO.
Liz se frenó y miró a mi madre enarcando las
cejas.
El único cuerpo que enterró Regis fue el de su
periquito, Francis,” dijo mamá. “Llamado así por Francis Drake, el explorador.
Y nunca tuvo perros.”
“Por las alergias,” agregué desde el asiento
trasero.
Liz condujo hasta la casa, se detuvo y
encendió la baliza del salpicadero. “Las puertas del garaje están cerradas y no
veo autos. ¿Quién está aquí?”
“Nadie,” dijo mamá. “La cuidadora de la casa
lo encontró. La señora Quayle. Davina. Ella y un jardinero de media jornada
componían todo el personal. Una mujer agradable. Me llamó inmediatamente
después de pedir una ambulancia. Eso me hizo preguntar si estaba segura de que
él hubiese muerto, y me dijo que sí porque había trabajado en un asilo antes de
que Regis la empleara; pero aun así él debía ser llevado primero al hospital.
Le dije que se fuese a su casa ni bien se llevaran el cuerpo. La mujer estaba
muy alterada. Preguntó por Frank Wilcox, el administrador de Regis, y le dije
que me pondría en contacto con él. Lo haré a su debido momento, pero la última
vez que hablé con Regis me dijo que Frank y su esposa estaban en Grecia.”
“¿Y la prensa?” preguntó Liz. “Era un escritor
bestseller.”
“Cristo Dios, no lo sé.” Mamá observó
ávidamente alrededor, como si esperara encontrar reporteros escondidos en los
arbustos. “No veo a ninguno.”
“Tal vez aún no lo sepan,” dijo Liz. “Si lo
hacen, si lo oyeron por una radio, irán tras de los policías y el hospital
primero. El cuerpo no está aquí, por lo tanto la noticia tampoco. Tenemos algo
de tiempo, así que calma.”
“Tengo la bancarrota frente a los ojos, un
hermano que quizás viva otros treinta años en un asilo y un niño que tal vez
quiera ir a la universidad algún día, así que no me digas que me calme. ¿Jamie,
tú lo ves? Sabes cómo luce, ¿cierto? Dime que lo estás viendo.
“Sé cómo luce, pero no lo veo,” dije.
Mamá gruñó y se palmeó el flequillo
despeinado.
Busqué la manija de la puerta y, sorpresa
sorpresa, no había ninguna. Le dije a Liz que me dejara salir y lo hizo. Todos
nos bajamos del auto.
“Golpea a la puerta,” dijo Liz. “Si no atiende
nadie, rodearemos la casa y alzaremos a Jamie para que mire por las ventanas.”
Podíamos hacerlo porque los postigos (con
chucherías elegantes grabadas en ellos) estaban todos abiertos. Mi madre corrió
hacia la puerta, y por un momento Liz y yo nos quedamos solos.
“Realmente no crees que puedas ver gente
muerta como el chico de esa película, ¿cierto campeón?”
No me importaba si me creía o no, pero algo en
su tono de voz (como si todo fuera una broma) me molestó. “Mamá te contó de la
señora Burkett, ¿no?”
Liz se encogió de hombros. “Puede haber sido
pura suerte. ¿Acaso viste algún muerto en el camino hacia aquí?”
Le dije que no, pero puede ser difícil darse
cuenta a menos que hable con ellos… o que ellos me hablen. Una vez cuando mamá
y yo estábamos en el autobús vi a una chica con cortes tan profundos en las
muñecas que parecían brazaletes rojos, y estoy muy seguro de que ella estaba muerta, si bien no era ni
remotamente tan aterradora como el hombre del Central Park. Y ese mismo día,
cuando salíamos de la ciudad, avisté una mujer anciana en una bata de baño
rosada, parada en la esquina de la Octava Avenida. Cuando el semáforo se puso
en verde, ella se quedó parada, mirando alrededor como una turista. Tenía
ruleros en el pelo. Tal vez fuese una muerta, pero también podría haber sido
una persona viva desorientada, como mamá dijo que el tío Harry solía hacer a
veces antes de que ella lo internara. Mamá me dijo que cuando el tío Harry
comenzó a hacer esas cosas, a veces en pijama, abandonó la esperanza de que
fuese a mejorar.
“Los que te leen la suerte siempre aciertan,”
dijo Liz. “Y hay un viejo dicho según el cual hasta un reloj parado da la hora
correcta dos veces al día.”
“¿Estás diciendo que mi madre está loca y que
yo la apoyo en su locura?”
Ella rio. “Eso se llama facilitar, campeón, y no, no lo creo. Lo que pienso es que está
confundida y se aferra a cualquier esperanza. ¿Sabes lo que eso significa?”
“Sí. Que está loca.”
Liz volvió a sacudir la cabeza, esta vez más
enfáticamente. “Está bajo mucha presión. Lo entiendo perfectamente. Pero
inventar cosas no la ayudará. Espero que tú
entiendas eso.”
Mamá regresó. “Nadie responde, y la puerta
está cerrada. Ya probé de abrir.”
“Okay,” dijo Liz. “Vamos a espiar por la
ventana.”
Rodeamos la casa. Yo podía ver a través de las
ventanas del comedor porque llegaban hasta el suelo, pero era demasiado bajo
para las otras. Liz entrecruzó sus manos para que yo pudiera pisar y mirar por
ellas. Observé una gran sala de estar con un televisor de pantalla plana y
muchos muebles lujosos. Vi un comedor con una mesa lo suficientemente grande
como para servir a todo el equipo de los Mets, más sus suplentes. Algo
impensable para un tipo que odiaba la compañía. Divisé un espacio que mamá
llamaba el pequeño cuarto, y detrás estaba la cocina. El señor Thomas no estaba
por ningún lado.
“Tal vez esté arriba. Yo nunca subí, pero si
murió en la cama… o en el baño… quizás podría seguir…”
“Dudo que haya muerto en el trono, como Elvis;
pero supongo que es posible.”
Eso me hizo reír, siempre me hacía reír que le
dijeran “trono” al inodoro; pero me detuve cuando vi el rostro de mamá. Esto
era algo serio, y ella estaba perdiendo las esperanzas. Había una puerta en la
cocina. Ella probó el picaporte, pero estaba cerrada al igual que la puerta
delantera.
Se giró hacia Liz. “Podríamos…”
“Ni lo sueñes,” dijo Liz. “De ninguna manera
vamos a forzar la entrada, Tee. Tengo suficientes problemas en el Departamento
como para activar el sistema de alarma de un escritor bestseller recientemente
muerto, e intentar explicar qué hacíamos aquí a los muchachos de Brinks o de
ADT. O a la policía local. Y hablando de policías… él murió solo, ¿no? ¿La
cuidadora lo encontró?
“Sí, la señora Quayle. Ella me llamó, ya te lo
conté…”
“La policía querrá hacerle algunas preguntas.
Probablemente ya lo estén haciendo. O tal vez el forense. No sé cómo trabajan
en el condado de Westchester.”
“¿Porque es famoso? ¿Porque quizás piensen que
alguien lo asesinó?”
“Porque es el procedimiento. Y sí, porque es
famoso, supongo. La cuestión es que me gustaría que ya estemos lejos cuando
aparezcan.”
Los hombros de mamá se derrumbaron. “¿Nada,
Jamie? ¿Ninguna señal de él?”
Negué con la cabeza.
Mamá suspiró y miró a Liz. “¿Tal vez
deberíamos revisar el garaje?”
Liz se encogió de hombros como diciendo es tu fiesta.
“¿Jamie, qué te parece?”
No me imaginaba por qué el señor Thomas
estaría en su garaje, pero podía ser posible. Quizás tuviera un auto favorito.
“Supongo que deberíamos ver. Mientras estemos aquí.”
Comenzamos con el garaje, pero me detuve.
Había un camino de grava detrás de la piscina, la cual estaba vacía. El camino
se encontraba bordeado de árboles, pero al ser final de la estación, la mayoría
de las hojas se habían caído. Y por eso pude ver una pequeña construcción
verde. Apunté hacia allí. “¿Qué es eso?”
Mamá le dio a su frente otra palmada. Yo
comenzaba a temer que se produjese un tumor cerebral, o algo así. “¡Oh Dios
mío, La Petite Maison dans le Bois!
¿Por qué no se me ocurrió antes?”
“¿Y eso qué es?” pregunté.
“¡Su estudio, donde él escribe!” ¡Si está en
algún lado, podría ser ahí! ¡Vamos!”
Me tomó de la mano y corrió alrededor del
extremo vació de la piscina, pero al llegar al comienzo del camino de grava, me
puse firme y me detuve. Mamá siguió adelante, y si Liz no me agarraba de los
hombros, yo habría terminado de cara en el suelo.
“¿Mamá? ¡Mamá!”
Ella se dio vuelta, impaciente. Pero esa no es
la palabra. Se veía al borde de la locura. “¡Vamos! ¡Te digo que si está por aquí, el lugar es ese!”
“Debes calmarte, Tee,” dijo Liz. “Revisaremos
la caseta, y luego creo que deberíamos irnos.”
“¡Mamá!”
Mi madre me ignoró. Estaba comenzando a
llorar, algo que raramente hacía. Ni siquiera lloró cuando descubrió lo que
debía al fisco; ese día solo golpeó el escritorio con los puños y los llamó un
puñado de bastardos chupasangre, pero ahora estaba llorando. “Si quieres irte,
vete. Pero nosotros nos quedaremos hasta que Jamie esté seguro de que no hay
nadie. Esto capaz que te parezca un paseo de placer, para darle el gusto a una
mujer loca…”
“¡Eso no es justo!”
“… pero es mi vida la que está en juego…”
“Ya lo sé…”
“… y la vida de Jamie, y…”
“¡MAMÁ!”
Una de las peores cosas de ser un niño, tal
vez la peor, es cómo te ignoran los adultos cuando comienzan con sus mierdas. “¡MAMÁ, LIZ! ¡LAS DOS! ¡YA BASTA!”
Ambas se detuvieron. Me miraron. Allí
estábamos, dos mujeres y un niño con una sudadera de los New York Mets, junto a
una piscina vaciada en un día nublado de noviembre.
Señalé al camino de grava que conducía a la
pequeña casa en el bosque donde el señor Thomas escribió sus libros de Roanoke.
“Ahí está él,” dije.
Gracias Fabri!!! Idolo!!!!!
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