sábado, 31 de octubre de 2020

"La noche de los maniquíes" - Stephen Graham Jones - Capítulo 4 (segunda parte)

 


4



Pero no podía dejar abierta la puerta del garaje para él. Incluso aunque hubiese podido arrancar la moto de mi papá, él en realidad no habría sabido cómo manejarla. Habría terminado como mi papá, y sus extremidades, su cabeza y cuerpo habrían quedado desparramados por todos lados. Y mí me habrían descubierto por ello, claro, porque él no podía haberlo hecho por su cuenta. Él es solo una cosa, Sawyer, ¿por qué no intentas decir la verdad por una vez en tu vida?

Al mismo tiempo no podía dejarlo morir de hambre.

Le susurré que esperase, volví adentro y busqué lo que imaginaba que podría comer un maniquí. Resultó ser plástico de embalaje, maní y mayonesa.

Di dos pasos más allá de la luz del patio con el corazón galopando, arrojé todo y salí corriendo. Luego de treinta minutos volví y escuché el rasguido del sobre de mayonesa.

A la mañana siguiente todo seguía allí, pero estaba manoseado y husmeado, como si Manny hubiera buscado la parte comestible sin hallarla. Pero la puerta del cobertizo estaba balanceándose adelante y atrás por la brisa, y definitivamente había estado cerrada la noche anterior. Estaba totalmente seguro, porque de lo contrario los mapaches estaban siempre esperando afuera con sus máscaras negras.

Entré en puntillas, diciendo el nombre de Manny no con esperanzas sino como una especie de escudo. Como recordándole que alguna vez lo había conocido.

No estaba ahí, pero la bolsa de fertilizante genérico de mi mamá tenía el costado rasgado de la manera más obscena, y la mayor parte no estaba desparramada sino que había desaparecido. Al menos tanto como hubieran podido tomar aquellos flacos dedos de plástico.

“¿Te comiste eso?” le dije en voz alta.

“¿Comer qué?” preguntó papá, parado en la entrada a mis espaldas. Luego, antes de que pudiera responder, me preguntó si había visto su gorra de los Redskins. Mi traicionero cerebro recordó el ángulo desenfadado en que siempre la usaba, y supe enseguida por qué se la había puesto así a Manny.

“Tal vez mamá la puso otra vez en el lavavajillas,” le dije sin mirarlo, y eso bastó para que desapareciese como lo hacen los padres, dejándome con la bolsa saqueada.

“Estás creciendo, ¿cierto?” le dije al Manny imaginario.

El Manny imaginario asintió.

Él estaba hambriento, estaba creciendo, Él estaba hambriento, estaba creciendo, y de alguna manera se acordaba de nosotros.

Esa combinación me dejó con cierta incertidumbre. Una sospechosa y mortal clase de incertidumbre.

Y después, aquel camión salió del camino y se estrelló en la habitación de Shanna. Sin relación, ¿cierto?

Falso.

Como su usuario aún estaba en mi vieja laptop, espié en su cuenta para ver qué había estado pirateando la noche que esas luces entraron por sus ventanas. Mi idea, supongo, era que si la descarga se había interrumpido yo podría terminarla, al menos para darle algún tipo de conclusión.

Había sido la misma película a la que habíamos llevado a Manny. Me imagino que al trabajar allí, solo podía ver los créditos y la escena postcréditos, ¿no? Y dado que todos habíamos visto juntos las dos primeras tantas veces, ahora que estaba enojada con nosotros con justa razón, de alguna manera sentía que podía seguir a nuestro lado viendo la tercera película. O tal vez simplemente quería verla. Mamá tiene razón, siempre complico las cosas, veo intenciones y premeditación donde no hay nada.

Aun así, ¿esta película?

“No, no, no,” dije, y cerré la laptop, dejando la mano apoyada sobre ella como si la verdad quisiese emerger de ella y meterse a la fuerza en mi interior.

El hecho de que fuese esa película, me dijo todo lo que necesitaba saber acerca de cómo funcionaba el mundo.

Lo que ocurrió fue que el camionero había estado tonteando en el viaje, medio dormido (“tontear” es la palabra predilecta de mi papá, y su favorita para referirse a su hijo mayor), pero ese camionero solo había estado dormitando mientras conducía, como suelen hacerlo los zombis de las carreteras, y tomó la salida sin darse cuenta de que estaba dejando la interestatal. Luego, algo que había estado agazapado en el camino se paró de repente frente a él: un maniquí alimentado por fertilizante, que había crecido hasta los cuatro o cinco metros probablemente. Tal vez seis. Cualquiera habría volanteado para no chocar a una pesadilla ambulante como aquella, ¿verdad?

No obstante, es casi seguro que Shanna ya estaba muerta en ese momento. Él la había matado de alguna manera, quizás estrangulándola con sus manos de plástico, y luego desvió el camión para cubrir su rastro. Fue por eso que no pudieron identificar con certeza cuál montón de carne era ella, cuál su mamá y cuál su hermanito; qué era humano y qué era perro.

Sin embargo, así debía ser para Manny.

De otra forma, podríamos haber adivinado que iba a por nosotros.

Pero él no contaba conmigo.


 

viernes, 30 de octubre de 2020

"La noche de los maniquíes" - Stephen Graham Jones - Capítulo 4 (primera parte)

 


4

 

 

 

Shanna fue la primera en irse. Y cuando digo “irse” me refiero a morir. Y por “morir”, quiero decir ser asesinada.

Es algo así como que… ella seguía siendo parte de nosotros, me imagino, del grupo que había abandonado a Manny un verano perfecto de hace tanto tiempo. Entonces Manny estaba comenzando por afuera, empezaba con ella porque era la más alejada de la broma, e iba a seguir acercándose.

A quién dejaría para el final, era una sorpresa.

Bueno, sí, flash informativo, Shanna murió cuando aquel camión Mack se salió de la banquina, arremetió contra el muro de su dormitorio y siguió adelante atravesando toda a casa. Una gran catástrofe, una tragedia horrible, llegó al The Dallas Morning News. Su mamá y su hermanito menor también murieron, toda la comunidad en llantos, vigilias con velas, memoriales, media jornada en la escuela, toda la cosa. “¿Por qué ellos?” se preguntaban todos. “¿Qué habían hecho ellos para merecer esto?” “¿No es increíble cómo el azar puede atrapar a cualquiera?” “Podría haber sido cualquiera de nosotros, ¿no?”

Por supuesto nadie tenía respuestas, pero no porque no las hubiese. Era porque nadie me preguntaba lo que yo quizás sabía.

¿Pero, aun así, les habría contado?

Honestamente, en ese punto no estoy seguro.

Lo que es seguro es que sin importar lo que les dijese, no me habrían creído. No existe ni la mitad de la décima parte de una molécula de chance que no me hubiesen creído enloquecido por la pena, sufriendo la culpa del sobreviviente, manejando teorías conspirativas, enganchado en pensamientos mágicos, tal vez incluso mostrando atisbos de un episodio psicótico de disociación con la realidad; una disociación debida, no lo sé, a nuestra broma fallida y a cómo ella había trastocado la naturaleza de lo que yo ingenuamente llamaba realidad, en la que como es sabido los maniquíes no se levantan ni caminan.

Me sigo diciendo que seguramente lo mejor fue quedarme callado.

Pero les podría haber contado una o dos cosas, si hubiesen querido escuchar. O les habría hecho algunas preguntas orientadoras. ¿Y si ese camión no fue producto del azar? ¿Si la mamá y el hermanito de Shanna solo fueron daños colaterales? Y lo más importante, especialmente porque se seguía aplicando a Danielle, a Tim, a JR y a mí: ¿y si Shanna de alguna manera se lo había buscado?

Hasta donde sé (según lo que dijeron, y le creemos porque ¿qué ganarían Shanna y Danielle mintiendo?) Manny había sido su primer beso durante una tarde de verdad o consecuencia. Y todo ese verano fue… no sé cuál había sido la mejor broma. Había habido tantas, una más fabulosa y creativa que la otra. Colocar a Manny en los jardines de los ancianos sosteniendo una manguera con una mano, y con la otra saludando al estilo de 1950, como diciendo “acabamos de ganar la guerra, todo está oki-doki”. Levantarlo entre dos para que sus ojos estuviesen a la altura del dormitorio de Danielle en el segundo piso, haciéndola gritar tan fuerte que su papá casi nos atrapa. Dibujarle a Manny tatuajes con marcadores y luego borrárselos, hacerlos más grandes, peor y mejor al mismo tiempo. Llevar su cabeza al mercado y esconderla entre los melones, para después salir corriendo con ella como una pelota de fútbol antes de que nos alcanzara algún empleado o cajero. Dejarlo sentado en los bancos del parque y escondernos entre los arbustos, soplando silbatos caninos lo más fuerte que podíamos para que los perros lo atacasen y los dueños se fueran en disculpas, intentando traer a sus perros enloquecidos de vuelta al mundo real.

Manny sirvió para todo eso, siempre ganaba.

Hasta que lo hicimos a un lado como un guante de béisbol que ya no necesitamos. Como un triciclo que ya nos queda chico. Como un amigo al que decidimos que no necesitábamos hablar más.

No obstante, aún puedo ver su mano levantada en un amago de saludo. Esperando que alguien pasara y se fijase en él.

Sí, nos merecíamos que viniese a por nosotros.

Solo lamento que haya comenzado con Shanna, quien ni siquiera estaba en la broma.

Pero si Manny hubiese comenzado conmigo, entonces mucha más gente habría acabado muerta; así que sí, lo siento Shanna. Supongo que debía ser así. El bien mayor, que es lo mismo que decir el mal menor. Lo cual, ya lo sé, hablando de un camión fuera de control a 90 kilómetros por hora atravesando tu ventana, es bastante malo, ¿no?

Pero sí, podría haberlos llamado a ustedes para advertirles, seguro. Probablemente debería haberlo hecho. Y bien, yo no había descifrado demasiado en ese momento; pero, quiero decir, igual podría haberles contado acerca del murmullo que escuché en mi patio. Especialmente alrededor del cobertizo. Entre los rastrillos y palas, las plantas de tomate en las que mi mamá siempre había puesto tantas esperanzas.

Lo que no les conté fue que mi papá me mandó afuera para espantar al mapache o perro que anduviese por ahí; pero en lugar de un mapache o un perro, lo que vi fue la imagen fugaz de una piel blanca como el papel en los arbustos. Mi corazón casi se detuvo. Quedé congelado, miré con más atención, y finalmente me topé con un ojo pintado observando desde un claro en los arbustos.

Manny.

Cuando andábamos poniéndolo aquí y allá por todos lados, siempre había sido muy rígido, difícil de lograr que hiciese lo que queríamos.

Sin embargo, el nivel al que estaba ahora su ojo me hacía imaginarlo agachado, como antes de empezar una carrera. Quiero decir que sus dedos, los cuales siempre habían sido como el frente de una paleta, debían estar sosteniéndolo, tenían que poder separarse lo suficiente para hacerlo. Y sus pies debían haber estado casi totalmente extendidos detrás de él, listos para saltar y alejarse antes de que lo atrapasen haciendo lo que fuera que estuviese haciendo.

¿Estaba temblando por el esfuerzo de sostenerse en esa incómoda posición? ¿Ese temblor hacía que el frente de uno de sus muslos estuviese por ceder, con la clavija en el ángulo justo para abrirse? ¿Seguía vistiendo las ropas de nuestros papás o ahora estaba desnudo, lo que en realidad no era importante para él?

¿Estaba feliz de verme?

En ese entonces, yo todavía pensaba eso.

Entonces sí, después de salir del teatro como una persona normal, él había… él no había tenido adónde ir, dónde quedarse, así que se había vuelto salvaje, ¿cierto? Tal vez había vivido en el campo de golf por unas noches, para luego recordar nuestro viejo fuerte entre los árboles y dirigirse allí, esperando encontrarnos aún siendo niños, todavía listos para jugar, dispuestos a más y más risas. Pero me imaginaba que debía estar manejándose con vagos recuerdos. Y esos recuerdos lo habían traído hasta aquí, a mi patio trasero, para esconderse en el garaje tal vez. Así podría montarse en la Kawasaki de mi papá, ahorrándonos el problema de tener que lidiar con la culpa de verlo constantemente parado por ahí, en el borde las cosas. Esa es la clase de tipo que habría sido Manny; quiero decir, si hubiera podido ser humano.

jueves, 29 de octubre de 2020

"La noche de los maniquíes" - Stephen Graham Jones - Capítulo 3



3

 

 

 

Durante el largo camino a casa, pasando las mansiones de los ricachones, Danielle y JR estuvieron parloteando ideas de qué pudo haber ocurrido. Tim y Shanna no estaban ahí porque habían quedado en la cárcel del cine, de la que solo te liberas bajo la mirada agria del papá o mamá al que podías avisar con la única llamada que te permitían.

Danielle estaba segura en un noventa por ciento de que había sido una doble broma, cosa que yo no sabía que existiese. Su teoría era que algunos chicos de la universidad habían visto lo que tramábamos y se escabulleron, echaron a Manny en el pasillo y lo llevaron poco a poco hacia la puerta; lo sacaron de vista, probablemente parte por parte, luego vistieron a alguien con sus ropas durante alguna escena de acción. Quién sabe por qué. ¿Acaso es automático robar cualquier maniquí que encuentras?

“Nosotros lo habríamos hecho,” contrarrestó Danielle.

JR y yo nos encogimos de hombros, no lo podíamos negar.

La idea de JR era que el asistente en realidad nos había reconocido a alguno de nosotros, y de alguna manera se dio cuenta de lo que estábamos haciendo; no hay nada nuevo bajo el sol, dice esa estúpida canción. De cualquier manera, cuando alumbró con su linterna debió haber estado fingiendo. O tal vez lo hizo, pero no pudimos ver si alumbraba a un boleto o solo a su palma abierta.

Luego, quizás porque hay un puerta secreta para el proyector en la parte trasera, o algo parecido, escondió a Manny, se cambió las ropas y volvió a sentarse en el mismo lugar, colocándose la gorra a último momento. Solo para enseñarnos una lección asustándonos.

“Funcionó,” dijo Danielle, refiriéndose más que nada a mí, creo, ya que mis músculos temblaban y se sacudían por los nervios, como si estuviese a punto de estallar. Debo aclarar que era el tercer día que olvidaba tomar mis medicinas. Generalmente, ellas alivian mis nervios para que la gente no lo note.

Sin embargo, esta noche no. Esta noche mis nervios están a flor de piel.

“¿Pero entonces qué hizo con Manny?” me hicieron preguntar mis estúpidos nervios.

JR me estudió por cinco segundos, como intentando encontrarle sentido a mi pregunta, pero no halló una respuesta.

“¿Entonces qué piensas tú, Einstein?” dijo.

Así me llamaban desde que comencé a tomar cursos avanzados porque mi mamá decía que me calmarían y mantendrían mi cerebro enfocado en otros temas, en vez de obsesionarme con cosas malas para después tener que contárselas a quien quisiese escuchar. Entonces quedó “Einstein”. No se puede hacer nada frente a un nombre que es tanto un insulto como un halago. Los cursos habían mantenido mi cabeza ocupado, sin embargo. Hasta ahora.

“No sabemos nada sobre él, ¿cierto?” dijo Danielle. “Mi mamá contó que él jugaba básquetbol el año que llegamos a las regionales, pero no continuó.”

Manny”, le dije.

“¿Qué quieres decir?” preguntó JR, con la boca azul por el refresco.

“Tal vez nadie lo tiró en el barro” dije, mirándolos a ambos a los ojos, primero a JR, después a Danielle. “Tal vez él ha estado allí desde siempre hasta que, finalmente, fue descubierto.”

“Luce exactamente igual a los del trabajo de mi tía,” dijo Danielle.

“Seguro que está enojado por no tener… ya saben,” dijo JR, sosteniendo un pene imaginario como si tuviese una manguera para incendios. Danielle corrió los ojos, levantándolos como hacen las chicas.

“Hablo en serio,” dije, y luego hice una pausa como cuando se cuentan historias alrededor de la fogata de un campamento. “Yo no lo puse sobre la motocicleta, y sé que mi mamá tampoco. Ella dice que da escalofríos, así pálido como es.”

“Eso deja a una sola persona obvia,” dijo Danielle, tocándose el mentón en un falso gesto de reflexión. “¿Cómo podremos resolver este misterio imposible?”

“Mi papá ama esa motocicleta,” dije con toda seriedad. “Él no… él no haría una broma como esa.”

“¿O sea que Manny intentaba huir?” preguntó JR, con cierto nerviosismo en la voz.

“Mi papá casi muere en esa moto,” dije enseguida, con un tono de insulto en mi voz.

Cuando hablas de cómo tu papá estuvo hospitalizado por tres semanas, nadie puede decir nada por diez segundos.

“Quizás alguien lo tiró desde un avión,” dijo Danielle. “Me refiero a Manny. Cerca hay un pequeño aeropuerto, ¿no?”

“¿Ese aeropuerto de miniatura?” pregunté, después del segundo que me llevó ubicarlo mentalmente, al otro lado de la interestatal.

“Tal vez arrojaron a una persona,” dijo JR, desplomándose sobre sí mismo, “y mientras caía, el único hechizo que se le ocurrió para salvarse fue convertirse en un maniquí.”

“Porque ese es un hechizo que todos los hechiceros memorizan,” dice. “Y porque los hechiceros son reales. Estoy hablando en serio. Ustedes estaban sentados en el mismo ángulo que yo. Vi a Manny pararse, vi a Manny alejarse caminando.”

“Sus piernas están armadas con pedacitos de madera,” dijo Danielle, supongo que tratando de comportarse como la adulta.

“Y solo tiene un bulto,” dijo JR, jugando de nuevo con su pelvis, definitivamente sin ser el adulto del grupo.

“Él fue nuestro amigo todo el verano,” dije. “Y simplemente lo olvidamos.”

Ninguno podía discutir eso.

Los tres nos encogimos de hombros, y éramos lo suficientemente malas personas como para ni siquiera llamar a Tim o a Shanna esa noche. Y después Shanna dejó de llamarnos durante toda la semana (ya lo había hecho antes, para darnos una lección) y Tim estaba tan castigado que no tenía acceso a ningún tipo de teléfono.

Tal vez así es como sucede después de la secundaria, ¿no? O incluso en los tramos finales de la secundaria. Simplemente desapareces, luego se hace cada vez más fácil no llamar, más tarde olvidas el número, y un día ves a tu viejo amigo en la fila del cine y tu vista no se detiene sobre él, porque sería muy incómodo. No importa que te conozcan mejor que nadie en el mundo. No importa que te hayan derramado jugo de naranja a propósito en el regazo cuando te hiciste encima. No importa que te hayas abrazado a ellos cuando se quedaron a dormir, y lloraron juntos porque sus papás se iban de casa. No importa un millón de cosas.

No lo sé, realmente no lo sé.

De cualquier forma, nunca llegaremos a esa fase de incomodidad. Obviamente.

¿O no es obvio? Ni Danielle, JR, ni yo miramos detrás cuando volvimos a casa esa noche; pero si lo hubiésemos hecho, apuesto a que habríamos visto un hombre alto a nuestras espaldas, observándonos por debajo de la visera de la gorra; sus pantalones, camisa y zapatos desentonando; sus ojos pintados de azul, desorbitados e intensos. Su postura, absolutamente perfecta.


  

miércoles, 28 de octubre de 2020

On Slide Inn Road - Stephen King - Traducción al español (3)


 

POR EL CAMINO DE LA POSADA RESBALOSA

Stephen King

Tercera parte


El abuelo lo sabe. él vio hombres como esos en Vietnam. Carroñeros y depredadores. Vio a un compañero parado contra una valla, ser abatido por uno de sus propios hombres cuando terminó la ofensiva del Tet, un desmadre del que el nieto probablemente jamás haya leído en los libros de historia.

Frank, mientras tanto, vuelve a reaccionar como un juguete a cuerda. Reaparece su sonrisa de “su crédito ha sido aprobado”. Saca la billetera de su bolsillo trasero. “Desearía poder llevarlos hasta un taller o algo así, pero como ven tenemos el auto lleno…”

“Su señora podría sentarse en mi falda” dice Pete, enarcando las cejas.

Frank decide ignorarlo. “Pero les diré algo, pararemos y enviaremos a alguien en el primer lugar que encontremos. Mientras tanto, ¿qué les parecen diez dólares? Por la ayuda.”

Abre la billetera. Muy gentilmente, Galen se la saca de las manos. Frank no intenta detenerlo. Solo se queda mirando las manos, con los ojos bien abiertos, como si la billetera siguiese allí. Como si aún sintiera su peso, pero se hubiese vuelto invisible.

“¿Por qué mejor no me quedo con todo?” dice Galen.

“¡Devuélvela!” dice Corinne. Siente la mano de Mary arrastrarse hasta la suya, y cierra sus dedos sobre ella. “¡No es tuya!”

“Ahora lo es”. La voz del hombre es tan amable como la mano que tomó la billetera. “Veamos qué tenemos aquí.”

La abre. Frank dio un paso adelante. Pete extrajo la mano de su bolso que no es de bolos. Sostenía un revólver. Al abuelo le pareció un .38.

“Quieto, Franki” dice Pete. “Estamos haciendo negocios.”

Galen saca un pequeño fajo de billetes. Lo dobla, se lo guarda en el bolsillo de sus jeans y le entrega la billetera a Pete, quien la guarda en el bolso. “Nono, a ver la tuya.”

“Forajidos,” dice el abuelo. “Eso es lo que son.”

“Así es” asiente Galen con su gentil voz. “Y si no quieres que le arranque la cabeza a este niño, dame tu billetera.”

Eso fue suficiente para Billy; su vejiga cedió y la entrepierna comenzó a calentarse. Se largó a llorar, en parte por vergüenza pero también por miedo.

El abuelo sacó su gastada Lord Buxton del bolsillo frontal de sus anchos pantalones y se la dio. Estaba abultada, pero más que nada eran tarjetas, fotos y recibos de cinco o más años atrás. Gallen extrajo un billete de veinte y algunos de uno, se los guardó y le arrojó la Lord Buxton a Pete. Terminó en el bolso.

“Deberías limpiarla de vez en cuando, abuelito,” dice Galen. “Es una billetera muy cochina.”

“Lo dice alguien que parece que se lavó el pelo el último Día de Gracias,” contestó el abuelo, y veloz como una serpiente emergiendo de entre los arbustos, Galen lo abofeteó. Mary irrumpió en llantos y escondió su cara en la cadera de su madre.

“¡Alto!” dijo Frank, como si el golpe aún no hubiese llegado y su padre todavía no estuviese sangrando del labio y la nariz. Luego, con el mismo aliento: “¡Silencio, papá!”

“No me gusta que se burlen de mí,” dice Galen, “ni siquiera los viejos. Ellos en especial deberían entenderlo mejor. Ahora Corinne. Vamos a por tu cartera en el auto. La pequeña puede venir con nosotros.” Toma a Mary del brazo, hundiendo sus dedos en la carne tierna.

“Déjala en paz” dice Corinne.

“Tú no das las órdenes aquí” dice Galen. Ahora ya no suena tan amable. “Si me vuelves a decir qué tengo que hacer, te voy a reformar la cara. Pete, mantén a Frank y a su padre juntos. Hombro con hombro. Y si alguno se mueve…”

Pete hace un gesto con el revólver. El abuelo se acerca a su hijo. Frank respira por la nariz con breves ronquidos. El anciano no se sorprendería si su hijo se desmayara.

“La viste, ¿no?” le pregunta Pete a Billy. “Confiesa.”

“No vi nada” dice Billy a través de las lágrimas. Está balbuceando como un bebé y no puede evitarlo. Zapatilla azul.

“Mentirosillo” dice Pete. Se ríe y revuelve el pelo del chico.

Galen regresa, guardándose más billetes en el bolsillo. Ha soltado a Mary. La niña ahora está colgada de su madre. Corinne luce confundida.

El abuelo no pierde el tiempo mirando a los suyos. Está observando a Galen que se reúne con Pete, necesita saber qué pasa entre ambos, y ve lo que esperaba. No tiene sentido negarlo. Podían llevarse el Buick y abandonar a la familia Brown, o llevarse el auto y matarlos. Si los atrapaban, los dos terminarían sus días en la cárcel sin importar lo que hiciesen.

“Aún hay más” dijo el abuelo.

“¿Qué cosa?” preguntó Galen. Él es el hablador. Su secuaz parece ser del tipo silencioso.

“Más dinero. Bastante. Se los daré si nos dejan ir. Llévense el auto y déjenos ir.”

“¿Cuánto más?” pregunta Galen.

“No estoy seguro, pero diría que alrededor de tres mil trecientos. Están en mi bolso.”

“¿Por qué un viejo de mierda como tú andaría por la vida con tres mil dólares?”

“Por Nan. Mi hermana. Íbamos a Derry para verla antes de que muriese. No tardará, si es que ya no ha ocurrido. Tiene cáncer. En todo el cuerpo.”

Pete ha dejado nuevamente en el suelo su bolso que no es de bolos. Ahora junta dos dedos y dice “Este es el violín más pequeño del mundo tocando Mi corazón bombea pis púrpura por ti.”

El abuelo no le prestó atención. “Extraje la mayor parte de mi pensión para pagar el funeral. Nan no tiene dinero, y te hacen un descuento si pagas en efectivo.” Le palmeó el hombro a Billy. “Este niño lo averiguó todo en internet.”

Billy no había hecho tal cosa, pero aparte de uno o dos hipos, se queda callado. Desearía nunca haber subido con Mary a la posada, y cuando miró a su padre a través de sus ojos borrosos, sintió un momento de intenso odio. Es tu culpa, papá, piensa. Tú fuiste el que hundió el auto y estos hombres nos robaron, y ahora van a matarnos. El abuelo lo sabe. Puedo verlo.

“¿Dónde está tu bolso?” pregunta Galen.

En el fondo del auto, con el resto del equipaje.

“Tráelo.”

El abuelo se dirige al Buick, que continúa ronroneando. Deja escapar un gruñido mientras levanta la portezuela; es su espalda tratando de rendirse. La espalda primero, el pene al final, todo lo demás en el medio, solía decir su propio padre.

El bolso es como el de Pete, con una cremallera en la parte superior, sólo que más largo. Más como un bolso deportivo que uno de bolos. Desliza el cierre y lo abre.

“No hay ningún arma ahí, ¿cierto nono?” pregunta Galen.

“No, no, eso es para chicos como ustedes, pero mira esto.” El abuelo saca un viejo y manoseado guante de softball. “¿La hermana de la que te hablé? Esto era de ella. Se lo traje para que lo viese si aún no había fallecido. O si no había entrado en coma. Lo usó en las Series Mundiales de Mujeres, en Okie City. Jugaba de parador en corto. Antes de la Segunda Guerra Mundial, puedes creerlo. ¡Y mira esto!” Da vuelta el guante.

“Nono,” dice Galen, “con todo respeto pero no me importa una mierda.”

“Sí, pero aquí a la vuelta” insiste el abuelo. “¿Lo ves? Firmado por Dom DiMaggio. El hermano de Joe, sabes.”

Deja el guante a un lado y vuelve a revolver el bolso. “Tengo como doscientas tarjetas de béisbol, algunas firmadas, y valen…”

Pete agarra el brazo de Billy y lo retuerce. Billy grita.

“¡No!” exclamó Corinne. “¡No lastimes a mi niño!”

“Es culpa de tu niño que estén en este lío” dijo Pete. “Pequeño entrometido.” Luego, al abuelo: “¡No queremos unas putas tarjetas de béisbol!”

Mary está llorando, Corinne también, Billy ve que su padre está listo para desmayarse, y el abuelo no parece preocuparse por ninguno de ellos. Está en su mundo. “¿Y qué dicen de revistas de historietas?” agrega. “Las Archies y Gasparines no valen nada, pero hay algunas viejas de Superman… y una o dos de Batman, una en la que pelea contra el Guasón…”

“Creo que le diré a Pete que le dispare a tu hijo si no dejas de dar vueltas,” dijo Galen. “¿Tienes el dinero o no?”

“Sí” dijo el abuelo, “en el fondo, pero hay algo más que tal vez te interese.”

“No me interesa nada más” contesta Galen. Da un paso adelante. “Voy a buscar yo mismo el dinero. Si es que está allí. Sal de mi camino.”

“Vamos, despierta” dice el abuelo. “Esto vale el doble de lo que tengo en dinero.” Saca el bate Louisville. “Firmado por Ted Williams, el Espléndido en persona. Ponlo en eBay y llegará a setecientos. Por lo menos.”

“¿Cómo lo consiguió tu hermana?” pregunta Galen, finalmente interesado. Puede ver la firma en la madera, desvaída pero legible.

“Solo le sonrió y le guiñó el ojo cuando bajaba por la Calle Autógrafo” dijo el abuelo, y blandió el bate. Le dio a Galen en medio de la sien. Su cuero cabelludo se abrió como las hojas de una ventana. Voló la sangre. Los ojos se le cerraron de dolor y sorpresa. Tambaleó, manoteó al aire tratando de mantener el equilibrio.

“¡Ve por el otro, Franki!” gritó el abuelo. “¡Derríbalo!”

Frank no se movió, solo se quedó parado con la boca abierta.

Pete mira a Galen, durante un precioso momento completamente anonadado; pero el momento pasa. Se gira y apunta al abuelo. Billy salta hacia él.

“¡No!” gritó Corinne. “¡Billy, no!”

Billy agarra a Pete del brazo, bajándoselo y cuando Pete dispara, la bala se hunde en suelo entre sus pies. Galen se enderezó, aferrándose de la portezuela abierta del auto. El abuelo revolea el bate, ignorando las protestas de su espalda, y golpea al pelirrojo en las costillas con 33 onzas de sólida madera de Kentucky. Las rodillas de Galen se aflojaron y su graznido (“¡Pete, dispárale a este maldito!”) fue poco más que un susurro. El abuelo alzó el bate. Sonó otro disparo, pero no acertó (al menos él cree que no) y descargó el bate sobre la cabeza agachada de Galen. El hombre cayó de cara sobre una de las huellas del Buick.

Pete intenta deshacerse de Billy, pero el chico se aferra con todas sus fuerzas, los ojos entrecerrados y los dientes enterrados en el labio inferior. La pistola se mueve a un lado y a otro, mandando un disparo al cielo.

“Ahora tú, desgraciado” chilla el abuelo.

Pete al final se suelta de Billy, pero antes de poder levantar el arma el abuelo lo golpea en la cadera, rompiendo el bate. La pistola cae al suelo. Pete se da vuelta y huye, dejando su bolso que no es de bolos en el suelo.

Los dos niños volaron hacia el abuelo, abrazándolo y casi volteándolo. Él los aparta. Su viejo corazón está retumbando, y no sería una sorpresa que se detuviese.

“Billy, trae el bolso del gordo. Nuestras cosas están allí y no creo que pueda agacharme.”

El chico no lo hace, tal vez los disparos lo dejaron sordo, pero la niña obedece. Arroja el bolso en la parte trasera del auto y luego se frota las manos contra su remera de unicornio.

“Frank,” dice el abuelo, “¿está muerto el pelirrojo?”

Frank no se mueve, pero Corinne se agacha junto a Galen. Luego de unos segundos alza la vista, los ojos muy azules bajo la frente pálida. “No está respirando.”

Bueno, no es una gran pérdida para el mundo,” dice el abuelo. “Billy, trae el arma. No toques el gatillo.”

Billy levantó el revólver caído. Se lo extendió a su padre, pero Frank solamente lo miró. El abuelo lo agarra y lo se lo guarda en el bolsillo donde tenía la billetera. Frank simplemente se queda ahí, parado, mirando a Galen que está tirado cara abajo en la hierba, con la cabeza hundida.

“¡Abuelo, abuelo!” grita Billy, sacudiendo el brazo del viejo. Su boca tiembla, las lágrimas caen por sus mejillas y los mocos cuelgan sobre su labio. “¿Y si el gordo tiene otra pistola en la camioneta?”

“¿Qué les parece si salimos de aquí?” dijo el abuelo. “Corinne, tú manejas. Yo no puedo. Niños, suban atrás.” No está seguro de poder sentarse, se ha arruinado la espalda; pero deberá hacerlo sin importar cuánto duela.

Corinne cierra la portezuela trasera. Los chicos miran una vez más hacia el acceso para ver si Pete está volviendo, y luego corren al auto.

El abuelo le habla a su hijo. “Tuviste una oportunidad y te quedaste quieto. Podrías haber hecho que me mataran. Que nos mataran a todos.” El abuelo le da una bofetada a Frank tal y como él la recibió del hombre que se encuentra muerto a sus pies. “Entra, hijo. Tal vez estás demasiado viejo para cambiar lo que eres, no lo sé.”

Frank se va al asiento del acompañante como en medio de un sueño, y entra. El abuelo abre la puerta detrás de él y descubre que no puede inclinarse. Entonces se arroja de espaldas sobre el asiento, encogiendo las piernas con un poco de dolor. Mary gatea sobre él para cerrar la puerta y eso también duele. No es solo la espalda, siente que se ha arruinado todo.

“Abuelo, ¿estás bien?” pregunta Corinne. Ella se ha dado vuelta. Frank sigue mirando al frente, a través del parabrisas. Tiene las manos sobre las rodillas.

“Estoy bien,” dice el abuelo, aunque es mentira. Le gustaría tener seis de los calmantes que su hermana seguramente recibió por parte del oncólogo, pero Nan está a ciento cincuenta kilómetros de allí y él no cree que lleguen a verla hoy. No, hoy no. “Conduce.”

“¿En serio tienes ese dinero, abuelo?” pregunta Billy mientras su madre regresa por donde habían venido, mucho más veloz de lo que se habría animado a ir Frank. Deseando dejar atrás la Posada Resbalosa. Y su camino también.

“Claro que no” dice el abuelo. Limpia las lágrimas del rostro de su nieta y la estrecha contra él. Le duele, pero aun así lo hace.

“Abuelo,” dice la niña, “dejaste el bate especial de la tía Nan.”

“Así es,” dijo el abuelo, mesándole los cabellos. Los tenía todos transpirados y revueltos. “Tal vez lo recojamos más adelante.”

Frank finalmente habló. “Pasamos por una tienda Red Apple en la 196, justo antes de doblar. Llamaré a la policía desde ahí.” Se giró y miró al anciano. Tenía la mejilla enrojecida por la bofetada. “Todo esto es tu culpa, papá. Solo tuya. Teníamos que traer tu puto auto, ¿no? Si hubiésemos venido en el Volvo…”

“Cállate, Frank,” dijo Corinne. “Por favor. Solo por esta vez.”

Y Frank se calló.

 

En memoria de Flannery O’Connor.


martes, 27 de octubre de 2020

On Slide Inn Road - Stephen King - Traducción en español (2)



POR EL CAMINO DE LA POSADA RESBALOSA

Stephen King

Segunda parte

Los niños están inspeccionando la furgoneta que se encuentra sobre la loma, cerca de donde alguna vez estuvo la posada. La rueda del lado del conductor está pinchada. Mientras Mary la rodea para ir al frente en busca de la patente (ella siempre anda detrás de alguna chapa nueva, algo que le enseñó el abuelo), Billy se acerca al borde del gran agujero donde se erigía el hotel. Mira abajo y ve que está lleno de agua oscura. De ella sobresalen algunos postes achicharrados. Y la pierna de una mujer. El pie está encajado en una brillante zapatilla azul. Él mira, al principio helado, y luego retrocede.

“¡Billy!” llama Mary. “¡Es de Delaware! ¡Mi primera Delaware!”

“Así es, cariño,” dijo alguien. “Es de Delaware.”

Billy levantó la vista. Dos hombres estaban caminando cerca del otro extremo del largo hueco anegado. Son jóvenes. Uno es alto, con un pelo rojizo todo aceitoso y revuelto. Está lleno de granos. El otro es bajo y gordo. En la mano lleva un bolso que luce como la vieja bolsa de bolos del abuelo, la que dice ROLLING THUNDER en el costado con letras azules. Pero en este caso, no hay nada escrito. Ambos hombres están sonriendo.

Billy intenta devolver la sonrisa. No sabe si luce como una sonrisa o más como un chico intentando no gritar, pero espera que sea una sonrisa.

Mary llega hasta el lado de la rueda pinchada. Su sonrisa luce completamente natural. Claro, ¿por qué no? Es una niñita, y hasta donde sabe a todos les agradan las niñitas.

“Hola,” dice ella. “Soy Mary. Este es mi hermano Billy. Nuestro auto cayó en la zanja.” Apunta hacia donde se encuentran su padre y abuelo observando la parte trasera del Buick, mientras que su madre mira colina arriba, hacia ellos.

“Bueno, hola Mary,” dice el pelirrojo. “Un gusto.”

“Tú también, Billy,” El joven gordo apoya una mano sobre el hombro de Billy. El gesto es sorpresivo pero Billy está demasiado asustado para saltar. Aguanta la sonrisa con todas sus fuerzas.

“Sip, hay un problemita allí,” dice el hombre gordo, mirando hacia abajo, y cuando Corinne alza la mano (con incertidumbre) el gordo hace lo mismo. “¿Crees que podremos ayudarlos, Galen?”

“Apuesto a que sí,” dice el pelirrojo. “Nosotros tenemos nuestro propio problema, como pueden ver.” Y apunta a la rueda pinchada. “No tenemos repuesto.” Se agacha hacia Billy. Sus ojos son azul brillante. “¿Viste ese agujero, Billy? Es enorme.”

“No,” dice Billy. Intentó sonar natural, despreocupado ante la pregunta, pero no sabe si lo logró o no. Cree que está por desmayarse. Desearía (por Dios, cómo desearía) no haber mirado abajo. Zapatilla azul. “Tenía miedo de caerme.”

“Chico listo,” dice Galen. “¿No es cierto, Pete?”

“Listo,” accede el gordo, y saluda nuevamente a Corinne. Ahora, el abuelo también estaba mirando colina arriba. Frank seguía ensimismado en el auto hundido, con los hombros encogidos.

“¿Ese flacucho es tu papá?” pregunta el pelirrojo Galen a Mary.

“Sip, y el otro es nuestro abuelo. Es viejo.”

“Mira nada más,” dice Pete. Su mano seguía apoyada en el hombro de Billy. El niño giró la vista y vio lo que parecía ser sangre bajo la uña del índice de Pete.

“Bueno, ¿sabes qué?” dice Galen, ahora agachado frente a Mary quien le sonreía. “Estoy seguro de que podemos sacar ese trasto de ahí empujándolo. Luego tal vez tu papá nos pueda llevar hasta algún taller. Para conseguir una rueda nueva.”

“¿Son de Delaware?” pregunta Mary.

“Bueno, hemos pasado por allí,” contesta Pete. Luego él y Galen intercambian una mirada y ríen.

“Vamos a ver su auto,” dice Galen. “¿Quieres que te cargue, cariño?”

“No, está bien,” respondió Mary, mientras su sonrisa se torna algo insegura. “Puedo caminar.”

“Tu hermano no habla demasiado, ¿no?” dice Pete. Su mano, la que no sostiene la bolsa de bolos (si de eso se trata), continúa sobre el hombro de Billy.

“Generalmente no puede quedarse callado,” dice Mary. “Su lengua está colgada en el medio y corre para todos lados, dice el abuelo.”

“Tal vez vio algo que lo dejó mudo de miedo,” dice Galen. “Una marmota o un zorro. O algo más.”

“No vi nada,” dice Billy. Siente que está por llorar y se dice que no puede, no puede hacerlo.

“Bueno, vamos,” dice Galen. Le toma la mano a Mary (esto ella sí lo aprueba) y comienzan a bajar por el acceso del hotel. Pete camina junto a Billy, aún con su mano sobre el hombro del niño. No lo está aferrando, pero Billy cree que tal vez lo haría si intentase correr. Está casi totalmente seguro de que el hombre lo vio mirando dentro del sótano anegado. Presiente que están en graves problemas.

“¡Eh, gente! ¡Hola, señora!” Galen suena jovial como una mañana de mayo. “Parece que tienen un problemita aquí. ¿Les damos una mano?”

“Oh, sería grandioso,” dice Corinne.

“Genial,” apoya Frank. “El maldito camino cedió bajo el auto cuando estaba maniobrando.”

“Dobló muy cerrado,” dijo el abuelo.

Frank lo miró enfadado, luego volvió a los recién llegados y esbozó una sonrisa. “Apuesto que ustedes dos pueden empujarlo.”

“Sin duda” dice Pete.

Frank extendió su mano. “Frank Brown. Esta es mi esposa, Corinne, y mi padre, Donald.”

“Pete Smith,” dijo el joven gordo.

“Galen Prentice” agregó el pelirrojo.

Se estrecharon las manos. El abuelo murmuró “…placer,” pero apenas los miró. Estaba observando a Billy.

“Señora,” dice Galen, “¿por qué no maneja usted? Yo, Pete y su apuesto maridito empujaremos mientras usted maniobra.”

“Oh, no lo sé” dice Corinne.

“Yo podría hacerlo” interviene el abuelo. “Es mi auto. Desde los viejos tiempos. Entonces sí sabían cómo fabricarlos.” Suena malhumorado, y el alma de Billy (que se había esperanzado un poco) volvió a caer a sus pies. Había creído que el abuelo podría darse cuenta acerca de estos tipos, pero no.

“Nono, necesito que usted nos guíe. Estoy seguro que la señora de Frank puede manejar. ¿Cierto?”

“Supongo…” murmura Corinne.

Galen le enseña el pulgar. “¡Seguro que puede! Niños, quédense a un lado junto a su nono.”

Él es el abuelo,” dice Mary. “No es ‘nono’.”

Galen sonrió. “Claro”, dijo. “Es el abuelo.” Y parafraseando la popular canción infantil, agregó: “El abuelo se hace la comadreja.”

Corinne se ubica detrás del volante y acomoda la butaca más adelante. Billy no puede dejar de pensar en aquella pierna emergiendo del agua lodosa en hoyo del sótano. La zapatilla azul.

Galen y Pete se colocan a los costados del Buick. Frank va al medio.

“¡Arranque, señora!” grita Galen, y cuando ella obedece los tres hombres se inclinan hacia adelante, apoyan fuertemente los pies y colocan las manos sobre la cola del auto. “¡Okay, acelere un poco! ¡No mucho, solo un poco!”

El motor ruge. El abuelo se inclina hacia Billy. Su aliento es tan rancio como siempre, pero es el abuelo y a Billy no le importa. “¿Qué ocurre, niño?”

“Una señora muerta” le respondió Billy en un susurro, y ahora llegan las lágrimas. “Una señora muerta en ese agujero de allí arriba.”

“¡Un poco más!” grita el gordo Pete. “¡Pise a la perra!”

Corinne acelera más y los hombres empujan. Las ruedas traseras del Buick comienzan a girar hasta que hacen contacto con el suelo. El auto regresa al camino.

“¡Olé, olé, olé!” gritó Galen.

Billy sintió el repentino y confuso deseo de que su madre se alejara y los abandonara, de que se fuera y se pusiese a salvo. Pero ella se detiene, pone el freno de mano y sale, sosteniendo el dobladillo de su vestido con el canto de la mano.

“¡Pan comido!” gritó Galen. “De vuelta en el camino y como nuevo. Solo que nosotros aún tenemos un problema, ¿no Pete?”

“Claro que sí” dice Pete. “Una rueda pinchada y no tenemos repuesto. Creo que pisamos un clavo cuando subimos allí.” Con un resoplido hace temblar sus mejillas, ahora brillantes y sudorosas, y hace un ruido de pinchadura: ¡Pfffffff! Había dejado su bolso en el suelo para empujar, pero ahora lo levanta. Y lo abre.

“Diablos” dice Frank. “No tienen repuesto, ¿eh?”

“Una mierda, ¿no?” dice Galen.

“¿Qué estaban haciendo allá?” pregunta Corinne. Ella había dejado el motor andando y la puerta abierta. Mira a su esposo, quien exhibe su sonrisa de banquero, y luego a sus dos hijos. La niña se ve bien, pero el rostro de Billy está blanco como la cera.

“Acampando” dice Pete. Su mano ha desaparecido dentro del bolso que no es un bolso de bolos.

“Oh” dice Frank. “Eso es…”

No llega a terminar, tal vez no sabe cómo hacerlo y nadie parece estar seguro de qué manera retomar la conversación. Los pájaros cantan en los árboles. Los grillos frotan sus ásperas patas en las hierbas altas, el único universo que conocen. Las siete personas forman un amplio círculo detrás del Buick. Frank y Corinne intercambian miradas que significan ¿Qué está pasando aquí?


Continuará...

lunes, 26 de octubre de 2020

"On Slide Inn Road", el nuevo cuento de Stephen King, traducido al español (1)



Interrumpo la publicación de "La noche de los maniquíes para compartirles el nuevo cuento de Stephen King que salió en la edición norteamericana de este mes de la revista Esquire. Es un relato breve para los estándares del escritor, pero igual llega aproximadamente a las 12 páginas. Yo lo publicaré en tres partes; aquí va la primera. ¡Que lo disfruten!


POR EL CAMINO DE LA POSADA RESBALOSA

Stephen King

Primera parte


El prehistórico buick familiar del abuelo se arrastra por la carretera polvorienta a 30 kilómetros por hora. Frank Brown está conduciendo con los ojos entornados y la boca comprimida en una delgada línea. Corinne, su señora, oficia de copiloto con el iPad abierto en el regazo, y cuando Frank le pregunta si está segura de lo que hace, ella le dice con confianza que está todo bien, que retomarán la carretera principal en nueve kilómetros, doce a lo sumo, y de allí les queda solo un salto, un breve trecho hasta la cabina de peaje. Lo que no le quiere decir es que el punto azul parpadeante que marca su ubicación desapareció hace cinco minutos, y el mapa ha quedado congelado. Han estado casados por catorce años y Corinne conoce bien el rictus que ahora muestra su esposo. Significa que está a punto de explotar.

En el espacioso asiento trasero, Billy Brown y Mary Brown se encuentran flanqueando al abuelo, quien tiene sus viejos y enormes zapatos negros bien plantados a cada lado de la joroba que cubre la transmisión. Billy tiene once. Mary, nueve. El abuelo tiene setenta y cinco, todo un dolor de cabeza según su hijo, y demasiado viejo para tener nietos tan jóvenes. Pero los tiene.

Cuando partieron de Falmouth para ver a la hermana agonizante del abuelo en Derry, él habló sin parar, sobre todo acerca del bolso con cierre que llevaba en el último asiento. Allí estaban todos los recuerdos de béisbol de Nan. Estaba loca por el béisbol, les cuenta. Hay tarjetas de béisbol que, según él, cuestan una fortuna (Frank Brown cree que eso es una mierda), sus guantes de softball universitario firmados por Dom DiMaggio y el premio mayor, un bate marca Louisville firmado por Ted Williams. Ella se lo ganó en una subasta de caridad el año antes de que el legendario jugador (el “Splendid Splinter”) se retirara. “Teddy Ballgame voló a Corea, saben,” les cuenta el abuelo a los niños. “Bombardeó a todos esos mugrosos.”

“No es una palabra que los niños deban conocer,” dice Corinne desde el asiento delantero, pero sin demasiada esperanza. Su suegro creció en una era políticamente incorrecta, y siempre ha sido igual. También consideró preguntarle qué iba a hacer una octogenaria moribunda, casi comatosa, con un bate y unos guantes; pero no dijo nada. Donald Brown nunca habló mucho de su hermana, ni bien ni mal, pero debía sentir algo por ella o no habría insistido en hacer este viaje. También insistió en usar su viejo Buick. Porque es grande, y porque dijo que conocía un atajo algo complicado. En ambos casos, estaba en lo cierto.

Además, empacó una pila de sus viejas revistas de historietas. “Material de lectura para los jóvenes durante el viaje,” había dicho. A Billy los viejos cómics le importan un carajo (está jugando con su celular) pero Mary se arrodilló, buscó en el compartimento de carga, abrió el bolso del abuelo y sacó un puñado de ellas. La mayoría era asquerosa, pero había algunas bastante buenas. En la que ella se encontraba leyendo ahora, Betty y Verónica se peleaban por Archie tirándose de los pelos.

“¿Sabían que en mi época se podía ir hasta Fenway con tres dólares de nafta?,” dice el abuelo. “Y podías ir al partido, zamparte un hot dog y una cerveza…”

“Y todavía te quedaba cambio de un billete de cinco,” murmura Frank detrás del volante.

“¡Así es!” grazna el abuelo. “¡Claro que se podía! En el primer partido que vi con mi hermana, Ellis Kinder lanzaba y Hoot Evers estaba en el campo central. ¡Dios, ese chico sí que sabía batear! Tiró una por arriba de la valla derecha, y Nan volcó todas las palomitas de tanto que alentaba.”

A Billy Brown, el béisbol le importaba un carajo. “Abuelo, ¿por qué te gusta sentarte en el medio? Tienes que estirar las piernas.”

“Me estoy ventilando las pelotas,” dijo el abuelo.

“¿Qué pelotas?” preguntó Mary, y frunció el ceño cuando Billy se rio por lo bajo.

Corinne miró por sobre su hombro. “Suficiente, abuelo,” dijo. “Te estamos llevando a ver a tu hermana y estamos yendo en tu viejo auto como pediste, así que…”

“Y traga nafta como un condenado,” agregó Frank.

Corinne ignora lo último; ella tiene su atención puesta en la recompensa. “Es un favor. Así que hazme uno a mí y guárdate las palabrotas.”

El abuelo dice que así lo hará, que lo disculpen. Luego le enseña su dentadura postiza en un claro gesto indicando que hará lo que se le venga en gana.

“¿Qué pelotas?” insiste Mary.

“De béisbol,” dice Billy. “El abuelo tiene pelotas de béisbol en el cerebro. Tú sigue leyendo esa revista y cállate. No me distraigas. Llegué al nivel cinco.”

“Si Nan hubiera nacido con pelotas, habría jugado como profesional,” dice el abuelo. “Esa perra era buena.”

“¡Donald!” dice Corinne Brown casi gritando. “¡Ya basta!”

“Bueno, lo era,” reafirma el viejo, malhumorado. “Jugó en el equipo de la Universidad de Maine que llegó a las Series Mundiales de Mujeres. Viajó hasta Oklahoma, ¡y casi se la chupa un tornado!”

Frank no participa de la conversación. Solo mira hacia el camino que nunca debió haber tomado, y le agradece a Dios el no haber desobedecido a su padre y traer el Volvo. ¿La ruta se está angostando? Él cree que sí. ¿Es cada vez más escabrosa? Está seguro. Hasta el nombre le suena tenebroso a Frank. ¿Quién le pone a una ruta, incluso una tan ruinosa como aquella, el nombre de Slide Inn Road (“Camino de la Posada Resbalosa”)? El abuelo dijo que era un atajo de la autopista 196, y Corinne estuvo de acuerdo luego de consultar con su iPad; y a pesar de que Frank no es un amante de los atajos (como banquero, sabe bien que siempre traen problemas) al principio se vio seducido por el suave y liso asfalto negro. Sin embargo, poco después el asfalto se convirtió en tierra, y unos kilómetros después en un desierto lleno de baches bordeado por hierbas altas, espigas y girasoles curiosos. Atraviesan un badén que provoca que el Buick se sacuda como un perro después de un baño. Él no se preocuparía si ese estúpido pedazo de basura de Detroit devorador de nafta se sacudía hasta la muerte, de no ser por la posibilidad de estropearse aquí en medio de la nada.

Y ahora, Dios santo, un drenaje obstruido ha anegado la mitad del camino, y el señor Brown debe echarse hacia la izquierda, con las ruedas al borde de la zanja. Si hubiese espacio para girar, él habría mandado todo al diablo y habría regresado; pero no lo había.

Lo lograron. Apenas.

“¿Cuánto falta?” le pregunta a Corinne.

“Como siete kilómetros.” Con el MapQuest congelado ella no tiene idea, pero en su corazón había esperanza. Lo cual era bueno. Hacía varios años había descubierto que su matrimonio con Frank y la maternidad de Billy y Mary no eran lo que había esperado, y ahora, como un miserable bono adicional, debían vivir con ese viejo desagradable porque no podían costear un asilo. La esperanza le ayudaba a sobrevivir.

Se dirigían a ver a una anciana que estaba muriendo de cáncer, pero Corinne Brown tiene la esperanza de algún día viajar en un crucero, bebiendo un trago con un paragüita de papel en él. Sueña con una existencia más rica, más plena cuando los niños finalmente hayan crecido y hagan su vida. También le gustaría cogerse a un salvavidas musculoso, bronceado y con una sonrisa encantadora llena de blancos dientes; pero comprende la diferencia entre esperanza y fantasía.

“Abuelo,” dice Mary, “¿por qué lo llaman el camino de la Pasada Resbalosa? ¿Quién se resbaló?”

“Es ‘posada’, con O,” dice el abuelo. “Solía haber una muy buena por aquí, incluso tenía campo de golf, pero se quemó hasta los cimientos. El camino se ha venido abajo desde la última vez que lo transité. Antes era suave como el trasero de un bebé.”

“¿Cuándo fue eso, papá?” pregunta Frank. “¿Cuándo Ted Williams aún jugaba para los Red Sox? Porque ahora no es gran cosa.” Agarraron un enorme bache. El Buick se bamboleó. Frank apretó los dientes.

“¡Ups, querido!” exclamó el abuelo, y cuando Billy le preguntó qué significaba eso, le explicó que es lo que se dice cuando alguien agarra un agujero como ese. “¿No es así, Frank? Siempre decíamos eso, ¿recuerdas?”

El señor Brown no responde.

“¿Recuerdas?”

Frank no contesta. Sobre el volante, sus nudillos se vuelven blancos.

“¿Recuerdas?”

“Sí, papá. Ups maldito querido.”

“Frank,” dice Corinne con tono de regaño.

Mary lanza unas risitas. Billy lo hace por lo bajo. El abuelo muestra su dentadura en otra mueca.

Nos estamos divirtiendo tanto, piensa Frank. Jesús, ojalá este viaje durara más. Ojalá durase para siempre.

El problema con el viejo bastardo, piensa Corinne, es que aún le encuentra sentido a la vida, y a la gente como él le toma más tiempo tirar la toalla. La gente como él ama esa vieja toalla.

Billy regresa a su juego. Ha llegado al nivel seis. Aún debe alcanzar el nivel siete.

“Billy,” dice Frank, “¿tienes señal en el teléfono?”

Billy pone el juego en pausa y se fija. “Una barra, pero se prende y se apaga.”

“Genial. Fantástico.”

Aparece otro badén y Frank desacelera hasta los veinte kilómetros por hora. Se pregunta si podría cambiarse el nombre, abandonar a su familia y conseguir empleo en algún banco pequeño de un pueblo australiano. Aprendería a decirle viejo a la gente.

“¡Miren, niños!” exclamó el abuelo.

Estaba inclinado hacia adelante, y esa posición lo colocaba a la altura tanto de la oreja derecha de su hijo como de la izquierda de su nuera. Ambos se retrajeron en direcciones opuestas, no solo por el ruido sino por su aliento. Su boca huele como si adentro tuviese un pequeño animal muerto que se cagó después de expirar. El viejo comenzaba la mayoría de las mañanas eructando bilis y chasqueando luego los labios, como saboreando. Lo que sea que ocurre dentro de él no puede ser bueno; y sin embargo exuda esa horrible vitalidad. A veces, piensa Corinne, creo que podría matarlo. En serio. Pero creo que los niños lo adoran. Cristo sabrá por qué, pero lo aman.

“¡Miren ahí, justo ahí!” Un dedo lleno de artrosis señala como un puñal entre el señor y la señora Brown. La punta abultada de la yema casi perfora la mejilla de la señora Brown. “¡Esa es la Posada Resbalosa, lo que queda de ella! ¡Justo ahí! Estuvimos una vez allí, saben. Mi hermana Nan y yo, y nuestros viejos. ¡Desayunamos en nuestras habitaciones!”

Los niños observan con escepticismo lo que queda de la posada: unas pocas columnas chamuscadas y el hoyo de un sótano. El señor Brown ve una vieja furgoneta, estacionada entre la hierba y los girasoles. Luce más vieja aun que el Buick del abuelo, con los costados cubiertos de óxido.

“Genial, abuelo,” dice Billy, y regresó una vez más a su juego.

“Genial, abuelo,” dice Mary, y volvió a su historieta.

Las ruinas del hotel se deslizan detrás de ellos. Frank se pregunta si tal vez el dueño lo incendió a propósito. Por el dinero del seguro. Porque, en serio, ¿quién querría pasar un fin de semana allí o, Dios no lo permita, una luna de miel? Maine tiene muchos lugares bellos, pero este no es uno de ellos. Ni siquiera es un sitio por el que uno pase a menos que no lo pueda evitar. Y ellos podrían haberlo evitado. Eso es lo que más lo enfurece.

“¿Y si la tía abuela Nan muere antes de que lleguemos, abuelo?” preguntó Mary. Ya había terminado su historieta. La siguiente era La pequeña Lulú, y no le interesaba. La pequeña Lulú parecía un sorete con vestido.

“Bueno, entonces damos la vuelta y nos volvemos,” dijo el abuelo. “Después del funeral, por supuesto.”

El funeral. Oh dios, el funeral. Frank ni había pensado en que ya pudiese estar muerta. Incluso podría estirar la pata mientras ellos estaban de visita, y entonces deberían quedarse al funeral de la vieja urraca. Él solo había empacado una muda de ropa y…

“¡Cuidado!” gritó Corinne. “¡Deténte!”

Él obedeció, justo a tiempo. Había otro drenaje tapado y otro badén en la ruta, en lo alto de la lomada. Solo que este la cruzaba en su totalidad. La grieta parecía medir al menos un metro de ancho, y Dios sabrá cuán profunda era.

“¿Qué ocurre, papá?” pregunta Billy, poniendo en pausa una vez más su juego.

“¿Qué ocurre, papá?” pregunta Mary, interrumpiendo su búsqueda de otra historieta de Archie.

“¿Qué ocurre, Frank?” pregunta el abuelo.

Por un momento Frank Brown solamente se queda quieto, con las manos en el enorme volante del Buick, observando más allá del largo capó. A veces su padre comenta que en los viejos tiempos sabían cómo fabricarlos. Los mismos tiempos, por supuesto, en que una mujer respetable no salía a comprar sin antes cincharse una faja y engancharse las medias a un portaligas; tiempos en que la gente gay vivía temiendo por sus vidas y en los que se podían comprar unos dulces llamados “bebés negratas” en cualquier tienda. ¡Nada como los viejos tiempos, sí señor!

“Bueno, a la mierda con tu puto atajo,” dijo. “Ya ves a dónde nos llevó.”

“Frank,” comienza Corinne, pero él sale antes de que ella pueda terminar y se para mirando al lugar donde el camino está quebrado.

Billy se inclina sobre el regazo del abuelo y susurra al oído de su hermana: “A la mierda con tu puto atajo.” Ella se tapa la boca con la mano y ríe. Eso es bueno. El abuelo sonríe, lo cual es aun mejor. Por algo lo adoran.

Corinne se baja del auto y se acerca a su marido, frente a la rejilla burlona del Buick. Observa la grieta en medio del camino y no ve nada bueno. “¿Qué deberíamos hacer?”

Los niños se les unen, Mary junto a su madre y Billy al lado del padre. Luego llega el abuelo, balanceándose en sus grandes zapatos negros, luciendo alegre.

“No lo sé,” dice Frank, “pero seguro que no seguiremos por aquí.”

“Deber retroceder,” dice el abuelo. “Bajar todo el camino hasta la vieja posada. En la entrada puedes doblar. Sin problemas.”

“Jesús,” dice Frank, y se pasa las manos por la cabellera cada vez más escasa. “De acuerdo. Cuando lleguemos a la ruta principal, decidiremos si continuamos hasta Derry o solo volvemos a casa.”

El abuelo se mostró indignado ante la idea de rendirse, pero tras estudiar la expresión de su hijo (en especial los puntos rojos que aparecían en sus mejillas y le cruzaban la frente) no dijo una palabra.

“Todos adentro,” dice Frank, “pero esta vez te sentarás en uno de los lados, papá. Así puedo ver a dónde voy sin que estés metiendo la cabeza.”

Si tuviéramos el Volvo, piensa, podría usar la cámara de marcha atrás. En vez de eso tenemos esta porquería inmensa.

“Yo caminaré,” dice el abuelo. “No son más de doscientos metros.”

“Yo también,” dice Mary, y Billy la imita.

“Bien,” dice Frank. “Papá, trata de no caerte y romperte un pierna. Sería el toque final para un día absolutamente maravilloso.”

El abuelo y los niños comenzaron a desandar el camino colina abajo, hacia la ruinosa entrada del hotel. Mary y Billy iban de la mano del abuelo. Frank piensa que podría ser una pintura de Norman Rockwell: “Y un viejo bastardo los guiará.”

Se sienta al volante del Buick. Corinne ocupa el lugar del acompañante. Ella pone una mano sobre el brazo del hombre y le ofrece su sonrisa más dulce, la que significa Te amo, fortachón. Frank no es un hombre grande, ni especialmente fuerte, y no queda demasiada frescura en la rosa de su matrimonio (algo ajada, esa rosa, con los pétalos amarillentos en los bordes); pero ella necesita alejarlo de la zona roja, y la experiencia le ha enseñado cómo lograrlo.

Él suspira y pone el Buick en reversa.

“Intenta no atropellarlos,” dice la mujer mirando por sobre su hombro. “No me tientes,” contesta Frank, y comienza a deslizar el Buick marcha atrás. Las zanjas son profundas a ambos lados de esta estrecha ruta, y si llegara a hundir la cola del auto en una de ellas, tendrían serios problemas por delante.

El abuelo y los niños llegaron al camino de acceso a la posada, antes de que Frank hubiese alcanzado siquiera la mitad de la loma. El anciano puede ver marcas de autos en la hierba. Esa furgoneta luce como si hubiera estado allí por años, pero el abuelo deduce que no es así. Tal vez alguien decidió acampar por unos días. Es lo único que se le ocurre. Seguramente no queda nada por saquear en aquel lugar, cualquier tonto se daría cuenta de eso.

Donald Brown ama a su hijo, y hay varias cosas que Frank puede hacer bien (aunque al abuelo ahora no se le ocurre ninguna); pero cuando se trata de retroceder esa viejo Buick Estate, no vale ni un pedo en la mano. La cola del auto se mueve de un lado al otro como el rabo de un perro viejo y cansado. Casi se hunde en la zanja derecha, corrige el rumbo, casi cae en la izquierda, y vuelve a enderezar.

“Vaya, no lo hace demasiado bien,” dice Billy.

“Calla,” dice el abuelo. “Está yendo bien.”

“¿Puedo subir con Mary a mirar la vieja Posada Resfalosa?”

“Posada Resbalosa,” dice el abuelo. “Sí, vayan rápido. Corran y estén listos para volver. Tu papá no está de buen humor.”

Los niños subieron corriendo por el acceso de la posada.

“¡No se caigan en el agujero del sótano!” les gritó el abuelo, y estaba por agregar que se mantuviesen a la vista cuando oyó un golpe, un breve bocinazo y la andanada de insultos de su hijo. Ahí está. Eso es lo que sabe hacer bien.

El abuelo desvía la atención de los niños correteando para descubrir que, tras arreglárselas para desandar el camino sin salirse de él, Frank había caído en una de las zanjas mientras maniobraba para girar.

“¡Cállate Frank!” gritó el abuelo. “¡Deja de maldecir y apaga el motor antes de que lo fundas!” Seguramente había doblado la mitad del caño de escape, pero no tenía objeto decírselo.

Frank apagó el motor y salió del auto. Corinne hizo lo mismo, pero le resultó más complicado. Luchó con las hierbas hasta que finalmente pudo abrir la puerta y salir. La cola del auto estaba bien hundida por el lado derecho, y el frente se encontraba levantado por la izquierda.

Frank se dirigió hasta su padre. “¡El suelo cedió mientras giraba!”

“Doblaste muy cerrado,” dice el anciano. “Por eso solo se hundió la rueda derecha.”

“¡Te digo que el suelo cedió!”

“Doblaste muy cerrado.”

“¡Cedió, maldita sea!”

Parados uno junto al otro, Corinne puede ver lo mucho que se parecen, y aunque ya ha notado varias veces antes la semejanza, surge como una revelación en esa miserable mañana de verano. Ella se da cuenta de que los años están corriendo para su esposo, y de que antes de terminar en el cementerio él se convertirá en su padre, solo que sin el grosero aunque a veces estimulante sentido del humor del abuelo. A veces se siente muy cansada. De Frank, sí, pero también de ella misma. ¿Porque ella es mejor? Claro que no.

Mira a su alrededor, en busca de Billy y Mary; luego mira al abuelo. “¿Donald, dónde están los niños?”

Continuará...

LATER de Stephen King EN ESPAÑOL - Capítulo 14

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