Interrumpo la publicación de "La noche de los maniquíes para compartirles el nuevo cuento de Stephen King que salió en la edición norteamericana de este mes de la revista Esquire. Es un relato breve para los estándares del escritor, pero igual llega aproximadamente a las 12 páginas. Yo lo publicaré en tres partes; aquí va la primera. ¡Que lo disfruten!
El prehistórico buick familiar del abuelo se arrastra por la carretera polvorienta a
30 kilómetros por hora. Frank Brown está conduciendo con los ojos entornados y
la boca comprimida en una delgada línea. Corinne, su señora, oficia de copiloto
con el iPad abierto en el regazo, y cuando Frank le pregunta si está segura de
lo que hace, ella le dice con confianza que está todo bien, que retomarán la
carretera principal en nueve kilómetros, doce a lo sumo, y de allí les queda
solo un salto, un breve trecho hasta la cabina de peaje. Lo que no le quiere
decir es que el punto azul parpadeante que marca su ubicación desapareció hace
cinco minutos, y el mapa ha quedado congelado. Han estado casados por catorce
años y Corinne conoce bien el rictus que ahora muestra su esposo. Significa que
está a punto de explotar.
En el espacioso asiento trasero, Billy Brown y
Mary Brown se encuentran flanqueando al abuelo, quien tiene sus viejos y
enormes zapatos negros bien plantados a cada lado de la joroba que cubre la
transmisión. Billy tiene once. Mary, nueve. El abuelo tiene setenta y cinco,
todo un dolor de cabeza según su hijo, y demasiado viejo para tener nietos tan
jóvenes. Pero los tiene.
Cuando partieron de Falmouth para ver a la hermana
agonizante del abuelo en Derry, él habló sin parar, sobre todo acerca del bolso
con cierre que llevaba en el último asiento. Allí estaban todos los recuerdos
de béisbol de Nan. Estaba loca por el béisbol, les cuenta. Hay tarjetas de
béisbol que, según él, cuestan una fortuna (Frank Brown cree que eso es una
mierda), sus guantes de softball universitario firmados por Dom DiMaggio y el
premio mayor, un bate marca Louisville firmado por Ted Williams. Ella se lo
ganó en una subasta de caridad el año antes de que el legendario jugador (el
“Splendid Splinter”) se retirara. “Teddy Ballgame voló a Corea, saben,” les
cuenta el abuelo a los niños. “Bombardeó a todos esos mugrosos.”
“No es una palabra que los niños deban conocer,”
dice Corinne desde el asiento delantero, pero sin demasiada esperanza. Su
suegro creció en una era políticamente incorrecta, y siempre ha sido igual.
También consideró preguntarle qué iba a hacer una octogenaria moribunda, casi
comatosa, con un bate y unos guantes; pero no dijo nada. Donald Brown nunca
habló mucho de su hermana, ni bien ni mal, pero debía sentir algo por ella o no
habría insistido en hacer este viaje. También insistió en usar su viejo Buick.
Porque es grande, y porque dijo que conocía un atajo algo complicado. En ambos
casos, estaba en lo cierto.
Además, empacó una pila de sus viejas revistas de
historietas. “Material de lectura para los jóvenes durante el viaje,” había
dicho. A Billy los viejos cómics le importan un carajo (está jugando con su
celular) pero Mary se arrodilló, buscó en el compartimento de carga, abrió el
bolso del abuelo y sacó un puñado de ellas. La mayoría era asquerosa, pero
había algunas bastante buenas. En la que ella se encontraba leyendo ahora,
Betty y Verónica se peleaban por Archie tirándose de los pelos.
“¿Sabían que en mi época se podía ir hasta Fenway
con tres dólares de nafta?,” dice el abuelo. “Y podías ir al partido, zamparte
un hot dog y una cerveza…”
“Y todavía te quedaba cambio de un billete de
cinco,” murmura Frank detrás del volante.
“¡Así es!” grazna el abuelo. “¡Claro que se podía!
En el primer partido que vi con mi hermana, Ellis Kinder lanzaba y Hoot Evers
estaba en el campo central. ¡Dios, ese chico sí que sabía batear! Tiró una por
arriba de la valla derecha, y Nan volcó todas las palomitas de tanto que
alentaba.”
A Billy Brown, el béisbol le importaba un carajo.
“Abuelo, ¿por qué te gusta sentarte en el medio? Tienes que estirar las
piernas.”
“Me estoy ventilando las pelotas,” dijo el abuelo.
“¿Qué pelotas?” preguntó Mary, y frunció el ceño
cuando Billy se rio por lo bajo.
Corinne miró por sobre su hombro. “Suficiente, abuelo,”
dijo. “Te estamos llevando a ver a tu hermana y estamos yendo en tu viejo auto
como pediste, así que…”
“Y traga nafta como un condenado,” agregó Frank.
Corinne ignora lo último; ella tiene su atención puesta
en la recompensa. “Es un favor. Así que hazme uno a mí y guárdate las
palabrotas.”
El abuelo dice que así lo hará, que lo disculpen.
Luego le enseña su dentadura postiza en un claro gesto indicando que hará lo
que se le venga en gana.
“¿Qué pelotas?” insiste Mary.
“De béisbol,” dice Billy. “El abuelo tiene pelotas
de béisbol en el cerebro. Tú sigue leyendo esa revista y cállate. No me
distraigas. Llegué al nivel cinco.”
“Si Nan hubiera nacido con pelotas, habría jugado
como profesional,” dice el abuelo. “Esa perra era buena.”
“¡Donald!” dice Corinne Brown casi gritando. “¡Ya
basta!”
“Bueno, lo era,” reafirma el viejo, malhumorado.
“Jugó en el equipo de la Universidad de Maine que llegó a las Series Mundiales
de Mujeres. Viajó hasta Oklahoma, ¡y casi se la chupa un tornado!”
Frank no participa de la conversación. Solo mira
hacia el camino que nunca debió haber tomado, y le agradece a Dios el no haber
desobedecido a su padre y traer el Volvo. ¿La ruta se está angostando? Él cree
que sí. ¿Es cada vez más escabrosa? Está seguro. Hasta el nombre le suena
tenebroso a Frank. ¿Quién le pone a una ruta, incluso una tan ruinosa como
aquella, el nombre de Slide Inn Road (“Camino de la Posada Resbalosa”)? El abuelo
dijo que era un atajo de la autopista 196, y Corinne estuvo de acuerdo luego de
consultar con su iPad; y a pesar de que Frank no es un amante de los atajos
(como banquero, sabe bien que siempre traen problemas) al principio se vio
seducido por el suave y liso asfalto negro. Sin embargo, poco después el asfalto
se convirtió en tierra, y unos kilómetros después en un desierto lleno de
baches bordeado por hierbas altas, espigas y girasoles curiosos. Atraviesan un
badén que provoca que el Buick se sacuda como un perro después de un baño. Él
no se preocuparía si ese estúpido pedazo de basura de Detroit devorador de
nafta se sacudía hasta la muerte, de no ser por la posibilidad de estropearse
aquí en medio de la nada.
Y ahora, Dios santo, un drenaje obstruido ha
anegado la mitad del camino, y el señor Brown debe echarse hacia la izquierda,
con las ruedas al borde de la zanja. Si hubiese espacio para girar, él habría
mandado todo al diablo y habría regresado; pero no lo había.
Lo lograron. Apenas.
“¿Cuánto falta?” le pregunta a Corinne.
“Como siete kilómetros.” Con el MapQuest congelado
ella no tiene idea, pero en su corazón había esperanza. Lo cual era bueno. Hacía
varios años había descubierto que su matrimonio con Frank y la maternidad de
Billy y Mary no eran lo que había esperado, y ahora, como un miserable bono
adicional, debían vivir con ese viejo desagradable porque no podían costear un
asilo. La esperanza le ayudaba a sobrevivir.
Se dirigían a ver a una anciana que estaba
muriendo de cáncer, pero Corinne Brown tiene la esperanza de algún día viajar
en un crucero, bebiendo un trago con un paragüita de papel en él. Sueña con una
existencia más rica, más plena cuando los niños finalmente hayan crecido y
hagan su vida. También le gustaría cogerse a un salvavidas musculoso, bronceado
y con una sonrisa encantadora llena de blancos dientes; pero comprende la
diferencia entre esperanza y fantasía.
“Abuelo,” dice Mary, “¿por qué lo llaman el camino
de la Pasada Resbalosa? ¿Quién se resbaló?”
“Es ‘posada’, con O,” dice el abuelo. “Solía haber una muy buena por aquí, incluso
tenía campo de golf, pero se quemó hasta los cimientos. El camino se ha venido
abajo desde la última vez que lo transité. Antes era suave como el trasero de
un bebé.”
“¿Cuándo fue eso, papá?” pregunta Frank. “¿Cuándo
Ted Williams aún jugaba para los Red Sox? Porque ahora no es gran cosa.”
Agarraron un enorme bache. El Buick se bamboleó. Frank apretó los dientes.
“¡Ups, querido!” exclamó el abuelo, y cuando Billy
le preguntó qué significaba eso, le explicó que es lo que se dice cuando
alguien agarra un agujero como ese. “¿No es así, Frank? Siempre decíamos eso,
¿recuerdas?”
El señor Brown no responde.
“¿Recuerdas?”
Frank no contesta. Sobre el volante, sus nudillos
se vuelven blancos.
“¿Recuerdas?”
“Sí, papá. Ups maldito querido.”
“Frank,” dice Corinne con tono de regaño.
Mary lanza unas risitas. Billy lo hace por lo
bajo. El abuelo muestra su dentadura en otra mueca.
Nos
estamos divirtiendo tanto, piensa Frank. Jesús, ojalá este
viaje durara más. Ojalá durase para siempre.
El
problema con el viejo bastardo, piensa Corinne, es que aún le
encuentra sentido a la vida, y a la gente como él le toma más tiempo tirar la
toalla. La gente como él ama esa vieja toalla.
Billy regresa a su juego. Ha llegado al nivel
seis. Aún debe alcanzar el nivel siete.
“Billy,” dice Frank, “¿tienes señal en el teléfono?”
Billy pone el juego en pausa y se fija. “Una
barra, pero se prende y se apaga.”
“Genial. Fantástico.”
Aparece otro badén y Frank desacelera hasta los
veinte kilómetros por hora. Se pregunta si podría cambiarse el nombre,
abandonar a su familia y conseguir empleo en algún banco pequeño de un pueblo
australiano. Aprendería a decirle viejo
a la gente.
“¡Miren, niños!” exclamó el abuelo.
Estaba inclinado hacia adelante, y esa posición lo
colocaba a la altura tanto de la oreja derecha de su hijo como de la izquierda
de su nuera. Ambos se retrajeron en direcciones opuestas, no solo por el ruido
sino por su aliento. Su boca huele como si adentro tuviese un pequeño animal
muerto que se cagó después de expirar. El viejo comenzaba la mayoría de las
mañanas eructando bilis y chasqueando luego los labios, como saboreando. Lo que
sea que ocurre dentro de él no puede ser bueno; y sin embargo exuda esa
horrible vitalidad. A veces, piensa
Corinne, creo que podría matarlo. En
serio. Pero creo que los niños lo adoran. Cristo sabrá por qué, pero lo aman.
“¡Miren ahí, justo ahí!” Un dedo lleno de artrosis
señala como un puñal entre el señor y la señora Brown. La punta abultada de la
yema casi perfora la mejilla de la señora Brown. “¡Esa es la Posada Resbalosa,
lo que queda de ella! ¡Justo ahí! Estuvimos una vez allí, saben. Mi hermana Nan
y yo, y nuestros viejos. ¡Desayunamos en nuestras habitaciones!”
Los niños observan con escepticismo lo que queda
de la posada: unas pocas columnas chamuscadas y el hoyo de un sótano. El señor
Brown ve una vieja furgoneta, estacionada entre la hierba y los girasoles. Luce
más vieja aun que el Buick del abuelo, con los costados cubiertos de óxido.
“Genial, abuelo,” dice Billy, y regresó una vez
más a su juego.
“Genial, abuelo,” dice Mary, y volvió a su
historieta.
Las ruinas del hotel se deslizan detrás de ellos.
Frank se pregunta si tal vez el dueño lo incendió a propósito. Por el dinero
del seguro. Porque, en serio, ¿quién querría pasar un fin de semana allí o,
Dios no lo permita, una luna de miel? Maine tiene muchos lugares bellos, pero
este no es uno de ellos. Ni siquiera es un sitio por el que uno pase a menos
que no lo pueda evitar. Y ellos podrían haberlo evitado. Eso es lo que más lo
enfurece.
“¿Y si la tía abuela Nan muere antes de que lleguemos,
abuelo?” preguntó Mary. Ya había terminado su historieta. La siguiente era La
pequeña Lulú, y no le interesaba. La pequeña Lulú parecía un sorete con
vestido.
“Bueno, entonces damos la vuelta y nos volvemos,”
dijo el abuelo. “Después del funeral, por supuesto.”
El funeral. Oh dios, el funeral. Frank ni había
pensado en que ya pudiese estar muerta. Incluso podría estirar la pata mientras
ellos estaban de visita, y entonces deberían quedarse al funeral de la vieja
urraca. Él solo había empacado una muda de ropa y…
“¡Cuidado!” gritó Corinne. “¡Deténte!”
Él obedeció, justo a tiempo. Había otro drenaje
tapado y otro badén en la ruta, en lo alto de la lomada. Solo que este la cruzaba
en su totalidad. La grieta parecía medir al menos un metro de ancho, y Dios sabrá
cuán profunda era.
“¿Qué ocurre, papá?” pregunta Billy, poniendo en
pausa una vez más su juego.
“¿Qué ocurre, papá?” pregunta Mary, interrumpiendo
su búsqueda de otra historieta de Archie.
“¿Qué ocurre, Frank?” pregunta el abuelo.
Por un momento Frank Brown solamente se queda
quieto, con las manos en el enorme volante del Buick, observando más allá del
largo capó. A veces su padre comenta que en los viejos tiempos sabían cómo
fabricarlos. Los mismos tiempos, por supuesto, en que una mujer respetable no
salía a comprar sin antes cincharse una faja y engancharse las medias a un
portaligas; tiempos en que la gente gay vivía temiendo por sus vidas y en los
que se podían comprar unos dulces llamados “bebés negratas” en cualquier
tienda. ¡Nada como los viejos tiempos, sí señor!
“Bueno, a la mierda con tu puto atajo,” dijo. “Ya
ves a dónde nos llevó.”
“Frank,” comienza Corinne, pero él sale antes de
que ella pueda terminar y se para mirando al lugar donde el camino está
quebrado.
Billy se inclina sobre el regazo del abuelo y
susurra al oído de su hermana: “A la mierda con tu puto atajo.” Ella se tapa la
boca con la mano y ríe. Eso es bueno. El abuelo sonríe, lo cual es aun mejor.
Por algo lo adoran.
Corinne se baja del auto y se acerca a su marido,
frente a la rejilla burlona del Buick. Observa la grieta en medio del camino y
no ve nada bueno. “¿Qué deberíamos hacer?”
Los niños se les unen, Mary junto a su madre y
Billy al lado del padre. Luego llega el abuelo, balanceándose en sus grandes zapatos
negros, luciendo alegre.
“No lo sé,” dice Frank, “pero seguro que no
seguiremos por aquí.”
“Deber retroceder,” dice el abuelo. “Bajar todo el
camino hasta la vieja posada. En la entrada puedes doblar. Sin problemas.”
“Jesús,” dice Frank, y se pasa las manos por la
cabellera cada vez más escasa. “De acuerdo. Cuando lleguemos a la ruta
principal, decidiremos si continuamos hasta Derry o solo volvemos a casa.”
El abuelo se mostró indignado ante la idea de
rendirse, pero tras estudiar la expresión de su hijo (en especial los puntos
rojos que aparecían en sus mejillas y le cruzaban la frente) no dijo una
palabra.
“Todos adentro,” dice Frank, “pero esta vez te
sentarás en uno de los lados, papá. Así puedo ver a dónde voy sin que estés
metiendo la cabeza.”
Si
tuviéramos el Volvo,
piensa, podría usar la cámara de marcha
atrás. En vez de eso tenemos esta porquería inmensa.
“Yo caminaré,” dice el abuelo. “No son más de
doscientos metros.”
“Yo también,” dice Mary, y Billy la imita.
“Bien,” dice Frank. “Papá, trata de no caerte y
romperte un pierna. Sería el toque final para un día absolutamente
maravilloso.”
El abuelo y los niños comenzaron a desandar el
camino colina abajo, hacia la ruinosa entrada del hotel. Mary y Billy iban de
la mano del abuelo. Frank piensa que podría ser una pintura de Norman Rockwell:
“Y un viejo bastardo los guiará.”
Se sienta al volante del Buick. Corinne ocupa el
lugar del acompañante. Ella pone una mano sobre el brazo del hombre y le ofrece
su sonrisa más dulce, la que significa Te
amo, fortachón. Frank no es un hombre grande, ni especialmente fuerte, y no
queda demasiada frescura en la rosa de su matrimonio (algo ajada, esa rosa, con
los pétalos amarillentos en los bordes); pero ella necesita alejarlo de la zona
roja, y la experiencia le ha enseñado cómo lograrlo.
Él suspira y pone el Buick en reversa.
“Intenta no atropellarlos,” dice la mujer mirando
por sobre su hombro. “No me tientes,” contesta Frank, y comienza a deslizar el
Buick marcha atrás. Las zanjas son profundas a ambos lados de esta estrecha
ruta, y si llegara a hundir la cola del auto en una de ellas, tendrían serios
problemas por delante.
El abuelo y los niños llegaron al camino de acceso
a la posada, antes de que Frank hubiese alcanzado siquiera la mitad de la loma.
El anciano puede ver marcas de autos en la hierba. Esa furgoneta luce como si
hubiera estado allí por años, pero el abuelo deduce que no es así. Tal vez
alguien decidió acampar por unos días. Es lo único que se le ocurre.
Seguramente no queda nada por saquear en aquel lugar, cualquier tonto se daría
cuenta de eso.
Donald Brown ama a su hijo, y hay varias cosas que
Frank puede hacer bien (aunque al abuelo ahora no se le ocurre ninguna); pero
cuando se trata de retroceder esa viejo Buick Estate, no vale ni un pedo en la
mano. La cola del auto se mueve de un lado al otro como el rabo de un perro
viejo y cansado. Casi se hunde en la zanja derecha, corrige el rumbo, casi cae
en la izquierda, y vuelve a enderezar.
“Vaya, no lo hace demasiado bien,” dice Billy.
“Calla,” dice el abuelo. “Está yendo bien.”
“¿Puedo subir con Mary a mirar la vieja Posada
Resfalosa?”
“Posada Resbalosa,” dice el abuelo. “Sí, vayan rápido.
Corran y estén listos para volver. Tu papá no está de buen humor.”
Los niños subieron corriendo por el acceso de la
posada.
“¡No se caigan en el agujero del sótano!” les
gritó el abuelo, y estaba por agregar que se mantuviesen a la vista cuando oyó
un golpe, un breve bocinazo y la andanada de insultos de su hijo. Ahí está. Eso
es lo que sabe hacer bien.
El abuelo desvía la atención de los niños
correteando para descubrir que, tras arreglárselas para desandar el camino sin
salirse de él, Frank había caído en una de las zanjas mientras maniobraba para
girar.
“¡Cállate Frank!” gritó el abuelo. “¡Deja de
maldecir y apaga el motor antes de que lo fundas!” Seguramente había doblado la
mitad del caño de escape, pero no tenía objeto decírselo.
Frank apagó el motor y salió del auto. Corinne
hizo lo mismo, pero le resultó más complicado. Luchó con las hierbas hasta que
finalmente pudo abrir la puerta y salir. La cola del auto estaba bien hundida
por el lado derecho, y el frente se encontraba levantado por la izquierda.
Frank se dirigió hasta su padre. “¡El suelo cedió
mientras giraba!”
“Doblaste muy cerrado,” dice el anciano. “Por eso
solo se hundió la rueda derecha.”
“¡Te digo que el suelo cedió!”
“Doblaste muy cerrado.”
“¡Cedió, maldita sea!”
Parados uno junto al otro, Corinne puede ver lo
mucho que se parecen, y aunque ya ha notado varias veces antes la semejanza,
surge como una revelación en esa miserable mañana de verano. Ella se da cuenta
de que los años están corriendo para su esposo, y de que antes de terminar en
el cementerio él se convertirá en su padre, solo que sin el grosero aunque a
veces estimulante sentido del humor del abuelo. A veces se siente muy cansada.
De Frank, sí, pero también de ella misma. ¿Porque ella es mejor? Claro que no.
Mira a su alrededor, en busca de Billy y Mary;
luego mira al abuelo. “¿Donald, dónde están los niños?”
Continuará...