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Acelera, bonita barca…
En el
principio fueron los Inmuebles Beechdale.
Y fueron buenos.
Tras el final de la
Segunda Guerra Mundial, los británicos le agradecieron a Winston Churchill
todos sus sacrificios con una patada en el trasero y la elección de un gobierno
laborista. Esta administración implementó rápidamente un gran programa social,
que consistió en la construcción de cientos de miles de casas públicas para
contrarrestar la escasez de viviendas en la posguerra.
Bajo la supervisión
del Primer Ministro, Clement Attlee, y el Ministro de Vivienda, Aneurin Bevan,
los desarrollos inmobiliarios florecieron por todo el país para reemplazar los
hogares bombardeados durante la guerra, y darle a las familias de clase obrera
de Inglaterra un lugar donde vivir. Un ejemplo de estos desarrollos fueron los
Inmuebles Gipsy Lane en Walsall, que pronto fueron renombrados como los
Beechdale.
A quince minutos a pie
del centro de Walsall, y diez millas al norte de Birmingham, los Beechdale
fueron construidos en terrenos industriales a principios de los cincuenta. Por
las primeras dos décadas de mi vida, fueron mi hogar. Eran el centro de mi
mundo, mis esperanzas, mis sueños, mis miedos, mis triunfos, mis reveses. Pero
es curioso, yo no nací allí.
Luego de que mi mamá y
mi papá, Joan y Barry Halford, se casaran en marzo de 1950, vivieron con los padres
de mamá en Birchills, Walsall. Era una casa pequeña, así que cuando mamá quedó
embarazada de mí, ella y papá se mudaron a la casa de Gladys (hermana de mamá)
y Jack, su esposo, en Sutton Coldfield, camino de Brum (así llamamos la gente
del País Negro a Birmingham).
Yo nací el 25 de
agosto de 1951, y fui bautizado como Robert John Arthur Halford. Arthur era un
nombre tradicional en la familia: era el segundo nombre de mi papá y el primero
de mi abuelo. (El segundo nombre de mi abuelo era Flavel; afortunadamente no
heredé ese).
Mi hermana, Sue, llegó
un año después y mis padres obtuvieron una vivienda en Lichfield Road, Walsall.
Luego en 1953, mi familia se estableció en el Nº 38 de Kelvin Road, en los
inmuebles Beechdale.
Las robustas y semi
separadas casas de terrazas rojas de Beechdale eran básicas, como suelen serlo
las viviendas públicas británicas; pero, como pasaba con muchas cosas en la era
de Bevan, existía cierto idealismo tras ellas. Eran más grandes que el tamaño
mínimo estipulado por la legislación, e incluso tenían sus propios jardines
frontales y traseros.
Sin duda, el Concejo
de Walsall imaginó a estas casas con lindos céspedes y bellas flores… pero no
resultó así. En los años de posguerra continuaba la racionalización, por lo que
las familias de Beechdale usaban sus espacios para sembrar hortalizas y
vegetales. En otras palabras, pasabas la puerta de casa y salías a una granja.
Todavía recuerdo la
disposición exacta del 38 de Kelvin Road. Tenía una sala de estar, cocina y una
pequeña despensa en la planta baja, y arriba estaba el lavabo una pequeña
bañera, la habitación de mis padres, un cuarto para guardar cosas y la
habitación que compartíamos Sue y yo. Mi cama estaba junto a la ventana.
Beechdale era un
barrio con un verdadero espíritu de comunidad. La gente siempre se visitaba.
Algunas personas creían que era una zona ruda, pero yo no. Mamá me indicó que
me mantuviese alejado de ciertas calles (“¡Hagas lo que hagas, no vayas por esa
calle!”) pero nunca vi nada peor que unos cuantos refrigeradores oxidados en
los jardines. Difícilmente se parecía a la sórdida zona industrial de Gorbals.
Como todos los hombres
de clase obrera del País Negro, mi papá trabajaba en las metalúrgicas. Había
comenzado como ingeniero en una firma llamada Helliwells, que fabricaba partes
de aviones y estaba asentada en el Aeródromo de Walsall, ya desaparecido.
Ese trabajo era
perfecto para mi papá pues siempre había sentido pasión por los aviones. Estuvo
en la reserva de las RAF, y cuando fue reclutado por el Servicio Nacional rogó
ser enviado a las Fuerzas Aéreas. En vez de eso, fue destinado al Ejército y
pasó la Segunda Guerra Mundial en Salisbury Plain.
Yo heredé su gusto por
los aviones y hacíamos juntos modelos de Airfix: Flying Fortresses, Spitfires, Hurricanes.
Me llevó al Aeródromo de Walsall para ver despegar los planeadores, y una o dos
veces fuimos hasta Londres para ver aviones en el Aeropuerto Heathrow. Eso fue emocionante.
Después de
Helliwells, mi papá se trasladó a una fábrica de tubos de acero. Cuando un
colega renunció para abrir una nueva compañía, Tube Fabs, papá lo siguió. Su
situación económica mejoró bastante, dejamos de cosechar papas en el jardín y
tuvimos un lindo espacio verde con un camino en el medio. También nos compramos
un auto. Eso se sintió genial. Solo era un Ford Perfect, nada lujoso, pero en
cierta forma significaba que nuestra situación había mejorado. Me encantaba ser
llevado de un lado a otro en auto, en vez de tener que tomar el autobús.
Mamá se
quedaba en casa cuando Sue y yo éramos niños, como todas las mujeres en aquella
época, limpiando todo el día y manteniendo la casa impecable. Era una creyente
devota de que “la Limpieza va de la mano con la Santidad”. A cualquier hora del
día o de la noche, nuestra casa parecía una de catálogo.
Usábamos
carbón, y mamá molestaba a uno de nuestros parientes lejanos, Jack, cuando
entregaba una gran bolsa de carbón. Yo miraba desde la ventana mientras él se
cargaba la bolsa en las espaldas y, cubierto de hollín, llegaba hasta nuestra entrada,
pasando la motocicleta de mi papá, para depositar su carga en nuestra bodega de
carbón.
“¡Estás
haciendo mucho polvo, Jack!” lo increpaba mamá.
“¡Es carbón,
nena!” decía Jack riendo. “¿Qué esperabas?”
El futuro
llegó a nuestra casa en la forma de un calentador de inmersión. Para ahorrar,
mamá nos dejaba usarlo solo unos quince minutos antes de darnos un baño, por lo
que nos metíamos en unas pocas pulgadas de agua tibia. O se cortaba la luz,
porque habíamos olvidado alimentar el medidor.
Mamá y papá
ponían monedas en el medidor que se encontraba en la sala de estar. La caja era
tan fría que mamá colocaba allí la gelatina para que se terminara de hacer.
Cuando llegaba el inspector a vaciarlo, mamá nos daba a Sue y a mí uno o dos de
esos postres.
En las noches
de invierno, el 38 de Kelvin Road parecía Siberia. Me enterraba bajo las
frazadas en la cama, viendo cómo se formaba la escarcha en el interior de las
ventanas. El piso de nuestra habitación era de linóleo. Para ir al baño durante
la noche, debía ir corriendo sobre el piso congelado.
El baño era
minúsculo, con apenas espacio suficiente para sentarse en el pantano, como lo
llamábamos, con las rodillas tocando ambas paredes. Papá fumaba mucho y solía
llevarse el periódico y sentarse en el inodoro por una hora, exhalando humo.
Mamá le
advertía cada vez que entraba: “¡Eh, asegúrate de abrir la ventana!” Durante el
invierno él nunca lo hacía. Después de que salía debíamos esperar cinco minutos
hasta que se despejara el humo. Y el
resto.
Papá dejaba su
salario todos los viernes por la noche en la mesa, y mamá se encargaba de las
finanzas. La comida era básica: carne y dos vegetales; pescado y papas de la
verdulería, o de la camioneta que giraba por el barrio cada viernes; y una
delicia local, maricas y chícharos.[1]
Llegó el
momento de empezar la escuela. Yo estaba muy asustado el primer día en la
Escuela Infantil de Beechdale, sosteniendo la mano de mi mamá mientras
atravesábamos la multitud, cuando todavía estaban en construcción algunos de
los edificios. La escuela estaba a solo dos cuadras de casa, pero se sintieron
como cien milas.
¡El horror, el horror! Cuando llegamos y
mamá me abrazó en el patio de juegos, se despidió de mí con ese curioso saludo
del País Negro (“¡Ta ra a bit, Rob!”) y se alejó… me volví loco. ¡Me abandonaron! Grité y chillé (eso es
lo que los chicos en Walsall llaman llorar).
Mis primeros
días en la escuela fueron traumáticos, pero luego estreché lazos con una
maestra muy glamorosa que, para mis cinco años, parecía una estrella de cine.
Me colgaba de su falda todas las mañanas. Si
esta señora está aquí, ¡la escuela es GENIAL!
Esa maestra
era una visión, un salvavidas y un ángel para mí. ¡Si solo pudiese recordar su
nombre! De hecho, tampoco me acuerdo demasiado de mi época en el jardín de
infantes, más allá del terror inicial y
la agonía de estar en la obra de Navidad.
La Navidad
llegó, como siempre y fue elegido para interpretar a uno de los Reyes Magos.
Aún recuerdo mi línea: “¡Hemos visto su estrella en el este!” El problema fue
que, como todo rey que se precie, yo debía usar una corona.
Mi corona
estaba hecha de cartón y sostenida por atrás con un sujetapapeles que se me
clavaba en la cabeza. En cuanto la maestra me puso la corona en la cabeza,
sentí que el gancho me estaba abriendo un agujero en el cráneo. Yo a cada rato
quería moverlo, y la maestra a cada rato se impacientaba:
“¡Robert
Halford, deja en paz la corona!”
“¡Pero
señorita, me está lastimando! ¡Ou!”
“¡En un minuto
dejará de doler!”
Eso no ocurrió. Durante toda nuestra representación
infantil del milagroso nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, ese maldito
sujetapapeles se me enterró en la calavera hasta que mi cabeza comenzó a latir.
Nunca conocí a
los padres de mamá, ya que murieron cuando era muy niño, pero amaba a los de mi
papá, Arthur y Cissy, y pasé muchos fines de semanas en su casa, a dos millas
de distancia. Papá me dejaba el viernes por la noche y me retiraba el domingo a
la tarde.
Su baño estaba
afuera de la casa, por lo que usarlo a la noche era peor que en mi casa. Debía
convencerme a mí mismo de abrir la puerta de la cocina y escurrirme en la
oscuridad de ese pequeño cubículo de ladrillos en el patio. Durante el verano,
el asiento estaba tan helado que creía que quedaría pegado a él.
Mi abuelo
tampoco creía en el papel higiénico. “¡No hace falta gastar dinero en eso!”,
solía decir. “¡Los periódicos son igual de buenos. ¡Eso es lo que usábamos en
la guerra!” Por lo tanto ahí estaba yo: siete años, en el patio, mis dientes
castañeteando en la más absoluta oscuridad, limpiándome el trasero con el Walsall Express & Star.
La nana y el
abuelo tenían grandes historias. Me contaban de cómo corrían hacia los refugios
antiaéreos durante la guerra, mirando al cielo nocturno para ver los
bombarderos nazis que se dirigían a destruir Coventry. Todavía recuerdo sus
libretas de racionalización para leche y azúcar, en pequeñas tapas de manila de
color marrón anaranjado, como las rifas.
El abuelo
había peleado en la batalla de Somme durante la Primera Guerra Mundial pero,
como la mayoría de los sobrevivientes de ese infierno, nunca hablaba sobre el
tema. Sin embargo, un día mientras estaba jugando dentro de su casa, hice un
maravilloso descubrimiento.
Mi nana me
armaba una pequeña cama en su habitación juntando dos sillas y colocando dos
almohadas sobre ellas. Era la cama más cómoda del mundo. Junto a ella había un
pequeño armario con una cortina, y un día la abrí y encontré un baúl.
Curioso, lo
abrí… y descubrí que estaba lleno de recuerdos de la Primera Guerra. Había una
Luger, una máscara de gas, y un montón de insignias de uniformes alemanes. Lo
más asombroso fue un verdadero casco modelo General Kietchener, con una pica en
lo alto.
Me puse el
casco y salí a buscar a mis abuelos, con la cabecita acurrucada por el peso.
“¿Qué es esto, abuelo?” le pregunté. Al verme se enojó y me ordenó a los gritos
que me los sacara… pero ellos nunca se enojaban demasiado conmigo.
En todo caso,
yo cada vez tenía más ganas de quedarme con ellos… porque en casa mamá y papá
estaban peleando mucho.
Nunca
discutían frente a nosotros, pero cuando Sue y yo nos íbamos a la cama
comenzaban las disputas. Gritaban y se decían barbaridades. Nosotros nunca
supimos sobre qué peleaban, pero desde nuestras camas nos retorcíamos de pena y
escuchábamos.
Las peleas
comenzaban, sus voces se hacían cada vez más fuerte y, a veces, papá golpeaba a
mamá. No ocurría a menudo, pero oíamos los gritos, el ¡SLAP! De una mano sobre
la carne, y a mamá gritando. Es el peor sonido que puede escuchar un niño.
De vez en
cuando se amenazaban con que se irían de la casa. Papá lo hizo. Sue y yo
estábamos en la sala de estar, todo comenzó en la cocina y lo escuchamos gritar
“¡Eso es todo, me voy!”
Papá subió las
escaleras, empacó una maleta y se fue dando un portazo. Yo espié desde la
ventana y lo vi perderse calle abajo en el crepúsculo, sintiendo que mi corazón
quedaba destrozado: ¡Se ha ido, papá se
ha ido! ¡Nunca lo volveré a ver!
Llegó al final
de la calle, dio la vuelta y volvió. Pero esos segundos se sintieron como el
fin del mundo… y tener que escuchar aquellas brutales peleas me afectó de una
manera que no reconocí hasta mucho más adelante en mi vida.
Pero Confieso no es una biografía
triste, ni mucho menos. Las peleas me afectaron mucho en su momento, pero fueron
desapareciendo a medida que Sue y yo crecimos. Mamá y papá eran padres
protectores y amorosos, y ni en un millón de años describiría a mi infancia
como tormentosa o infeliz.
Mi mamá era
una persona muy calmada y serena, la clase de soporte que necesita todo niño.
Cuando estábamos en familia nunca la vi perder la compostura… excepto el Día en
que Fuimos a las Peleas.
Todavía era
muy joven pero lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Fuimos al Walsall Town
Hall y sacamos buenas ubicaciones junto al ring. Nos sentamos, comenzó la
primera pelea… y mi mamá perdió totalmente el control.
Uno de los
luchadores hizo un movimiento furtivo y mamá saltó de su asiento gritándole
improperios: “¡No puedes hacer eso, bastardo tramposo! ¡Referí, referí,
descalifíquelo!” Parecía una loca. ¡Nunca la había visto así!
Yo estaba mudo
del asombro, y mi papá se sintió muy avergonzado. “¡Siéntate, mujer!” le
susurró a mamá. “¡Nos estás poniendo en ridículo!”
Mamá se sentó
pero seguía echando chispas: “¡Debería ser expulsado del ring por eso!”
No había
terminado. Al próximo movimiento sospechoso que hizo el villano luchador, mamá
abandonó la silla y corrió como un relámpago al lado del ring, donde comenzó a
arrojarle golpes a través de las cuerdas con su cartera.
Aún veo la
cara de papá. La familia Halford nunca Volvió a las Peleas.
Me gustaba
hacer el breve camino desde Beechdale hasta la ciudad. Amaba el bullicio de
Walsall. Mamá, Sue y yo tomábamos el trolebús desde el pub Tres Hombres en un
Bote[2]
para ir al mercado de comidas que se extendía colina arriba hasta la Iglesia de
San Mateo.
Sue y yo
solíamos rogar para ir a Woolworth en la tienda principal de Walsall, Park
Street, y comprar unos dulces. Una vez entré en pánico allí. Anunciaron por el
altorparlante que la tienda estaba por cerrar, y yo enloquecí.
“¡Mamá!”
gritaba. “¡Debemos salir, rápido! ¡Están cerrando!” Estaba aterrado al imaginarme
encerrado por la noche en Woolies. Luego recapacité. “Oh, aguarda, estaremos
encerrados en la tienda con todas las golosinas. Eso estará bien…”
Mamá nos
dejaba a mi hermana y a mí en el cine, el Savoy, algunos fines de semana en la
película de la mañana para niños. Veíamos películas y episodios del Cisco Kid. No podíamos escucharlas, pues las funciones eran
pura algarabía, llenas de chicos corriendo y gritando, drogados con azúcar.
La Reina
visitó Walsall en 1957. La fui a ver en el parque local, el sitio más
pintoresco, el Arboretum. Yo estaba muy
entusiasmado: ¡Es la Reina! ¡Fuera de la
tele! Ella vestía un abrigo muy colorido y brillante. Cuando saludó a la
multitud, yo sentí que me saludaba solo a mí.
Más adelante
me enteré de que la Reina encargaba sus sillas de montar en Walsall, y eso me
hizo sentir aun más orgulloso. Walsall es famosa por su industria de cueros;
una vez fuimos con la escuela hasta una curtiembre y vi cómo hacían riendas,
látigos y fustes de cuero. Obviamente me llegó al corazón, pues los sigo usando
sesenta años después. Ahora que lo pienso, Riendas,
Látigos Y Fustes De Cuero habría sido un gran título para estas memorias.
Walsall se
sentía mágica en Navidad, con sus calles atestadas llenas de nieve. Un tipo con
pinta de facineroso preparaba papas calientes y castañas asadas. Sus manos
estaban negras por el brasero, pero eso nunca me desanimó: “Mamá, ¿puedo comer
una papa, por favor?”
El tipo me
entregaba la papa en un pedazo de periódico con un toque de sal. Parecía muy
exótico y para mí era como caviar, aunque en ese entonces no tenía idea de cómo
sabía el caviar. De hecho, ahora que lo pienso, aún no lo sé.
Las Navidades
de mi niñez eran siempre iguales. Me quedaba despierto toda la noche, ansioso
por abrir mis regalos, y todo terminaba a las ocho de la mañana. Recibía una
selección de cajas de dulces (KitKats, pastillas de fruta, Samrties) que
dominaba el resto del día:
“¿Mamá, puedo
comer un KitKat?”
“¡No, estoy
preparando el pavo! ¡Eso te va a arruinar la cena de Navidad!”
“¡Oh, mamá! ¿Entonces puedo comer un Smartie?”
“Sí, pero solo
uno.”
“¡Gracias,
mamá!”
Diez minutos
después:
“¿Mamá, puedo
comer un KitKat?”
Y así todo el
tiempo, hasta el discurso de la Reina y más allá…
Un año, mi
papá me dio un regalo genial. Era un pequeño motor a vapor con un quemador, en
el que ponías pepitas metalizadas y lo encendías. Se aplicaba la llama a una
diminuta caldera, echabas agua y hacía girar una rueda. Era una hermosa pieza
de ingeniería.
En 1958 cambié de escuela a la Juvenil de Beechdale, justo al lado del jardín de
infantes. Las lecciones se hicieron un poco más difíciles, y tuve que aprender
a escribir… ¡con una lapicera fuente! Es increíble pensar que usábamos eso.
Cuando aprendí a leer me sumergí
en el mundo de las historietas. Todas las semanas llegaban Beano y Dandy. Las
arrojaban por debajo de la puerta justo antes de salir para la escuela, y me
pasaba toda la mañana deseando volver a casa y comenzar a leerlas.
Me encantaban las
tiras cómicas (Daniel el Travieso, El Gato Korky, Minnie la Descarada) pero no
estoy seguro de que dejaran buenos mensajes. Recuerdo un personaje de Beano, Pequeña Pluma, que solía decir “¡Yo
fumar un pipa de la paz!” Los niños ingleses crecimos pensando que los nativos
americanos hablaban así.
Bueno, los ´50 no fueron una época políticamente correcta
en Gran Bretaña. En lo de mis abuelos yo tenía una alcancía. Se trataba de un
torso de metal que representaba a un hombre negro con labios exageradamente
gruesos. Uno colocaba monedas en su mano, le apretaba el hombro y su mano se
elevaba y arrojaba la moneda entre los labios. ¿Cuál era el encantador nombre
de fábrica de este juguete? Negro Sambo.
Dudo que vuelva a ponerse de moda…
Amaba la TV y volvía corriendo de
la escuela a la hora del almuerzo para ver los programas infantiles. Me
gustaban las series animadas en blanco y negro de Gerry y Sylvia Anderson. Las aventuras de Twizzle se trataban de
un chico que podía estirar sus brazos y piernas. Torchy the Battery Boy
tenía una lámpara en la crisma. Four
Feather Falls era de un sheriff con pistolas mágicas y un caballo que
hablaba.
A medida que
los Andersons fueron ganando en sofisticación, hicieron Fireball XL5, Stingary y Thunderbirds.
Me gustaban todos, así como programas tipo Muffin
the Mule (una elegante dama al piano dando serenatas a un burro bailarín de
juguete) y The Woodentops, una tonta
familia de marionetas.
Por lo tanto,
yo solo era un niño común haciendo cosas ordinarias hacia el final de los ’50…
hasta que me ocurrió algo extraordinario. Las llaman epifanías, ¿cierto? Esos
momentos en que sientes que tu vida (tu destino) encuentra su rumbo.
Sucedió así.
Estaba en la
escuela, durante la clase de música, y la maestra se encontraba eligiendo
integrantes para el coro. Ella estaba ubicada al frente, tocando un piano, y mi
clase se turnaba para pasar y cantar:
“Acelera,
bonita barca, como un ave en el viento
Sobre los
llantos de los marineros
Llevando al
niño que nació para ser rey
Desde el mar
hasta el cielo.
Me gustaba esa
canción, así que me esmeré. Al terminar, la maestra me estaba mirando. Al
principio no dijo nada; luego:
“Hazlo de
nuevo.”
“Sí, señora.”
Ella se
dirigió al resto de la clase. “Todos ustedes dejen lo que están haciendo, hagan
silencio y escuchen a Robert,” les dijo. “¡Escuchen!”
Yo no estaba
muy seguro de lo que sucedía, pero ella tocó “The Skye Boat Song” de nuevo, y
yo volví a cantarla con energía, con poder. Y esta vez, cuando finalicé,
ocurrió algo extraño: la clase comenzó a aplaudir espontáneamente.
“Ven conmigo,”
me dijo la maestra y me llevó al aula de al lado. Entramos, ella habló con el
profesor, quien asintió.
“Clase, quiero
que escuchen a Robert Halford cantar esta canción,” dijo.
Esto se estaba poniendo MUY extraño.
Canté la
canción una vez más, esta vez a cappella,
sin el piano. Terminé y la clase comenzó a aplaudir, igual que la mía. Me quede
ahí parado, mirándolos y absorbiendo los aplausos.
¡Me fascinó!
Ya sé que todo
niño adora ser amado y llamar la atención, pero para mí fue más que eso. En
aquel momento, por primera vez, pensé OK,
¡esto es lo que quiero hacer! Se sintió maravilloso, y hablo medio en serio
cuando digo que ese día comenzó mi carrera en el espectáculo. Porque, en varios
sentidos, así fue.
Cuando terminó
mi periodo en la escuela juvenil tomé mi examen de mayores de once. Era una
prueba que todos los niños de Inglaterra debían hacer para saber si eran lo
suficientemente listos como para ir a la escuela de Gramática, o si terminabas
en la secundaria moderna. Yo la pasé, pero como no quería ser separado de mis
amigos decliné la oportunidad de ir a la Gramática.
En todo caso,
por entonces tenía otras cosas en la cabeza.
Porque, al
llegar a la pubertad, comencé a darme cuenta de que no era como los otros
chicos.
[1] Para todos mis amigos gays, sí: realmente
existe una comida inglesa a base de albóndigas llamada “maricas y chícharos.”
[2] Nombrado así en honor a un célebre nativo
de Walsall, Jerome K. Jerome, que escribió la historieta Tres Hombres en un Bote.
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