lunes, 11 de enero de 2021

"Confieso" - Capítulo 1

 


1

Acelera, bonita barca…

 

 

En el principio fueron los Inmuebles Beechdale.

Y fueron buenos.

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los británicos le agradecieron a Winston Churchill todos sus sacrificios con una patada en el trasero y la elección de un gobierno laborista. Esta administración implementó rápidamente un gran programa social, que consistió en la construcción de cientos de miles de casas públicas para contrarrestar la escasez de viviendas en la posguerra.

Bajo la supervisión del Primer Ministro, Clement Attlee, y el Ministro de Vivienda, Aneurin Bevan, los desarrollos inmobiliarios florecieron por todo el país para reemplazar los hogares bombardeados durante la guerra, y darle a las familias de clase obrera de Inglaterra un lugar donde vivir. Un ejemplo de estos desarrollos fueron los Inmuebles Gipsy Lane en Walsall, que pronto fueron renombrados como los Beechdale.

A quince minutos a pie del centro de Walsall, y diez millas al norte de Birmingham, los Beechdale fueron construidos en terrenos industriales a principios de los cincuenta. Por las primeras dos décadas de mi vida, fueron mi hogar. Eran el centro de mi mundo, mis esperanzas, mis sueños, mis miedos, mis triunfos, mis reveses. Pero es curioso, yo no nací allí.

Luego de que mi mamá y mi papá, Joan y Barry Halford, se casaran en marzo de 1950, vivieron con los padres de mamá en Birchills, Walsall. Era una casa pequeña, así que cuando mamá quedó embarazada de mí, ella y papá se mudaron a la casa de Gladys (hermana de mamá) y Jack, su esposo, en Sutton Coldfield, camino de Brum (así llamamos la gente del País Negro a Birmingham).

Yo nací el 25 de agosto de 1951, y fui bautizado como Robert John Arthur Halford. Arthur era un nombre tradicional en la familia: era el segundo nombre de mi papá y el primero de mi abuelo. (El segundo nombre de mi abuelo era Flavel; afortunadamente no heredé ese).

Mi hermana, Sue, llegó un año después y mis padres obtuvieron una vivienda en Lichfield Road, Walsall. Luego en 1953, mi familia se estableció en el Nº 38 de Kelvin Road, en los inmuebles Beechdale.

Las robustas y semi separadas casas de terrazas rojas de Beechdale eran básicas, como suelen serlo las viviendas públicas británicas; pero, como pasaba con muchas cosas en la era de Bevan, existía cierto idealismo tras ellas. Eran más grandes que el tamaño mínimo estipulado por la legislación, e incluso tenían sus propios jardines frontales y traseros.

Sin duda, el Concejo de Walsall imaginó a estas casas con lindos céspedes y bellas flores… pero no resultó así. En los años de posguerra continuaba la racionalización, por lo que las familias de Beechdale usaban sus espacios para sembrar hortalizas y vegetales. En otras palabras, pasabas la puerta de casa y salías a una granja.

Todavía recuerdo la disposición exacta del 38 de Kelvin Road. Tenía una sala de estar, cocina y una pequeña despensa en la planta baja, y arriba estaba el lavabo una pequeña bañera, la habitación de mis padres, un cuarto para guardar cosas y la habitación que compartíamos Sue y yo. Mi cama estaba junto a la ventana.

Beechdale era un barrio con un verdadero espíritu de comunidad. La gente siempre se visitaba. Algunas personas creían que era una zona ruda, pero yo no. Mamá me indicó que me mantuviese alejado de ciertas calles (“¡Hagas lo que hagas, no vayas por esa calle!”) pero nunca vi nada peor que unos cuantos refrigeradores oxidados en los jardines. Difícilmente se parecía a la sórdida zona industrial de Gorbals.

Como todos los hombres de clase obrera del País Negro, mi papá trabajaba en las metalúrgicas. Había comenzado como ingeniero en una firma llamada Helliwells, que fabricaba partes de aviones y estaba asentada en el Aeródromo de Walsall, ya desaparecido.

Ese trabajo era perfecto para mi papá pues siempre había sentido pasión por los aviones. Estuvo en la reserva de las RAF, y cuando fue reclutado por el Servicio Nacional rogó ser enviado a las Fuerzas Aéreas. En vez de eso, fue destinado al Ejército y pasó la Segunda Guerra Mundial en Salisbury Plain.

Yo heredé su gusto por los aviones y hacíamos juntos modelos de Airfix: Flying Fortresses, Spitfires, Hurricanes. Me llevó al Aeródromo de Walsall para ver despegar los planeadores, y una o dos veces fuimos hasta Londres para ver aviones en el Aeropuerto Heathrow. Eso fue emocionante.

Después de Helliwells, mi papá se trasladó a una fábrica de tubos de acero. Cuando un colega renunció para abrir una nueva compañía, Tube Fabs, papá lo siguió. Su situación económica mejoró bastante, dejamos de cosechar papas en el jardín y tuvimos un lindo espacio verde con un camino en el medio. También nos compramos un auto. Eso se sintió genial. Solo era un Ford Perfect, nada lujoso, pero en cierta forma significaba que nuestra situación había mejorado. Me encantaba ser llevado de un lado a otro en auto, en vez de tener que tomar el autobús.

Mamá se quedaba en casa cuando Sue y yo éramos niños, como todas las mujeres en aquella época, limpiando todo el día y manteniendo la casa impecable. Era una creyente devota de que “la Limpieza va de la mano con la Santidad”. A cualquier hora del día o de la noche, nuestra casa parecía una de catálogo.

Usábamos carbón, y mamá molestaba a uno de nuestros parientes lejanos, Jack, cuando entregaba una gran bolsa de carbón. Yo miraba desde la ventana mientras él se cargaba la bolsa en las espaldas y, cubierto de hollín, llegaba hasta nuestra entrada, pasando la motocicleta de mi papá, para depositar su carga en nuestra bodega de carbón.

“¡Estás haciendo mucho polvo, Jack!” lo increpaba mamá.

“¡Es carbón, nena!” decía Jack riendo. “¿Qué esperabas?”

El futuro llegó a nuestra casa en la forma de un calentador de inmersión. Para ahorrar, mamá nos dejaba usarlo solo unos quince minutos antes de darnos un baño, por lo que nos metíamos en unas pocas pulgadas de agua tibia. O se cortaba la luz, porque habíamos olvidado alimentar el medidor.

Mamá y papá ponían monedas en el medidor que se encontraba en la sala de estar. La caja era tan fría que mamá colocaba allí la gelatina para que se terminara de hacer. Cuando llegaba el inspector a vaciarlo, mamá nos daba a Sue y a mí uno o dos de esos postres.

En las noches de invierno, el 38 de Kelvin Road parecía Siberia. Me enterraba bajo las frazadas en la cama, viendo cómo se formaba la escarcha en el interior de las ventanas. El piso de nuestra habitación era de linóleo. Para ir al baño durante la noche, debía ir corriendo sobre el piso congelado.

El baño era minúsculo, con apenas espacio suficiente para sentarse en el pantano, como lo llamábamos, con las rodillas tocando ambas paredes. Papá fumaba mucho y solía llevarse el periódico y sentarse en el inodoro por una hora, exhalando humo.

Mamá le advertía cada vez que entraba: “¡Eh, asegúrate de abrir la ventana!” Durante el invierno él nunca lo hacía. Después de que salía debíamos esperar cinco minutos hasta que se despejara el humo. Y el resto.

Papá dejaba su salario todos los viernes por la noche en la mesa, y mamá se encargaba de las finanzas. La comida era básica: carne y dos vegetales; pescado y papas de la verdulería, o de la camioneta que giraba por el barrio cada viernes; y una delicia local, maricas y chícharos.[1]

Llegó el momento de empezar la escuela. Yo estaba muy asustado el primer día en la Escuela Infantil de Beechdale, sosteniendo la mano de mi mamá mientras atravesábamos la multitud, cuando todavía estaban en construcción algunos de los edificios. La escuela estaba a solo dos cuadras de casa, pero se sintieron como cien milas.

¡El horror, el horror! Cuando llegamos y mamá me abrazó en el patio de juegos, se despidió de mí con ese curioso saludo del País Negro (“¡Ta ra a bit, Rob!”) y se alejó… me volví loco. ¡Me abandonaron! Grité y chillé (eso es lo que los chicos en Walsall llaman llorar).

Mis primeros días en la escuela fueron traumáticos, pero luego estreché lazos con una maestra muy glamorosa que, para mis cinco años, parecía una estrella de cine. Me colgaba de su falda todas las mañanas. Si esta señora está aquí, ¡la escuela es GENIAL!

Esa maestra era una visión, un salvavidas y un ángel para mí. ¡Si solo pudiese recordar su nombre! De hecho, tampoco me acuerdo demasiado de mi época en el jardín de infantes, más allá del terror inicial  y la agonía de estar en la obra de Navidad.

La Navidad llegó, como siempre y fue elegido para interpretar a uno de los Reyes Magos. Aún recuerdo mi línea: “¡Hemos visto su estrella en el este!” El problema fue que, como todo rey que se precie, yo debía usar una corona.

Mi corona estaba hecha de cartón y sostenida por atrás con un sujetapapeles que se me clavaba en la cabeza. En cuanto la maestra me puso la corona en la cabeza, sentí que el gancho me estaba abriendo un agujero en el cráneo. Yo a cada rato quería moverlo, y la maestra a cada rato se impacientaba:

“¡Robert Halford, deja en paz la corona!”

“¡Pero señorita, me está lastimando! ¡Ou!”

“¡En un minuto dejará de doler!”

Eso no ocurrió. Durante toda nuestra representación infantil del milagroso nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, ese maldito sujetapapeles se me enterró en la calavera hasta que mi cabeza comenzó a latir.

Nunca conocí a los padres de mamá, ya que murieron cuando era muy niño, pero amaba a los de mi papá, Arthur y Cissy, y pasé muchos fines de semanas en su casa, a dos millas de distancia. Papá me dejaba el viernes por la noche y me retiraba el domingo a la tarde.

Su baño estaba afuera de la casa, por lo que usarlo a la noche era peor que en mi casa. Debía convencerme a mí mismo de abrir la puerta de la cocina y escurrirme en la oscuridad de ese pequeño cubículo de ladrillos en el patio. Durante el verano, el asiento estaba tan helado que creía que quedaría pegado a él.

Mi abuelo tampoco creía en el papel higiénico. “¡No hace falta gastar dinero en eso!”, solía decir. “¡Los periódicos son igual de buenos. ¡Eso es lo que usábamos en la guerra!” Por lo tanto ahí estaba yo: siete años, en el patio, mis dientes castañeteando en la más absoluta oscuridad, limpiándome el trasero con el Walsall Express & Star.

La nana y el abuelo tenían grandes historias. Me contaban de cómo corrían hacia los refugios antiaéreos durante la guerra, mirando al cielo nocturno para ver los bombarderos nazis que se dirigían a destruir Coventry. Todavía recuerdo sus libretas de racionalización para leche y azúcar, en pequeñas tapas de manila de color marrón anaranjado, como las rifas.

El abuelo había peleado en la batalla de Somme durante la Primera Guerra Mundial pero, como la mayoría de los sobrevivientes de ese infierno, nunca hablaba sobre el tema. Sin embargo, un día mientras estaba jugando dentro de su casa, hice un maravilloso descubrimiento.

Mi nana me armaba una pequeña cama en su habitación juntando dos sillas y colocando dos almohadas sobre ellas. Era la cama más cómoda del mundo. Junto a ella había un pequeño armario con una cortina, y un día la abrí y encontré un baúl.

Curioso, lo abrí… y descubrí que estaba lleno de recuerdos de la Primera Guerra. Había una Luger, una máscara de gas, y un montón de insignias de uniformes alemanes. Lo más asombroso fue un verdadero casco modelo General Kietchener, con una pica en lo alto.

Me puse el casco y salí a buscar a mis abuelos, con la cabecita acurrucada por el peso. “¿Qué es esto, abuelo?” le pregunté. Al verme se enojó y me ordenó a los gritos que me los sacara… pero ellos nunca se enojaban demasiado conmigo.

En todo caso, yo cada vez tenía más ganas de quedarme con ellos… porque en casa mamá y papá estaban peleando mucho.

Nunca discutían frente a nosotros, pero cuando Sue y yo nos íbamos a la cama comenzaban las disputas. Gritaban y se decían barbaridades. Nosotros nunca supimos sobre qué peleaban, pero desde nuestras camas nos retorcíamos de pena y escuchábamos.

Las peleas comenzaban, sus voces se hacían cada vez más fuerte y, a veces, papá golpeaba a mamá. No ocurría a menudo, pero oíamos los gritos, el ¡SLAP! De una mano sobre la carne, y a mamá gritando. Es el peor sonido que puede escuchar un niño.

De vez en cuando se amenazaban con que se irían de la casa. Papá lo hizo. Sue y yo estábamos en la sala de estar, todo comenzó en la cocina y lo escuchamos gritar “¡Eso es todo, me voy!”

Papá subió las escaleras, empacó una maleta y se fue dando un portazo. Yo espié desde la ventana y lo vi perderse calle abajo en el crepúsculo, sintiendo que mi corazón quedaba destrozado: ¡Se ha ido, papá se ha ido! ¡Nunca lo volveré a ver!

Llegó al final de la calle, dio la vuelta y volvió. Pero esos segundos se sintieron como el fin del mundo… y tener que escuchar aquellas brutales peleas me afectó de una manera que no reconocí hasta mucho más adelante en mi vida.

 

Pero Confieso no es una biografía triste, ni mucho menos. Las peleas me afectaron mucho en su momento, pero fueron desapareciendo a medida que Sue y yo crecimos. Mamá y papá eran padres protectores y amorosos, y ni en un millón de años describiría a mi infancia como tormentosa o infeliz.

Mi mamá era una persona muy calmada y serena, la clase de soporte que necesita todo niño. Cuando estábamos en familia nunca la vi perder la compostura… excepto el Día en que Fuimos a las Peleas.

Todavía era muy joven pero lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Fuimos al Walsall Town Hall y sacamos buenas ubicaciones junto al ring. Nos sentamos, comenzó la primera pelea… y mi mamá perdió totalmente el control.

Uno de los luchadores hizo un movimiento furtivo y mamá saltó de su asiento gritándole improperios: “¡No puedes hacer eso, bastardo tramposo! ¡Referí, referí, descalifíquelo!” Parecía una loca. ¡Nunca la había visto así!

Yo estaba mudo del asombro, y mi papá se sintió muy avergonzado. “¡Siéntate, mujer!” le susurró a mamá. “¡Nos estás poniendo en ridículo!”

Mamá se sentó pero seguía echando chispas: “¡Debería ser expulsado del ring por eso!”

No había terminado. Al próximo movimiento sospechoso que hizo el villano luchador, mamá abandonó la silla y corrió como un relámpago al lado del ring, donde comenzó a arrojarle golpes a través de las cuerdas con su cartera.

Aún veo la cara de papá. La familia Halford nunca Volvió a las Peleas.

Me gustaba hacer el breve camino desde Beechdale hasta la ciudad. Amaba el bullicio de Walsall. Mamá, Sue y yo tomábamos el trolebús desde el pub Tres Hombres en un Bote[2] para ir al mercado de comidas que se extendía colina arriba hasta la Iglesia de San Mateo.

Sue y yo solíamos rogar para ir a Woolworth en la tienda principal de Walsall, Park Street, y comprar unos dulces. Una vez entré en pánico allí. Anunciaron por el altorparlante que la tienda estaba por cerrar, y yo enloquecí.

“¡Mamá!” gritaba. “¡Debemos salir, rápido! ¡Están cerrando!” Estaba aterrado al imaginarme encerrado por la noche en Woolies. Luego recapacité. “Oh, aguarda, estaremos encerrados en la tienda con todas las golosinas. Eso estará bien…”

Mamá nos dejaba a mi hermana y a mí en el cine, el Savoy, algunos fines de semana en la película de la mañana para niños. Veíamos películas y episodios del Cisco Kid. No podíamos escucharlas, pues las funciones eran pura algarabía, llenas de chicos corriendo y gritando, drogados con azúcar.

La Reina visitó Walsall en 1957. La fui a ver en el parque local, el sitio más pintoresco, el Arboretum. Yo estaba muy entusiasmado: ¡Es la Reina! ¡Fuera de la tele! Ella vestía un abrigo muy colorido y brillante. Cuando saludó a la multitud, yo sentí que me saludaba solo a mí.

Más adelante me enteré de que la Reina encargaba sus sillas de montar en Walsall, y eso me hizo sentir aun más orgulloso. Walsall es famosa por su industria de cueros; una vez fuimos con la escuela hasta una curtiembre y vi cómo hacían riendas, látigos y fustes de cuero. Obviamente me llegó al corazón, pues los sigo usando sesenta años después. Ahora que lo pienso, Riendas, Látigos Y Fustes De Cuero habría sido un gran título para estas memorias.

Walsall se sentía mágica en Navidad, con sus calles atestadas llenas de nieve. Un tipo con pinta de facineroso preparaba papas calientes y castañas asadas. Sus manos estaban negras por el brasero, pero eso nunca me desanimó: “Mamá, ¿puedo comer una papa, por favor?”

El tipo me entregaba la papa en un pedazo de periódico con un toque de sal. Parecía muy exótico y para mí era como caviar, aunque en ese entonces no tenía idea de cómo sabía el caviar. De hecho, ahora que lo pienso, aún no lo sé.

Las Navidades de mi niñez eran siempre iguales. Me quedaba despierto toda la noche, ansioso por abrir mis regalos, y todo terminaba a las ocho de la mañana. Recibía una selección de cajas de dulces (KitKats, pastillas de fruta, Samrties) que dominaba el resto del día:

“¿Mamá, puedo comer un KitKat?”

“¡No, estoy preparando el pavo! ¡Eso te va a arruinar la cena de Navidad!”

“¡Oh, mamá! ¿Entonces puedo comer un Smartie?”

“Sí, pero solo uno.”

“¡Gracias, mamá!”

Diez minutos después:

“¿Mamá, puedo comer un KitKat?”

Y así todo el tiempo, hasta el discurso de la Reina y más allá…

Un año, mi papá me dio un regalo genial. Era un pequeño motor a vapor con un quemador, en el que ponías pepitas metalizadas y lo encendías. Se aplicaba la llama a una diminuta caldera, echabas agua y hacía girar una rueda. Era una hermosa pieza de ingeniería.

 

En 1958 cambié de escuela a la Juvenil de Beechdale, justo al lado del jardín de infantes. Las lecciones se hicieron un poco más difíciles, y tuve que aprender a escribir… ¡con una lapicera fuente! Es increíble pensar que usábamos eso.

              Cuando aprendí a leer me sumergí en el mundo de las historietas. Todas las semanas llegaban Beano y Dandy. Las arrojaban por debajo de la puerta justo antes de salir para la escuela, y me pasaba toda la mañana deseando volver a casa y comenzar a leerlas.

Me encantaban las tiras cómicas (Daniel el Travieso, El Gato Korky, Minnie la Descarada) pero no estoy seguro de que dejaran buenos mensajes. Recuerdo un personaje de Beano, Pequeña Pluma, que solía decir “¡Yo fumar un pipa de la paz!” Los niños ingleses crecimos pensando que los nativos americanos hablaban así.

Bueno, los ´50 no fueron una época políticamente correcta en Gran Bretaña. En lo de mis abuelos yo tenía una alcancía. Se trataba de un torso de metal que representaba a un hombre negro con labios exageradamente gruesos. Uno colocaba monedas en su mano, le apretaba el hombro y su mano se elevaba y arrojaba la moneda entre los labios. ¿Cuál era el encantador nombre de fábrica de este juguete? Negro Sambo.

              Dudo que vuelva a ponerse de moda…

              Amaba la TV y volvía corriendo de la escuela a la hora del almuerzo para ver los programas infantiles. Me gustaban las series animadas en blanco y negro de Gerry y Sylvia Anderson. Las aventuras de Twizzle se trataban de un chico que podía estirar sus brazos y piernas. Torchy the Battery Boy tenía una lámpara en la crisma. Four Feather Falls era de un sheriff con pistolas mágicas y un caballo que hablaba.

A medida que los Andersons fueron ganando en sofisticación, hicieron Fireball XL5, Stingary y Thunderbirds. Me gustaban todos, así como programas tipo Muffin the Mule (una elegante dama al piano dando serenatas a un burro bailarín de juguete) y The Woodentops, una tonta familia de marionetas.

Por lo tanto, yo solo era un niño común haciendo cosas ordinarias hacia el final de los ’50… hasta que me ocurrió algo extraordinario. Las llaman epifanías, ¿cierto? Esos momentos en que sientes que tu vida (tu destino) encuentra su rumbo.

Sucedió así.

Estaba en la escuela, durante la clase de música, y la maestra se encontraba eligiendo integrantes para el coro. Ella estaba ubicada al frente, tocando un piano, y mi clase se turnaba para pasar y cantar:

 

“Acelera, bonita barca, como un ave en el viento

Sobre los llantos de los marineros

Llevando al niño que nació para ser rey

Desde el mar hasta el cielo.

 

Me gustaba esa canción, así que me esmeré. Al terminar, la maestra me estaba mirando. Al principio no dijo nada; luego:

“Hazlo de nuevo.”

“Sí, señora.”

Ella se dirigió al resto de la clase. “Todos ustedes dejen lo que están haciendo, hagan silencio y escuchen a Robert,” les dijo. “¡Escuchen!”

Yo no estaba muy seguro de lo que sucedía, pero ella tocó “The Skye Boat Song” de nuevo, y yo volví a cantarla con energía, con poder. Y esta vez, cuando finalicé, ocurrió algo extraño: la clase comenzó a aplaudir espontáneamente.

“Ven conmigo,” me dijo la maestra y me llevó al aula de al lado. Entramos, ella habló con el profesor, quien asintió.

“Clase, quiero que escuchen a Robert Halford cantar esta canción,” dijo.

Esto se estaba poniendo MUY extraño.

Canté la canción una vez más, esta vez a cappella, sin el piano. Terminé y la clase comenzó a aplaudir, igual que la mía. Me quede ahí parado, mirándolos y absorbiendo los aplausos.

¡Me fascinó!

Ya sé que todo niño adora ser amado y llamar la atención, pero para mí fue más que eso. En aquel momento, por primera vez, pensé OK, ¡esto es lo que quiero hacer! Se sintió maravilloso, y hablo medio en serio cuando digo que ese día comenzó mi carrera en el espectáculo. Porque, en varios sentidos, así fue.

Cuando terminó mi periodo en la escuela juvenil tomé mi examen de mayores de once. Era una prueba que todos los niños de Inglaterra debían hacer para saber si eran lo suficientemente listos como para ir a la escuela de Gramática, o si terminabas en la secundaria moderna. Yo la pasé, pero como no quería ser separado de mis amigos decliné la oportunidad de ir a la Gramática.

En todo caso, por entonces tenía otras cosas en la cabeza.

Porque, al llegar a la pubertad, comencé a darme cuenta de que no era como los otros chicos.



[1] Para todos mis amigos gays, sí: realmente existe una comida inglesa a base de albóndigas llamada “maricas y chícharos.”

[2] Nombrado así en honor a un célebre nativo de Walsall, Jerome K. Jerome, que escribió la historieta Tres Hombres en un Bote.


1 comentario:

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