miércoles, 13 de enero de 2021

"Confieso" - Capítulo 2

 


2

Dándole una mano a tus amigos

 

 

A los diez años, supe que era gay.

Bueno, tal vez no sea tan así. A esa edad yo no sabía qué era “ser gay”. Pero sí estaba consciente de que prefería estar con chicos antes que con chicas, y que los hallaba más atractivos.

La primera pista llegó cuando estaba en la escuela juvenil y me enamoré de un chico llamado Steven. Realmente me atraía y quería estar cerca de él todo el tiempo. Lo seguía al patio de juegos en los recreos, tratando de jugar con él.

Dudo que Steven alguna vez se haya enterado, o si lo hizo, solo pensó que yo era un amigo algo pesado e irritante. Probablemente tenía tanta idea como yo de lo que ocurría, pero definitivamente provocó un desajuste hormonal en mi joven e inexperto corazón.

Afortunadamente, mi metejón por Steven pasó pronto como siempre sucede con los enamoramientos preadolescentes, y fue hora de ir a la Gran Escuela. Pasé de la juvenil a la Richard C. Thomas, una vieja escuela secundaria en un pueblito vecino llamado Bloxwich.

Cada mañana me ponía los pantalones grises, el blazer y la corbata azul con una cinta dorada, tomaba mi portafolio y recorría caminando los veinte minutos hasta la escuela. Después de pasar sin respirar por la zona de G. & R. Thomas Ltd., tomaba un pequeño desvío hasta la panadería donde compraba una tira de pan recién salido del horno por medio penique. Me comía la mitad y guardaba el resto para más tarde.

Hacía el mismo camino todos los días, incluso si diluviaba y corrían vientos fuertes. Esos días toda la clase llegaba empapada, y los calentadores funcionaban sobre nosotros mientras las ropas se secaban. Al menos todos recibíamos una botellita de leche gratis.

Rápidamente me adapté a la secundaria moderna. A pesar de mis tempranos resquemores de confusión sexual, estaba convirtiéndome en un chico seguro y confiado en mí mismo. Tenía un grupo de amigos y no era especialmente tímido, ni extrovertido. Era un muchacho normal de Walsall.

Fui un alumno aceptable. Mi materia favorita era Literatura Inglesa, y conocí poetas como Yates. Me gustaban las clases de música y era bueno en Geografía. Soy un gran creyente en el destino, por lo que, para mí, todo eso tiene sentido: me pasé la vida escribiendo letras, haciendo música y viajando por el mundo.

También era bueno en dibujo técnico, aunque no me interesaba para nada. En todo caso, me asustaba un poco. Todo lo relacionado con la ingeniería me recordaba a las horribles metalúrgicas; y, con todo respeto a mi papá que pasó su vida en ellas, yo no quería terminar así. Todavía no sabía qué deseaba hacer en la vida. Pero sabía que no era eso.

También salí del país por primera vez. Cuando tenía trece, la escuela nos llevó a Bélgica durante un fin de semana. Fuimos a Ostend y nos quedamos en un hostel no lejos de la playa.

Salir del país se sintió como toda una aventura, y algo muy importante. Recuerdo estar abrumado por lo diferente que era todo: la comida, los autos, la ropa, las personas, y por supuesto el idioma. Todo, hasta el mantel de lino en el restaurante del hotel, parecía más sofisticado que Walsall.

Mi mejor amigo en la escuela era un muchacho de Beechdale llamado Tony. Teníamos el mismo sentido del humor. Volvíamos a casa recitando las escenas cómicas de Derek y Clive de Peter Cook y Dudley Moore, o inventábamos las nuestras. Estas eran bastante fuertes, lo que, claro está, siempre resulta atractivo para los chicos adolescentes.

Lo otro que los chicos adolescentes encuentran infinitamente fascinante es, por supuesto, el sexo. Y esto comenzó a jugar un papel cada vez más importante en mi vida. Todo comenzó cuando me enseñaron a masturbarme.

Mi instructor fue un chico uno o dos años mayor, quien vivía en la otra calle, en Beechdale. Estaba pasando el rato un fin de semana con un par de amigos de la escuela, cuando este muchacho se acercó.

“¿Quieren aprender a hacer algo genial?” nos preguntó.

“¡Sí, claro, habla!”

“Bien. ¡Síganme!”

Fuimos a su casa y nos llevó a un cuarto escaleras abajo, cerró la puerta… y sacó su pija. “Así es como se hace,” dijo. “La sostienen así.” Comenzó a frotarse, arriba y abajo, cada vez con más intensidad. “¡Si lo hacen rápido, se sentirá buenísimo!” agregó, poniéndose un poco colorado.

Yo no sabía qué hacer, pero mis dos amigos se habían bajado los pantalones y estaban imitándolo, así que pensé que lo mejor era unirme a ellos. Al principio estaba concentrado (quiero decir, debes estarlo, ¿no?) pero luego me compenetré, ¿y saben qué? Él tenía razón: si lo haces rápido, te hacía sentir genial.

Aquel muchacho probablemente fuera un pervertido en ciernes; pero no nos tocó ni pidió hacerlo por nosotros. Solo se encargó de enseñarnos el ancestral y no tan noble arte de la masturbación. Y abrió todo un mundo nuevo de placer para mí.

Desde entonces, lo hacía todo el tiempo. En casa yo había sido expulsado del cuarto que compartía con Sue. Fue su idea porque quería más espacio y privacidad, pero no me importó irme al pequeño cuarto que antes era un depósito. Por lo menos, se me hizo mucho más fácil hacerme una paja.

Me clavaba una en cada oportunidad que tenía, y pasaba lo mismo en la escuela. Me reunía con los chicos con quienes había recibido el tutorial de masturbación en Beechdale, o con algunos otros… y nos pajeábamos uno al otro.

Teníamos el escondrijo perfecto para eso. Todavía me iba bien en la escuela y me habían recompensado haciéndome bibliotecario escolar. Eso me gustaba, y disfrutaba de ir al puesto de revistas todos los días para recoger los diario y ponerlo en la biblioteca.

No obstante, lo mejor era que podía usar un pequeño anexo de machimbre junto a la biblioteca, para trabajar en el sistema decimal de Dewey. Nadie podía vernos (o eso pensábamos) y por lo tanto era fácil escabullirse para una breve sesión de placer mutuo cuando teníamos ganas. Cosa que sucedía… siempre.

Una tarde estaba en el pequeño cuarto con un buen amigo llamado Pete Higgs. Todo se desarrollaba normalmente: un minuto estábamos trabajando en el proyecto de Inglés, y al siguiente nos estábamos tocando.

Pete y yo estábamos junto a una mesa con las ropas desarregladas y los pantalones por los tobillos, cuando miré a la puerta cerrada. Arriba de ella había una delgada franja de vidrio que no había visto antes, y en aquella ventana apareció la cara asombrada del profesor de Inglés.

¡Mierda!

“¡Abajo!” le susurré a Pete, y ambos nos tiramos bajo la mesa. Nos quedamos agachados, con el corazón retumbando igual que los martillos a vapor de la fábrica vecina.

El profesor no entró, pero yo tenía el corazón en la boca.

¡Oh, mierda!

Esto estaba mal. Debían haber consecuencias. No pasó nada los siguientes días, pero yo estaba aterrorizado por la próxima clase de Inglés. Todo transcurrió normalmente, pero cuando sonó la campana y estábamos saliendo, el profesor nos llamó aparte.

“¡Halford, Higgs, quédense!”

Hizo un gesto de que nos acercáramos, y nos arrastramos hasta él.

“¡Muestren las manos!”

Ambos extendimos las manos.

Saben por qué es esto, ¿cierto?”

Pete me miró. Yo lo miré a él. Los dos miramos al profesor.

“Sí señor” dije, asintiendo.

Nos golpeó a ambos, fuerte, con su bastón. Tres golpes en cada mano. Seis de los mejores.

“¡Nunca vuelvan a hacer eso en la escuela!” nos advirtió.

“¡No señor!”

“¡Ahora, fuera!”

Mi sangre se acumuló en abultadas ampollas en ambas palmas, y luchaba por contener las lágrimas producto del dolor. Pero obviamente, eso no nos impidió hacerlo otra vez… y otra vez

Esto les sonará gracioso, pero lo que hacíamos con mis amigos no era algo gay. Solo éramos compinches pasándola bien y, bueno, dándonos una mano. Mis amigos eran hetero: se convirtieron en padres, y seguro que algunos ya son abuelos.

Pero la mía es una historia diferente.

Si a los diez tenía sospechas, a principios de mi adolescencia no me quedaban dudas de que era gay. Me gustaban los chicos más que las chicas: así de simple. Yo no estaba para nada horrorizado por la revelación: para mí era algo normal. Pero instintivamente sabía que debía ocultarlo.

En todo caso, ¿qué sabía yo de la sexualidad gay? Walsall a principios de los ’60 no era exactamente un una gran fuente de información sexual. Yo era un muchacho confundido que desconocía todo lo referente a este mundo prohibido al que me sentía atraído. Pero, de vez en cuando, me topaba con alguna pista.

Nuestras vacaciones familiares eran económicas y alegres (salir del país habría sido lo mismo que ir a la luna), pero eran geniales. Blackpool era el lugar favorito. La playa estaba helada, y el mar parecía estar a una milla de distancia. Yo corría por la arena, me zambullía en las olas y luego corría de vuelta a la playa, donde mamá me envolvía en una toalla para protegerme de la hipotermia. Un año alquilamos una vieja y desvencijada casa rodante junto a una vía férrea en Rhyl, Gales del Norte. Cada vez que pasaba un tren, todo temblaba.

Debía tener trece años cuando fuimos a Westward Ho! En Devon. Nos quedamos en un parque de casas rodantes junto a la playa, y una tarde yo estaba dando vueltas por la tienda del lugar, solo para hacer algo.

Vi una novela que mostraba a dos hombres juntos en la portada, la levanté y hojeé algunas páginas. En seguida me llamó la atención. La historia tenía algunas escenas eróticas gay, entonces la compré, la escondí bajo la remera y la llevé de vuelta a nuestra casa rodante.

Durante el resto de las vacaciones leí el libro cada vez que tuve oportunidad. Siempre me iba a esconder en el baño del campamento. No me estimulaba sexualmente pero explicaba algunas cosas que yo antes no entendía: ¡Ah, ok, o sea que eso es lo que hacen los hombres gay! Fue como un manual que llenó algunos de los huecos de mi conocimiento.

Cuando llegó la hora de volver a casa, esperé a que papá guardase todas nuestras cosas en el baúl del auto y, cuando me dio la espalda, lo escondí al fondo de todo. No quería que nadie lo encontrara, ¡y menos papá! Lo extraño fue que, después de ser tan cuidadoso al esconderlo, me olvidé completamente del libro al llegar a casa. Es un viaje largo desde Devon hasta Walsall, por lo que mis padres dejaron para el día siguiente la tarea de bajar las cosas del auto. Cuando los vi, la revelación golpeó mi horrorizada mente como un rayo: ¡Maldita sea, el libro!

Tal vez no lo encuentren, traté de convencerme. No había chances… Yo estaba sentado frente a la TV cuando papá entró como una tromba. Me arrojó el libro.

“¿Qué significa esto?”

“¿Qué?”

“¡Ya sabes qué! ¡Este libro!”

“Es solo un libro.”

“¿Ah sí? Bueno, ¿sabes de qué se trata este libro?”

“Sí,” le dije.

Papá fijo su mirada en mí: “¿Y lo vas a negar?”

Supongo que había algunas cosas que podría haber dicho. Por ejemplo, “¡Me dio curiosidad, papá! ¡Fue solo para divertirme!” Incluso habría sido verdad, en cierto modo. Pero no dije eso.

“No,” contesté. “No lo niego.”

Y así fue como me confesé frente a mi papá, a los trece años. Él me miró, se dio la vuelta, salió y dio un portazo.

Nunca lo volvió a mencionar (al menos a mí). Pero el libro provocó cierto revuelo en la familia. Sé que papá le contó a mamá, y un tiempo después las noticias llegaron a mi abuela, Cissy. Cuando la vi, lucía tranquilizadoramente imperturbable ante el tema.

“¡No te preocupes, bebé!” me calmó. “Recuerdo que tu padre pasó por una fase como esa.”

¿Qué? Yo sabía que mi papá había sido un joven muy apuesto, y resultó que mucho antes de conocer a mamá, cierto tipo se había enamorado de él y le compraba muchas cosas. O eso me contó la abuela. ¿Alguna vez concretaron? ¿Quién sabe?

De cualquier manera, papá tenía su propia literatura secreta. Un día que me encontraba solo en casa, estaba husmeando en la habitación de mis padres sin ningún motivo en particular. Miré en su guardarropa, moví algunos pares de zapatos… y debajo encontré tres o cuatro revistas.

Eran Salud y eficiencia, una publicación para naturistas, algo que mis padres definitivamente no eran. “¿Qué hace esto aquí?” me pregunté. “No pueden ser de mamá, deben ser de papá.” No eran revistas picantes ni pornográficas en el sentido estricto. En todo caso eran muy naturales, pero las fotos de hombres desnudos en situaciones normales me parecieron muy excitantes.

En un club juvenil de Bloxwich encontré otra publicación muy instructiva. Un día fui al baño y me di con un libro de fotos eróticas en blanco y negro de un tipo llamado Bob Mizer, quien ahora sé que era un fotógrafo estadounidense homoerótico y muy innovador.

A los catorce o quince yo no tenía una maldita idea de quién era Bob Mizer, pero me fascinaron sus fotografías. El libro estaba lleno de imágenes con tipos musculosos en pequeños slips, acostados sobre rocas o parados frente a postes. Mientras las miraba, dentro del cubículo del retrete, me volaron la cabeza.

Se desató una breve batalla en mi conciencia: ¿me lo llevo o no? ¡A la mierda! Mi conciencia nunca habría de ganar en este campo. Me escondí el libro en el pantalón, inventé alguna excusa a mis amigos de que tenía tareas que hacer, y me fui a casa tan rápido como pude.

¡Ese libro era un tesoro! Estaba lleno de historias fotográficas guionadas. Había un muchacho con chaleco diciéndole a otro chico con chaleco “Mi moto se averió, ¿puedes repararla?” Luego, cuando el segundo tipo se agacha sobre la moto, el primero le dice “¡Eh, qué lindo culo!” y comienza a manosearle el trasero.

Esas fotos de Mizer eran oro en polvo para mí. Me maté a pajas con ellas. Es sorprendente cuántas pajas puede conseguir un chico adolescente a partir de una sola fotografía, antes de aburrirse de ella. Escondí el libro en mi habitación. Dado que mamá lo limpiaba todos los días, es asombroso que nunca lo haya encontrado.

En el mismo baño del mismo club, encontré un consolador sobre una repisa. Lo lavé en la pileta y me lo llevé a casa dentro de la campera. Me proporcionó incontables horas de desenfrenado placer. Cuando no lo usaba, estaba escondido bajo las ropas en mi armario. Mis padres jamás sospecharon nada.

O eso pensé. Una tarde estaba sentado viendo la TV. Papá leía el Express & Star. Sin ni siquiera levantar la vista del periódico, me dirigió un comentario.

“Debes deshacerte de ese objeto, Rob.”

Se me heló la sangre. ¿Cómo lo sabía? ¿Y desde cuándo?” Aun así, en mi habitación, no encontré la fuerza de voluntad para tirarlo. ¡Habría sido como cortarme un brazo! El consolador siguió oculto en el placar (donde estaba) y papá nunca volvió a mencionarlo.

Yo era un desconcertado adolescente cuyas hormonas estaban a flor de piel. Buscaba información por todos lados, y no encontraba nada. Todo era un misterio para mí. Y lo que ocurrió en mi última actividad después de la escuela no fue de gran ayuda.

Una pequeña metalúrgica de la zona implementó un programa por el cual los chicos podían ir un día a la semana después de la escuela y aprender a usar maquinarias tales como tornos, mordazas y taladros. Me imagino que la idea era atraerlos de jóvenes e interesarlos lo suficiente como para convertirlos en aprendices uno o dos años después.

Aunque no me interesaba en absoluto trabajar en las fábricas (como dije, el solo pensarlo me horrorizaba), igual fui con un par de mis amigos. Solo era una hora después de la escuela y, bueno, era algo que hacer. Mejor que aburrirme en casa.

Desafortunadamente, descubrimos muy pronto que el hombre encargado de enseñarnos tenía una idea muy diferente de “atraerlos jóvenes”. No le interesaba instruirnos en el delicado manejo de la maquinaria. Solo quería ligar.

El hombre de mediana edad y bigotes nos mostraba cómo hacer paletas de jardín o atizadores para el fuego, y luego nos supervisaba. Me daba un trozo de metal marcado con una línea, me decía que cortara por allí y, mientras lo hacía, me ponía la mano en el trasero o en el frente de los pantalones.

El tipo daba vueltas por el taller, de chico en chico, tocándonos, y nadie abrió la boca. Él nunca dijo una palabra mientras lo hacía. Todas las semanas era lo mismo… y aun así nunca hablamos del tema. Como si jamás hubiera pasado.

Yo luchaba por acomodarme a mi identidad gay, y aunque nunca me excitó lo que hacía (me parecía sucio, sórdido y desagradable) pensé, Bueno, ¿esto es lo que hacen los gays? ¿Así funciona? Incluso me pregunté: ¿En todas las fábricas pasará lo mismo?

Lo extraño del caso es que seguimos yendo por al menos seis semanas. Por qué mierda, no lo sé. Simplemente no sabía que más hacer. Luego una semana, tras un toqueteo especialmente intrusivo, le mencioné a uno de mis amigos que estaba algo aburrido de las sesiones.

“¡Yo también!” dijo, lo que sonó como muy aliviado. “¿Entonces dejamos de ir?”

“Ar,” le dije.

Y eso fue todo. Nunca lo volvimos a mencionar.

 

Me gustaban los chicos, pero aun así salía con chicas. Un evento regular era el baile quincenal (esto fue antes de que apareciesen las discotecas) en los Baños de Nado de Bloxwich.

Siempre me gustó bailar e incluso tomé un curso de danzas antiguas, donde aprendí pasos como el lancero y el Gay Gordon. ¡El Gay Gordon! ¡Ese es un nombre para conjurar! Había progresado bastante y cuando llevé a una chica, Angela, a los Baños gané la competencia de twist. El premio me decepcionó: un diario de la historieta Eagle, con tapa roja de plástico.

Pero yo no llegué ni remotamente al nivel de decepción de Angela con lo que hice a continuación. El DJ tenía pedazos de papel sobre la tarima para pedir temas, y le di un mensaje para que leyese. Por razones que solo conocía mi estúpido y adolescente ser, escribí esto:

Por favor toca “Estas botas se hicieron para caminar” de Nancy Sinatra, y di: “Este es para Angela, de parte de Rob. Estas botas se hicieron para caminar, pero LO QUE TENGO se hizo para algo más.”

¿En qué diablos estaba pensando? ¡Sonó como un viejo pervertido! Estoy seguro de que esa fue mi última cita con Angela…

Llevar chicas a los Baños de Bloxwich no era barato y decidí conseguir un empleo los sábados. Mi abuelo trabajaba en Reginald Tildesley, una venta de autos. Tenían veinte coches en plaza, y por meses yo y un compañero de escuela, Paul, fuimos los fines de semana a lavar cada uno de ellos.

Era un trabajo duro pero no me importaba (yo a veces lo deseaba porque me hacía sentir adulto). El dueño nos daba un par de libras por la tarea, mucho dinero a mediados de los ’60. Pero un día, tras deslomarnos durante horas, nos dio 50 peniques.

“¿Qué es esto?” le pregunté horrorizado.

“Es tu dinero.”

“¿50 peniques? ¡Siempre nos da dos libras!”

“Bueno, es todo lo que van a conseguir. Tómalo o déjalo.”

Lo tomamos, pero no volvimos.

La enseñanza de idiomas no estaba muy difundida en las secundarias modernas por aquella época, pero en la mía se eligieron algunos alumnos para aprender Francés y yo fui uno de ellos. Me encantaba. Me gustaba la maestra, la señora Battersby, y rápidamente me convertí en su alumno favorito.

Me gustaba el francés porque parecía exótico. Trabajé duro para hablar un francés “sin acento”, es decir sin el acento de Walsall. Quería decir “Ouvrez la fenêtre”, no “Oo-vray lah fennetr-ah” Porque nadie quiere escuchar el bello idioma de francés destrozado en un yam-yam.

¿Qué es el yam-yam? Se trata de un término peyorativo usado por los Brummies (como les dicen a los habitantes de Birmingham) para ridiculizar al acento del País Negro. Para los extranjeros, los acentos de los Brummies y del País Negro pueden sonar parecidos; pero son muy, muy diferentes.

Junto a mi gusto por la sofisticación del francés, llegó mi interés en la música, el teatro… y las ropas. La escuela era bastante liberal y permitía a los alumnos más grandes dejar el uniforme y usar sus propias ropas. Yo me convertí en un entusiasta de la moda.

Como cualquier adolescente, yo quería ser genial y estar a la moda. Solía dar vueltas por Beechdale en mocasines de ante, los cuales se manchaban tan fácilmente que me daba miedo cada vez que los usaba, por si llovía o se raspaban.

Tenía un saco de corderoy verde al que usé tanto que mamá debió ponerle parches en los codos. Lo combinaba con una corbata y pantalones anchos. Gracias a Henry’s, un boutique medianamente decente en Walsall, yo era todo un modelo.

Un no puede usar ese tipo de atuendo en Beechdale sin generar rumores, y recuerdo una noche que volvía de un baile en los Baños, cuando tenía quince años. Compré unas papas y me paré junto a la furgoneta de los perros calientes, en el barrio. También había comenzado a peinarme de forma redondeada y hacia adelante, como los Small Faces, y mi apariencia llamó la atención de un par de patanes que estaban tragando allí.

“¡Oi, amigo, mira cómo ‘tás vestido, so trolo!” me dijo uno de ellos, en el yam-yam más exagerado. “¿Qué so’, chico o chica?”

No les contesté, pero la pregunta quedó dando vueltas en mi cabeza, acosándome. Para entonces ya sabía que era gay, pero me preocupó que esos patanes me dijeran que parecía una mujer: ¿Todos pensarán que luzco así? ¿Es eso parte de quien soy, y lo que soy?”

Al cumplir los dieciséis y mientras me preparaba para los exámenes, mi familia recibió una sorpresa. Ciertamente nos tomó desprevenidos a Sue y a mí, y fue igual de sorpresivo para mis padres. Tuvimos un nuevo hermano: Nigel.

Nigel no fue planeado en absoluto, pero cuando llegó fue genial. Era hermoso tener un bebé en la casa, mamá y papá estaban encantados, al igual que Sue y yo. Su llegada fue mágica.

A pesar de eso, tras tener a Nigel mi mamá cayó en una depresión. Sufría cambios de humor y se ponía muy callada y abstraída, hasta que el doctor le recetó pastillas de alegría, como yo siempre llamé a los antidepresivos. Años más tarde, yo mismo conocería a esa bestia negra.

Pero como cualquier adolescente, yo estaba inmerso en mi propia y egoísta vida… lo que me condujo a un encuentro claramente sobrenatural. En Bélgica. Fue algo completamente bizarro.

Por alguna razón, con mi mejor amigo Tony decidimos revivir el fin de semana escolar en Ostend. Conseguimos pasajes baratos en ferry y nos alojamos en una casa de huéspedes en la ciudad. Era un lugar de cinco o seis plantas, y la administradora nos dio una habitación en el piso más alto.

Tony y yo teníamos camas en lados opuestos de la habitación. La primera noche, ni bien apagamos la luz, mi cama comenzó… a agitarse.

“Rob, ¿qué haces?” preguntó Tony, suspicaz, en la oscuridad.

“¡Nada!” le dije con el corazón en la boca. “¡Mi cama se está sacudiendo!”

Salté de ella y encendí la luz. La cama ahora estaba inmóvil y lucía completamente normal. Cuando apagué la luz y volví a acostarme, comenzó otra vez. No duró mucho, pero esa noche casi no dormí.

Con Tony pasamos el siguiente día dando vueltas por Ostend, pero yo estaba nervioso por tener que volver a la cama esa noche. Y tenía razón en estarlo. En cuanto se apagaron las luces, mi cama volvió a vibrar violentamente. Fue tan fuerte que creí que me caería al suelo.

Era como una puta escena de El Exorcista. Mi cama se agitaba como loca e incluso los cuadros de la pared temblaban. Duró mucho más que la noche anterior, y fue espeluznante.

A la mañana siguiente, mientras la administradora nos servía el desayuno, intenté decirle en mi acotado francés y con la ayuda de un diccionario, lo que había pasado:

“Eh, excusez-moi, Madame. Hier soir, mon lit, eh, temblait!”

Ella me miró y negó con la cabeza. “¡De eso no se habla!” espetó, y se marchó. Eso fue todo… pero creo que mi sólida creencia en lo sobrenatural nació aquel fin de semana en Bélgica.

De regreso en Walsall, comencé a desarrollar un interés muy fuerte en algo que, esperaba, podía transformar en una carrera.

Yo veía muchas series como Z Cars, Dixon of Dock Green, El Santo  y Los Vengadores, así como La obra del mes de la BBC. La televisión, el cine y el teatro me fascinaban y me estaba convenciendo de convertirme en actor.

¿Podría ese ser mi futuro? Estaba llegando la hora de dejar la escuela. Me preparé mucho para mis exámenes finales y me fue bien, pero no me interesaba seguir en el nivel superior. Los chicos de clase obrera no lo hacían en aquellos días, y yo quería salir a conocer el mundo.

Mis padres estuvieron de acuerdo con eso. Su actitud básicamente era que me ayudarían con lo que fuera que quisiese hacer en la vida. Mamá siempre me preguntaba “Rob, ¿eres feliz?” Cuando le decía que sí, ella terminaba: “Bueno, si eres feliz, yo soy feliz.” Era buenísimo decirle eso a un chico.

Entonces mis padres y yo pasamos varias noches estudiando brillantes folletos de la Escuela de Actuación de Birmingham, preguntándonos si ese era el paso correcto a dar luego de salir del colegio.

Los folletos estaban llenos de fotos con tipos en mallas ajustadas y grandes bultos, lo cual no me desanimaba precisamente. Sin embargo, pensé que tal vez fuese un problema el hecho de que yo no tuviese experiencia actoral. Dudaba que consideraran a una obra infantil con un gancho taladrándome el cráneo.

Mi papá era amigo de un actor amateur, por lo que le habló. Ese amigo contó que había actuado en producciones de un teatro local llamada Grange Playhouse, y que estaban buscando nuevos talentos: “¡Dile a Rob que vaya, le va a gustar!”

“Bien, iré a ver qué onda,” dije, poniéndome los zapatos de gamuza, el saco de corderoy verde y la corbata.

Fui a ver… y me gustó. Me incluyeron en un drama doméstico donde interpreté a un joven atrapado en una familia disfuncional. Los demás actores eran en su mayoría más grandes que yo, pero me recibieron cálidamente. En especial el amigo de papá, quien me ayudó y animó mucho.

Disfrutaba de ir a los ensayos una noche a la semana y aprendí bien mis guiones. Era la única persona sobre el escenario cuando se levantaba el telón al principio de la obra, sentado adelante y lustrando mis zapatos. El director me dijo que quería que yo cantase una canción de un comercial de TV mientras lo hacía.

“¿Cuál comercial?” le pregunté.

“No importa,” dijo. “Cualquiera, escoge tú.”

El único que recordaba era el de una pasta dental. Tenía una melodía pegadiza que era difícil sacarse de la cabeza, entonces canté:

 

¡Te preguntarás adónde el amarillo se fue

Cuando te cepilles con Pepsodent!

 

La obra fue representada durante una semana y el Express & Star envió a un crítico. Su reseña me dedicó un elogio: “Robert Halford ofrece una actuación tierna y ajustada… ¡recuerden a este chico!” Yo me sentí muy satisfecho por esto, y decidí no limpiarme más el trasero con ese periódico en el baño de la abuela.

Quería seguir actuando, así que me encantó cuando papá me consiguió otro contacto. Él conocía gente que trabajaba en el Gran Teatro de Wolverhampton, un prestigioso recinto en Midlands. Irían a por unos tragos en Walsall, ¿me gusatría ir y que me los presente?

“¡Más vale! ¡Sí, por favor! Me dijo dónde se juntarían… y era un pub cerca de la casa de mis abuelos. Entonces arreglé con ellos que me quedaría allí cuando terminase la noche, evitándome el problema de tener que hacer todo el camino de regreso a casa.

Dos noches más tarde, el amigo de papá me pasó a buscar por Kelvin Road después de la hora del té. Primero me llevó a un depósito de disfraces al que él por alguna razón podía acceder. Era toda una cueva de Aladino, y quedé fascinado por todos esos atuendos medievales y de época. Siempre me ha gustado un buen disfraz.

Luego seguimos hacia el pub. La gente del teatro era amable, si bien un poco remilgada, y estaban bebiendo fuerte. El amigo de papá me trajo algo de ron y grosellas negras. Muchas de ellas.

Yo casi no había bebido anteriormente. La abuela me daba a veces un vaso de cerveza con gaseosa, o un sorbo de su ponche navideño. Pero esto era bebida de verdad (¡Ron! ¡Con gente del teatro!) y estaba que me salía de felicidad. Quería encajar, así que le seguí dando. Pero pronto me encontré totalmente ebrio.

Al final de la noche el lugar daba vueltas. “Ya sé, ¡vamos a mi casa!” sugirió el amigo de papá. Para entonces yo ya estaba dispuesto a todo así que, antes de darme cuenta, ambos nos encontramos en su apartamento.

Tal vez me dio otro trago. No recuerdo. Él estaba hablando del teatro, y la TV encendida se sentía en el fondo. Yo intentaba mantener la compostura y concentrarme un poco. Luego, repentinamente, la luz se apagó y él se aproximó a mí.

El amigo de papá ya no hablaba. Sus manos lo hacían. Las deslizaba sobre mí; mis brazos, mi pecho, mi entrepierna. Actuó en silencio: no dijo nada. Era igual que en las clases de la herrería, excepto que esta vez las cosas fueron más lejos.

Yo me encontraba indefenso. El tipo sabía lo que quería y fue a por ello. Me bajó la cremallera, sacó mi pija, se agachó y se la puso en la boca. Mientras yo estaba inmóvil, borracho, inerte y mudo, él me dio mi primera mamada.

¿Qué es esto?

¿Qué está pasando?

¿Qué debo hacer?

¿Puedo detenerlo?

Al final… no hice nada. Desconozco cuánto duró; pero al terminar, el amigo de papá se paró sin decir una palabra y salió de la habitación. Recuerdo que yo estaba cerca de la casa de mi abuela; busqué mi saco, encontré la salida y me adentré tambaleando, asustado y desorientado, en la noche.

No sabía qué pensar de lo que había ocurrido. Ni siquiera estaba seguro de qué había pasado. Me tiré en el cuarto de la abuela sintiéndome raro, y me dormí. A la mañana siguiente, la cabeza me latía por mi primera resaca, y mis pensamientos se atropellaban: ¿ESO es lo que hacen los gay? ¿Eso significa ser gay? ¿Es lo que hace la gente del teatro? ¿Acaso estuve en un casting sexual?

Ahora, por supuesto, me doy cuenta de que el tipo era todo un depredador sexual. Un pedófilo. Me vio joven, percibió mi vulnerabilidad y sacó provecho de ella, y de mí también. Por entonces no sabía cómo sentirme. Pensaba que debía ser mi culpa.

Cuando volví a Kelvin Road esa tarde, papá me preguntó cómo me había ido. Lo habría destrozado. No lo habría contado en estas memorias si mi papá siguiese vivo.

Toda nube deja pasar un rayo de sol. Es difícil hallar algo positivo en el abuso sexual, pero esa noche dejó algo bueno. Unos días más tarde, uno de los hombres del teatro que estaban en el pub se puso en contacto conmigo. Había un puesto vacante como asistente de escenografía, y me preguntó si estaba interesado.

Lo estaba. Me presenté a una entrevista con el manager del teatro y me contrató para comenzar cuanto antes. Mi futuro inmediato estaba asegurado… y eso era exactamente lo que quería.

Me estaba introduciendo en el mundo del teatro.


 


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