viernes, 15 de enero de 2021

"Confieso" - Capítulo 3

 



3

Seis vinos y un Mogadon

 

 

El primer trabajo real es todo un acontecimiento, un rito de iniciación; y comenzar en el Wolverhampton Grand a los dieciséis para mí se sintió así. Aunque me volvía loco por actuar y por el teatro, no conocía demasiado sobre el tema y no estaba seguro de qué esperar.

Bueno, fue una maza, como decimos en Walsall. Me encantó el trabajo.

Me tomaron como asistente de escenario / aprendiz de electricista / esclavo de todo tipo, a disposición del jefe de escenografía. Pasé las primeras semanas haciendo té, barriendo el escenario, haciendo mandados y acostumbrándome al cambio total que había sufrido mi estilo de vida.

Ya no habían caminatas mañaneras por G. & R. Thomas Ltd. Ahora debía tomar el autobús a Wolverhampton para llegar al Grand cerca del mediodía, trabajar toda la jornada y durante los espectáculos de la tarde, subirme al autobús del último turno de vuelta a Walsall y llegar a la casa en tinieblas cerca de la medianoche.

Me gustaba (y me transformó en el animal nocturno que aún sigo siendo hasta el día de hoy). El hijo del jefe era el técnico electricista y ambos me tomaron bajo su tutela. Rápidamente le tomé la mano a esa tarea, y a los pocos meses ya me encontraba operando todas las luces de los shows.

En casi todos los teatros, los andamios de las luces se ubican en el frente del escenario; pero en el Grand estaban a cada flanco. Eso los hacía difíciles de manejar, pero pronto lo dominé y durante meses presencié, cautivado, los maravillosos espectáculos que se desarrollaban a solo unos metros de distancia. Operé las luces para todo tipo de show: de variedades, de repertorio, ballet, la ópera de D’Oyly Orfeo en el Inframundo. Los actores entraban y salían del escenario a mi alrededor, o esperaban su pie para entrar, y yo estaba en medio de todo.

Adoraba estar cerca de las grandes estrellas de la tele. Tommy Trinder, el famoso comediante, visitó el Grand. Lo había visto muchas veces en Sunday Night at the London Palladium, y fue un gran momento cuando pronunció su frase clásica: “¡Ustedes, los afortunados!”

Cigarrillos Woodbine auspiciaba los shows de variedades y les entregaba a todos un mini pack de cinco cigarrillos gratis a medida que entraban. Cada noche, doscientas personas fumaban mientras esperaban el show. Cuando yo apretaba un botón y el telón se levantaba, una nube de humo de tabaco llegaba desde el auditorio hasta el escenario.

No es de extrañar que yo mismo comenzara a fumar; pero, al ser un poco esnob, rechacé los Woodbines o los Player’s Nº 6 en favor de Benson & Hedges. Por alguna razón, creía que eran más sofisticados. ¡Qué imbécil!

Aprendí todos los secretos del manejo de las luces en el Wolverhampton Grand. La otra cosa que aprendí fue a beber.

El teatro una ética basada en el lema “trabaja duro, disfruta duro”. El ritual consistía en que, diez minutos después de terminado el show, todo el equipo se reunía en el bar del teatro. Nos bajábamos tantos tragos como podíamos, lo más rápido posible, y luego me arrastraba hasta el último autobús con destino a Walsall.

Me aburrí de los autobuses. Ahorré y me compré una Honda 50, que pagué a partir de un plan social (también conocido como el plan de instalación). Eso no interfirió con juerga post espectáculo, y a menudo regresaba pasada la medianoche por la A41 ladeándome de lado a lado. Algunas noches, llegué bien de milagro.

Beber era genial, me encantaba, y al cumplir los dieciocho pude hacerlo legalmente. Me arrojé jovialmente a la gran tradición británica de los jóvenes borrachos. En mis noches libres iba a un bar local llamado Dirty Duck.

Beber se convirtió en mi vida social… aunque desde el principio jamás fui un bebedor social. Yo tenía un objetivo. Bebía para emborracharme. Descubrí que la ruta más corta hasta la inconciencia era el vino, así que me tomaba u par y luego iba tras mi elección personal: un Mogadon.

Los Mogadon son píldoras muy fuertes para dormir y calmar la ansiedad. Si me tomaba una después de un par de tragos, me daba el sentimiento de calidez y espacio que necesitaba. Siempre había uno o dos personajes en el Duck con provisiones:

“Eh amigo, ¿tienes un Mogadon?”

“Sí. Te doy una por un vino.”

Yo solía ponerme totalmente ebrio. La mañana siguiente despertaba sintiéndome como u muerto, pero a la hora del almuerzo ya me había sacudido la resaca y estaba nuevamente en condiciones. Como todo adolescente, tenía poderes sobrehumanos de recuperación.

Sue había abandonado la escuela, estaba aprendiendo a ser peluquera y se compró un Austin 100 verde. Era su orgullo. Solía llevarme hasta el Duck ya que estaba saliendo con uno de los habitués, un tipo encantador conocido como Brian el León debido a su exuberante melena.

Inspirado por ella, tuve un periodo muy corto en el que quise aprender a manejar. Brian tenía un Mini, y una tarde de domingo dijo que me enseñaría. Me llevó hasta una tranquila calle residencial, no lejos de lo de mi abuela, y me senté tras el volante.

“Pon el cambio y muy lentamente aprieta el acelerador soltando el embrague,” me dijo.

Yo torpemente pisé el acelerador hasta el fondo, solté el embrague muy rápido y salimos volando como un cohete. Aceleramos por la calle totalmente fuera de control, por cincuenta metros, hasta que choqué con un auto estacionado a la izquierda y, por una cuestión de simetría, le di a otro que estaba a la derecha.

“¡ALTO, ALTO, ALTO!” rugió Brian el León. Pisé los frenos y salté del auto. Rápidamente cambiamos de lugar y salimos echando humo. Miré por sobre el hombre y pude ver a la gente que salía de sus casas para ver qué diablos pasaba.

“¡Lo siento amigo!” le dije a Brian, cuando llegamos a una distancia segura de aquella carnicería y nos estacionamos. El frente del auto estaba todo estropeado y le rogué que me dejara pagar los daños, pero él se rehusó. No volví a manejar un auto en quince años.

El Wolverhampton Grand me había abierto los ojos a todo tipo de producciones dramáticas y teatrales, pero al llegar al fin de mi adolescencia otra forma de arte se estaba haciendo un lugar en mí. Me estaba enamorando perdidamente de la música.

Me encantaba Juke Box Jury en la TV, con el ridículamente elegante David Jacobs haciendo escuchar discos a un jurado que les colocaba un puntaje. Un jurado era una chica adolescente de Wednesbury, a una calle de la nuestra, llamada Janice Nicholls. Si le gustaba una canción siempre decía “¡Oi, le doy cinco!” fue la primera vez que escuché el acento del País Negro en la tele.

Yo veía religiosamente Top of the Pops todas las semanas  y disfrutaba de bandas como Freddie y Los Soñadores, Cliff Richard y las Sombras, y los Trémolos. Me compraba sencillos en W. H. Smith, o en una lujosa tienda llamada Taylor’s, que tenía un gran piano en la ventana.

Pero en realidad, como mucha gente, mi verdadero amor por la música comenzó con los Beatles.

Me gustaban sus primeros sencillos, pero fueron Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y el White Album los que me conquistaron. El Álbum Blanco me transformó. Yo pensé que era algo cósmico. Me pasé semanas escuchándolo, analizando las letras y pegando en los muros de mi habitación el collage de fotos que venía con él.

A mi pequeña habitación le di un cambio de look radical. Pinté las paredes de púrpura oscuro y saqué la puerta, reemplazándola por una brillante cortina anaranjada. Era un intento ingenuo y adolescente de ser buena onda, pero el factor de genialidad no fue apreciado por mamá:

“¡Rob! ¿Qué…? ¿Por qué sacaste la puerta?”

“¡Es mi habitación! ¡Puedo hacer lo que quiera!” rezongué como todo un adolescente.

Escuchaba Radio Luxemburgo (cuando podía, dada su mediocre calidad de transmisión) y Top Gear de John Peel los fines de semana en la nueva Radio 1. Amaba los viejos bluseros que pasaba, y de los que nunca había oído hablar: Muddy Waters, Howlin’ Wolf y Bessie Smith.

Si uno era un joven artístico, como yo me consideraba, la música era muy importante al final de los sesenta. Yo me empapé en ella. Jimi Hendrix me voló la cabeza y me compré todos sus discos. Me gustaban los Rolling Stones pero me sentía más atraído hacia los artistas con voces poderosas como Joe Cocker o la brillante Janis Joplin.

Nadie diría que Bob Dylan fuese una voz excepcional, pero me interesaba su manejo del vocabulario. A parte de eso, no me agradaba que todas sus canciones pareciesen ser políticas. Aunque estaba de acuerdo con él, yo consideraba que la música debía ser un escape a todas esas cosas.

Sentí lo mismo por el Verano del Amor del ’67. Me gustaba la idea de paz y amor, en especial cuando John Lennon se refirió al respecto; pero veía las atrocidades que ocurrían en lugares como Vietnam y la ex Rodesia, y todo parecía a millones de kilómetros de distancia de tal idealismo.

Existe cierto pesimismo, un elemento de austeridad incluso, en la naturaleza del País Negro que le impide verse seducido por el sueño hippy y el flower power. Yo compraba las revistas NME y Melody Maker, y leía todo lo concerniente a la paz y el amor en California pero, al menos para mí, todo eso parecía tan lejano como Marte.

Yo vivía en una casa estatal en Walsall e iba en moto a trabajar. Me embriagaba con vino en el Dirty Duck. Todo ese asunto hippy parecía inalcanzable: dos mundos distintos.

Pero a veces, se encontraban. Yo estaba trabajando en un show vespertino una tarde de domingo de 1968. Ese día manejaba el reflector, y el pequeño cuarto de los controles se ponía tan caluroso como un sauna.

Tenía una pequeña ventana, y durante el intervalo la abrí y saqué la cabeza para refrescarme. Una parea de pelilargos pasaron caminando, tomados de la mano, con pantalones de campana, bandanas y chaquetas de cuero con flecos. Lucían como recién salidos de Haight-Ashbury. Tenían una radio a transistores y, algo muy apropiado, la canción que llegaba hasta mi acalorada habitación era un éxito del año anterior, “San Francisco (Be Sure toWear Flowers in Your Hair)” de Scott McKenzie. Los miré totalmente atónito y pensé: ¡Diablos! ¡El sueño hippy es real! ¡Incluso llegó a Wolverhampton!

Años después leí a Ozzy Osbourne diciendo exactamente lo mismo: “Oía acerca de gente en California con flores en el pelo y pensaba: ¿Qué diablos tiene que ver eso conmigo? ¡Soy de Birmingham y tengo los bolsillos agujereados!

La primera banda que vi en vivo no eran ciertamente hippies soñadores intentando cambiar el mundo. Eran Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick & Tich, un grupo de pop de West Country con una racha de éxitos. No eran lo mío, pero cuando me enteré de que iban a tocar en un club de Wolverhampton llamado Silver Web, fui a verlos.

“Pareces algo joven,” dijo el boletero, mirándome de arriba abajo.

“No, no lo soy, amigo, ¡trabajo en el Grand Theater!”

Mi fanfarronada funcionó y me dejó entrar. El show fue espectacular. Tenía cierto glam incipiente, había una barra (por lo que me emborraché bastante) y me encantó estar cerca y mirar una banda de verdad tocando canciones que había visto en Top of the Pops.

Fui a ver el Crazy World de Arthur Brown en un pequeño club en Walsall. Él era un artista de un solo éxito, pero vaya éxito: “Fire”, que había tocado en Top of the Pops usando un casco con fuego. Solo habían unas cien personas en el show de Walsall, pero dio el espectáculo completo con toda su parafernalia, incluyendo un galeón de papel maché.

Ambos recitales estuvieron divertidos, pero Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick & Tich y el Crazy World de Arthur Brown no eran una música que me estimulase ni llegase al fondo de mi alma. Ella llegó cuando comenzó la década, al escuchar a gente como Led Zeppelin y Deep Purple.

Considerando de dónde vengo y el tipo de persona que soy, resultaba obvio que siempre me atraería la música más pesada. Y llegó en el momento exacto para mí. Todo ese estaba haciendo más ruidoso a fines de los sesenta. Ya había comenzado el proceso que conduciría al heavy metal.

Jim Marshall había inventado un enorme amplificador que hacía sonar a las guitarras mucho más fuerte, por lo que los bateristas debían tocar con más poder para hacerse escuchar. Las chicas gritaban más; los Beatles no se podían escuchar a sí mismos por los gritos en el Shea Stadium. Por todos lados, el volumen estaba subiendo.

Y junto con las guitarras y las baterías, también los cantantes se hicieron más ruidosos. Me encantaban las voces poderosas, y escuchar a Roger Plant e Ian Gillan escupiendo sus entrañas provocó algo en mí.

Eran increíblemente emocionantes de escuchar. Los oí y lo supe: Esto es. Esta es la música que quiero hacer.

Led Zeppelin me voló la cabeza. Nunca olvidaré ese día en que estaba acostado en Beechdale, entre mis dos parlantes, escuchando “Whole Lotta Love” por primera vez. El juego de Plant y Jimmy Page entre ambos canales, yendo y viniendo por los parlantes, me maravilló.

Zeppelin y Purple activaron algo en mí… y cambiaron mi manera de pensar. Antes de ellos, aún quería ser actor. Todas las noches me ubicaba junto al escenario en el Grand, viendo a los actores y comediantes recibir ovaciones de pie, pensando que debía ser lo mejor del mundo. Escuchar a Plant y Gillan cambió esa idea. Ahora, repentinamente, quería ser cantante.

Gracias a uno de mis maestros de música en la escuela, había estado jugueteando con bandas locales durante un par de años. Él me había pedido que cante en su banda, Thark (raro nombre) así que fui a un par de ensayos y probé algunas canciones. Solo era un pasatiempo, y nunca me pareció que fuese a llegar a nada.

Existía una escena musical decente en Walsall, y a través de Thark conocí una banda llamada Abraxis. También ensayé con ellos y canté algunos covers. Luego se transformaron en Athens Wood, compuesto por mí y tres muchachos llamados Mike Cain, Barry Shearu y Phil Butler. Hacíamos un rock progresivo blusero, y fue algo un poco más serio.

Resulta interesante que no tuviese el deseo de tocar ningún instrumento. No me interesaba andar de aquí para allá cargando una batería. Ser el cantante resultaba cómodo: Este soy yo; yo soy el instrumento.[1] Solo quería exigir mis cuerdas vocales, tanto como fuese posible.

La música se estaba colocando en el centro de mi vida, pero continuaba atado a mi escoba en el Grand todos los días. Y los sentimientos incipientes de confusión sexual que me habían asaltado en la escuela no estaban desapareciendo, sino empeorando.

El teatro nunca había escaseado en amigos de lo prohibido, y el Grand no era una excepción. Un tipo llamado Roy que trabajaba allí fue el primer gay que conocí (además de los pervertidos que me habían acosado). Él me presentó a su novio, Danny, una drag queen profesional.

Danny fue contratado para hacer un show en el Butlin, en Skegness, por lo que los tres convertimos ese evento en un fin de semana, compartiendo un remolque de una cama. Yo dormía en el medio: la carne del sándwich. Jugueteamos un poco, pero la cosa nunca pasó a mayores.

Bueno, aunque tal vez llegó bastante lejos. Una semana después, de regreso en mi habitación de Kelvin Road, sentí una picazón en mi entrepierna y me bajé los pantalones para mirar. Mi vello púbico era una jungla infestada de pequeñas criaturas saltarinas. ¡Oh, mierda! ¿Qué carajos es esto? Cómo no tenía ni idea, fui a ver a mi papá.

“Papá, tengo… cierto problema,” balbuceé.

“¿Qué pasa?”

Me bajé los pantalones y le mostré. Echó un vistazo y supo exactamente cuál era la situación.

“¡Tienes ladillas! ¿Con quién estuviste?”

“¿A qué te refieres?” le pregunté nervioso, sabiendo exactamente a qué se refería.

“Bueno, solo puedes pegarte ladillas de otra gente,” dijo papá. Me tuvo compasión. “O de un inodoro.”

“¡Sí, eso fue!” confirmé con entusiasmo. “¡Un inodoro!” Pero estaba más que avergonzado.

Papá fue a ver a un doctor en mi lugar y volvió con una botella de lo que parecía leche, junto a las instrucciones para colocármelo con algodón en la zona púbica todos los días. Esas putas ladillas siguieron durante meses: no querían irse. Y nunca me animé a decirle a Roy.

Mi confusión sexual se profundizó. El mundo gay seguía siendo un misterio para mí. Sentía mucha curiosidad (¿cómo no sentirla?) pero a la vez me asustaba, tras mis malas experiencias. Era un niñito perdido, pero estaba desesperado por entrar en ese mundo y tener una relación.

En un periódico, vi el pequeño anuncio de un tipo buscando conocer otros hombres para “una amistad, y tal vez algo más.” ¡Ajá! Le escribí, él contestó y quedamos en que yo iría a visitarlo en Redhill, Surrey.

No estoy seguro de lo que esperaba mientras estaba en el tren. No necesariamente sexo… pero era posible. ¿Sería aquella mi primera vez? No lo fue. Era un muchacho agradable de mi edad, pero no conectamos. Fuimos de compras a Londres y luego tomé el tren de regreso a casa.

En el Grand, cuando terminó la temporada de pantomimas, pusimos en escena una gran y lujosa producción con orquesta completa. El director del musical estaba locamente enamorado de mí y no me dejaba en paz. No habría podido ser más obvio. Era mucho más viejo que yo, y supongo que algo mejor que el tipo de la metalúrgica y el amigo raro de mi papá, en el sentido de que no intentaba aprovecharse ni abusarme. Era respetuoso, pero nunca cesó en sus intentos de seducirme.

Yo odiaba eso. Ahora ya me doy cuenta de lo que tramaba y buscaba, pero él no me gustaba y quería que se detuviese. Me estaba volviendo loco. Un día, luego de que se me insinuara una vez más, me harté. Tenía que hacer algo… ¿pero qué?

Y luego ocurrió algo rarísimo. No sé de dónde vino, o por qué, pero un pensamiento urgente llegó a mi cabeza: debo ir a la iglesia.

Entonces lo hice. En la hora del almuerzo me fui del Grand y caminé por Lichfield Street hacia la iglesia de St. Peter’s Collegiate. Es una gran iglesia católica en el centro de la ciudad, pero estaba vacía cuando llegué. Me acerqué a una estatua de la Virgen María y… me comuniqué con ella. No sé si hablé en voz alta, o solo lo pensé, pero esto fue lo que le conté a Nuestra Señora de Lourdes:

Necesito ayuda. Estoy muy confundido por lo que siento y estoy pasando. No sé si está bien, si es un pecado, si es algo maligno, o si está Ok. ¡No sé qué hacer!

Y ocurrió algo extraordinario. Mientras hablaba (¿o pensaba?), una ola de paz me inundó. Como si todos mis miedos y frustraciones hubieran desaparecido. Sentí la fragancia de las rosas. Miré alrededor, pero no había flores por ningún lado.

¿Qué sucedió en esa iglesia de Wolverhampton aquella vez? ¿Realmente fui bendecido por la Virgen María? Bueno, sé que suena tonto, pero cincuenta años después aún siento escalofríos cuando lo recuerdo. Y, por un momento, mis miedos se desvanecieron.

La música me ayudó. Encontré mucho desahogo en bandas como Zeppelin. Cuando estaba confundido, sin aceptar cómo me sentía, y furioso ante mí mismo y mis deseos, ponía música. Así me encontraba, aguantando entre Zep y la Virgen María.

En 1970 fui al festival de la Isla de Wight para ver a Hendrix. Fue el año siguiente a que Woodstock se convirtiese en el momento culminante de la generación hippy norteamericana. Fuimos con un amigo en el ferry hasta Ryde, pensando que era nuestro turno: “¡Es ahora! ¡Este es nuestro Woodstock!”

El festival estuvo fantástico. Los Who enceguecieron a la multitud con reflectores antiaéreos al principio de su show. Hendrix llegó en la mitad de la noche, cuando yo estaba paralítico, y fue increíble. Acampamos… bueno, no teníamos carpa. Nos echamos en el piso y nos dormimos.

La música me llamaba y supe que era hora de dejar el Grand. Había vivido una etapa brillante en el teatro, pero mis prioridades habían cambiado. Me había unido porque quería ser actor… y ahora ya no. Quería ser el cantante de una banda.

Athens Wood ensayaba por las tardes, así que no podía acompañarlos si seguía esclavizado bajo las calurosas luces del teatro siete noches a semana. Necesitaba un empleo con un horario más convencional. Entonces, en 1970, a punto de cumplir los dos años en el Grand, le dije adieu al teatro y me busqué un puesto… como vendedor de ropa.

Supo existir una cadena nacional de tiendas británicas de ropa masculina, llamada Harry Fenton. Su local de Park Street, en el centro de Walsall, buscaba un empleado joven. ¿Por qué no? pensé. Llamé, fui a una entrevista y conseguí el trabajo.

No mucho tiempo después ya había llegado a gerente. No me gustaba tanto vender ropa como me gustaba el Grand, pero el trabajo estaba bien. Los horarios me servían, el dinero era decente y me gustaba bromear con los clientes. Hay algo que jamás ha cambiado: me encanta una buena charla.

Fenton siempre había sido una tienda algo remilgada, de ropa elegante; pero la compañía sufrió una renovación y comenzó a inclinarse hacia la gente más joven que generalmente compraba en boutiques. De repente recibimos gran cantidad de ropa más a la moda: sacos de poliéster, pantalones acampanados, corbatas vistosas y zapatos de tacón.

Esta nueva orientación de la tienda me vino al dedillo, ya que de un momento a otro me encontré con una selección mucho mejor de ropa para usar. Bueno, no tanto usar: tomar prestada. Yo era un lince para eso. Tomaba un nuevo saco o camiseta y pantalones y me los ponía para salir el fin de semana.

El lunes siguiente, aún con resaca, devolvía a las estanterías un saco que apestaba a alcohol, humo y Old Spice, e intentaba volver a armar con alfileres una remera o camisa y encajarlas en su envoltorio de celofán como si fuesen nuevas. ¡Esos malditos alfileres!

Athens Wood se las ingenió para conseguir un par de fechas en dos pubs locales. ¡Tocar en vivo! Era lo que yo quería; sin embargo, llegué a estas presentaciones con una rara mezcla de confianza y pánico.

Antes del primer show, temía que no fuese nadie, o que la gente se marchase después de escuchar la primera canción. No estaba muy equivocado. Un puñado de bebedores empedernidos se sentó en la barra y observó en silencio. Si alguien se levantaba, yo rogaba para mis adentros: ¡Por favor, que vayan al baño! ¡Que no se vayan del bar![2]

Pero mucho más importante para mí fue el hecho de que, cuando empezaron los shows, me encantaron. Moverme por el escenario y dirigirme a extraños se me hizo muy fácil. Rápidamente descubrí que cuando subía al escenario, me sentía más confiado y extrovertido. No era presuntuoso, pero tampoco inseguro.

Ese lugar en el frente, entre el guitarrista y el bajista, me venía de perlas. Se sentía natural: mi lugar predestinado.

Pero las cosas no estaban funcionando para Athens Wood. Pronto entramos en un parate y nos separamos. Para ese entonces yo estaba muy enganchado con el heavy metal, y me uní a una banda de hard rock blusero llamada Lord Lucifer, que tenía mucha más actitud. Me gustaba mucho. En ese tiempo yo había pasado de mi ciclomotor a una motocicleta BSA, y le pinté el nombre de la banda en el tanque, rodeado de llamas. Se veía mortal; pero Lord Lucifer nunca llegó a tocar un solo show.

Cuando no estaba ocupado con cosas de mis bandas, iba a ver tocar a cuanto grupo pudiese. Me convertí en un habitué de un club de rock llamado el Whiskey Villa, en la nave de una vieja iglesia metodista en el corazón de Walsall. Allí vi a otro de mis primeros ídolos, Rory Gallagher, con su primera banda, Taste.

Ahora que mis tardes noches estaban libres, me aventuraba hasta Birmingham a shows en lugares como Henry’s Blueshouse, arriba de un pub. Escuché blues del bueno allí. Una noche vi a Muddy Waters y no podía creer que él estuviese ahí, frente a mí, en Brum. ¡Era como ver a Mozart!

Solía ir con Sue a Mothers, en Erdington, que venía a ser la versión provinciana del Marquee de Londres. En ese lugar supe ver a Zeppelin y Pink Floyd. Y estoy casi seguro de que, una noche de borrachera, vi a Earth antes de que se transformase en Black Sabbath.

En mis noches libres iba al Dirty Duck y me ponía hasta el moño. Totalmente hasta el moño. A esas alturas yo ya era todo un bebedor, y no veía razón valedera para no apurar vino tras vino y zamparme los Mogadons. A la hora de cerrar, mis instintos se activaban y me conducían a casa.

Una noche de viernes, Sue me llevó y yo me bajé seis vinos y un Mogadon. Camino a casa vomité por la ventanilla del pasajero. Desperté a la mañana siguiente sin recordar nada, y escuchando a una enfurecida Sue que le suplicaba a papá escaleras abajo:

“¡Papá, anoche llevé a Rob al Duck y vomitó en la puerta del auto! Sigue inconsciente y se me hace tarde para ir al trabajo; ¿lo podrías limpiar, por favor?”

Él así lo hizo. Dios sabrá por qué no me arrastró de la cama para que yo me ocupase.

Pero a no equivocarse: Sue no era ningún angelito. Mi hermana estaba atravesando una etapa de rebeldía. Además de la peluquería, había comenzado a modelar para algunos fotógrafos locales, y se estaba aficionando a los berrinches y los pantalones escandalosos.

Yo me había hecho de una decente colección de discos, y una noche en la que el DJ del Duck estaba enfermo, me ofrecí para reemplazarlo. Llegué y me di con la sorpresa de que debía turnarme para pasar música con una bailarina: ¡Sue! Mi lado protector se despertó, y no estoy seguro de cómo me sentí al ver a los muchachos alentando a mi hermanita.[3]

Si el Dirty Duck permitía quedarse a beber después de la hora permitida, o si íbamos a la casa de alguien, me quedaba toda la noche, y luego iba arrastrándome hasta Harry Fentons aún borracho la mañana siguiente. Afortunadamente, como yo era el jefe, nadie me molestaba. Y el negocio parecía funcionar bien solo.

Un mito urbano persistente acerca de mi persona es que, antes de convertirme en cantante, trabajé en un cine porno. Esta perlita está incluso en Wikipedia, y todos sabemos que cada palabra de ese sitio es sagrada, ¿cierto? Bien, no es tan así. Aquí está la verdadera historia.

Camino al trabajo, yo solía pasar por una serie de tiendas viejas en casas victorianas reacondicionadas. Habían estado allí desde el año cero y la mayoría eran ventas de chucherías y lugares donde reparaban aspiradoras… pero detrás de una puerta desvencijada y con la pintura pelada, había un sex shop.

Luego de mi experiencia con la novela gay de aquellas vacaciones, y el libro de fotografías de Bob Mizer, sentía curiosidad por la pornografía; así que de vez en cuando me daba una vuelta por ese lugar. La tienda tenía el tamaño de una sala de espera, y albergaba libros subidos de tono y revistas pornográficas de Amsterdam, colgadas de la pared en bolsas de plástico.

También había algunas revistas gay. Es extraño que nunca haya comprado ninguna, pero me hice amigo del tipo que atendía y solíamos hablar de música. Una noche pasé por ahí antes de volver a casa, y él me pidió un favor.

“Ey, Rob, voy a estar ocupado por un par de fines de semana. ¿Te gustaría atender el local? ¡Te pagaré!”

“¡Si es así, de acuerdo!”

Entonces, por dos fines de semana atendí un porno shop. Fue brillante.

Una vez entró un grupo de mujeres, porque también vendíamos consoladores y juguetes sexuales, pero la mayoría de los clientes eran hombres solos. Casi de inmediato fui capaz de saber qué buscaba alguien ni bien trasponía la puerta: Ah, este viene por las revistas de tetas grandes. Rara vez me equivocaba.

También hacía algunas paradas por cuestiones sanitarias cuando volvía del trabajo. Además del porno shop, a menudo me metía en un baño público buscando algo de acción casual.

Justo al lado de las tiendas British Home en el medio de Walsall, había un antiguo baño subterráneo de la época victoriana con barandillas alrededor de la entrada. Yo acechaba por ahí cerca hasta que veía entrar algún muchachón atractivo, y silenciosamente lo seguía.

Intentaba deducir si solo quería orinar, o si buscaba algo más. El noventa y nueve por ciento de las veces era lo primero, claro, pero si yo advertía el más mínimo indicio de que podría estar interesado, trataba de hacer contacto visual y sonreírle.

Era todo un riesgo. Por aquellos días la violencia homofóbica era muy común, y sabía que me estaba exponiendo a una paliza. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Odiaba el hecho de tener que ponerme en peligro para poder gozar de un poco de compañía masculina.

Nunca llegaron a hacerme daño, salvo las miradas suspicaces o que me preguntasen “¿Qué mierda quieres?” Cada muerte de obispo tenía suerte y obtenía un poco de acción apurada y con miedo. La mayoría de las veces volvía a Beechdale desalentado, un cazador que no había conseguido ningún ganso.

Era frustrante… al igual que el hecho de que no estuviese yendo a ningún lado con mis emprendimientos musicales. Las intensas llamas pintadas en el tanque de combustible de mi moto no habían podido encender a Lord Lucifer, y nos habíamos separado. No obstante, tenía mayores esperanzas en mi siguiente proyecto.

Había hecho algunos amigos en el circuito local, y formamos una banda llamada Hiroshima. Un tipo de nombre Paul Watts tocaba la guitarra, e Ian Charles estaba en el bajo; pero yo era más cercano al baterista, un muchacho amistoso pero ligeramente perturbado que se llamaba John Hinch.

Hiroshima tocaba el tipo de música que yo escuchaba todo el tiempo: rock progresivo blusero muy fuerte. El escuchar viejos discos de blues (y ver a Muddy Waters en Brum) provocó en mí un interés por la armónica, así que me compré una. Me gustaba alardear con la “arm”, como la llamamos los músicos. No era malo.

John Hinch vivía en Lichfield, un lugar muy verde y de clase media en comparación a Walsall, y pasábamos las noches ensayando en el vestíbulo de una iglesia cerca de su casa. Hiroshima no hacía covers, pero me es imposible asegurar que nuestras “canciones” tuviesen alguna estructura: nos especializábamos en el formato libre y las improvisaciones.

Tal vez por eso, el par de shows que logramos hacer no son de destacar. Mis recuerdos principales son de tipos con una cerveza en la mano, mirándonos, cuchicheando y dirigiéndose a la barra.

Así que se me hizo evidente que Hiroshima no sería mi vehículo al estrellato musical… hasta que la más grande oportunidad de mi vida me cayó del cielo.

Realmente fue así de repentina.

Sue había dejado de acariciar la melena de Brian el León, y ahora estaba saliendo con un tipo simpático de nombre Ian Hill, a quien ella había conocido en el Duck. Ian tocaba el bajo en una banda llamada Judas Priest, la cual había estado girando por el circuito desde hacía un tiempo.

Recientemente se habían topado con algunos problemas. Tanto el cantante como el baterista habían abandonado, y necesitaban reemplazarlos. Sue me estaba contando esto un día, cuando de repente se detuvo y me miró.

“Sabes, Rob, deberías probarte en Priest,” sugirió.

La miré, mientras barajaba la posibilidad.

Umm.

“Sí,” le dije. “Sí, debería hacerlo.”


 



[1] Por un tiempo barajé la idea de que ese fuera el título de estas memorias: Rob Halford: yo soy el instrumento. Pero pronto la deseché.

[2] Sigo sintiendo lo mismo. Puedo estar en un estadio con las entradas agotadas, y si alguien se dirige a la salida mi corazón se para. Los artistas somos muy inseguros.

[3] Papá sí está seguro de cómo se sintió: ¡lo aborreció!


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