viernes, 5 de febrero de 2021

 MEXICAN GOTHIC en español - Capítulo 3


3

 

Florence volvió a buscarla puntualmente a las siete con una lámpara de aceite en la mano para iluminar el camino. Bajaron las escaleras hasta una sala comedor agobiada por un monstruoso candelabro, muy parecido al del hall de entrada, que estaba apagado. Había una mesa lo suficientemente grande como para una docena de personas, con el apropiado mantel de un blanco damasco. Habían colocado otro candelabro sobre ella. Las largas, blancas y afiladas velas a Noemí le recordaron una iglesia.

En las paredes se encontraban alineadas varias vitrinas de vajilla repletas de encajes, porcelanas y, sobre todo, plata. Tazas y platos mostrando la orgullosa inicial de sus dueños (la D triunfante y estilizada de los Doyle), bandejas y vasijas vacías, las cuales alguna vez habrían relucido bajo el brillo de las velas y ahora se veían deslucidas y apagadas.

Florence señaló una silla, y Noemí se sentó. Francis ya estaba sentada frente a ella y Florence se ubicó a su lado. Una mucama de cabello gris entró y dejó boles llenos con una sopa aguada frente a ellos. Florence y Francis comenzaron a comer.

“¿Nadie más nos acompañará?” preguntó Noemí.

“Tu prima duerme. El Tío Howard y el Primo Virgil tal vez bajen más tarde,” dijo Florence.

Noemí acomodó una servilleta en el regazo. Tomó sopa, pero solo un poco. No estaba acostumbrada a comer a esa hora. Las noches no eran momento para comidas pesadas; en su casa cenaban pasteles y café con leche. Se preguntó cómo lidiaría con un itinerario diferente. À l’anglaise, como solía decir su profesora de francés. La panure à l’anglaise, repitan conmigo. ¿Tomarían el té a las cuatro, o era a las cinco?

Se llevaron los platos en silencio, y en silencio trajeron el plato principal, pollo en una nada tentadora salsa blanca cremosa con hongos. El vino que le sirvieron era muy oscuro y dulce. A ella no le gustó.

Noemí apartó los hongos alrededor del plato con el tenedor, mientras intentaba ver lo que había en las sombrías vitrinas frente a ella.

“La mayoría de los objetos son de plata, ¿no es así?” dijo. “¿Todos provienen de su mina?”

Francis asintió. “Sí, de aquellos tiempos.”

“¿Por qué cerró?”

“Hubieron huelgas y luego…” comenzó Francis, pero su madre inmediatamente alzó la cabeza y miró a Noemí.

“No hablamos durante la comida.”

“¿Ni siquiera para decir ‘pásame la sal’?” preguntó Noemí con ligereza, haciendo girar su tenedor.

“Veo que usted se considera terriblemente divertida. No hablamos durante la comida. Así son las cosas. En esta casa apreciamos el silencio.”

“Vamos, Florence, seguramente podemos conversar un poco. En honor a nuestra invitada,” dijo un hombre de traje negro mientras entraba en el salón, apoyándose en Virgil.

Viejo habría sido un término inadecuado para describirlo. Era antiguo, su cara surcada de arrugas, unos pocos cabellos se adherían obstinadamente al cráneo. Además era muy pálido, como una criatura subterránea. Una babosa, quizás. Sus venas contrastaban con su palidez, finas telarañas púrpuras y azules.

Noemí lo observó arrastrarse hacia la cabecera de la mesa y sentarse. Virgil también se sentó, a la derecha de su padre, con la silla en ángulo tal que permaneció medio escondido por las sombras.

La mucama no trajo un plato para el anciano, solo una copa de vino negro. Tal vez ya había comido y se había aventurado a bajar en consideración a Noemí.

“Señor, soy Noemí Taboada. Es un placer conocerlo,” dijo ella.

“Y yo soy Howard Doyle, el padre de Virgil. Aunque seguro que ya lo ha deducido.”

El anciano usaba una corbata pasada de moda, el cuello oculto bajo una montaña de tela, un prendedor circular de plata sobre ella como adorno, un enorme anillo de ámbar en el dedo índice. Fijó sus ojos en ella. El resto de su persona carecía de color, pero los ojos eran de azul intenso, libres de cataratas y no afectados por la edad. Ardían fríamente en aquel rostro ancestral y exigían su atención, vivisectando a la joven muchacha con su mirada.

“Es mucho más oscura que su prima, señorita Taboada,” dijo Howard después de haber completado su examen.

“¿Disculpe?” preguntó ella, creyendo que había escuchado mal.

Él la señaló. “Tanto su coloración como su cabello. Son mucho más oscuros que los de Catalina. Me imagino que reflejan su herencia indígena más que la francesa. Usted tiene algo de india, ¿cierto? Como la mayoría de los mestizos aquí.”

“La madre de Catalina era de Francia. Mi padre es de Veracruz y mi madre de Oaxaca. Somos mazatecos de su lado. ¿Cuál es su punto?” preguntó ella secamente.

El viejo sonrió. Una sonrisa cerrada, sin dientes. Ella se los pudo imaginar, amarillentos y rotos.

Virgil había llamado a la mucama, y le colocaron una copa de vino frente a él. Los demás habían reanudado su silenciosa cena. Esa sería, por lo tanto, una conversación entre dos.

“Simplemente una observación. Ahora dígame, señorita Taboada, ¿usted cree como el señor Vasconcelos que es la obligación, no, el destino, de la gente de México forjar una nueva raza que agrupe a todas las demás? ¿Una raza ‘cósmica’? ¿Una raza de bronce? ¿A pesar de las investigaciones de Davenport y Steggerda?”

“¿Se refiere a su trabajo en Jamaica?”

“Espléndido, Catalina estaba en lo cierto. Usted tiene interés en la antropología.”

“Sí,” dijo ella. No quiso decir más que esa sola palabra.

“¿Cuál es su opinión acerca de la mezcla de los tipos superiores e inferiores?” preguntó él, ignorando su incomodidad.

Noemí sintió los ojos de todos los miembros de la familia sobre ella. Su presencia era una novedad y una alteración de sus rutinas. Un organismo introducido dentro de un ambiente estéril. Estaban esperando para escuchar lo que ella revelase y analizar sus palabras. Bueno, mostrémosles que podía mantener la calma.

Ella tenía experiencia con hombres irritantes. No la afectaban. Había aprendido, navegando a través de fiestas y almuerzos en restaurantes, que mostrar cualquier reacción a los comentarios hirientes los envalentonaba.

“Una vez leí un trabajo de Gamio donde afirmaba que la selección natural había permitido sobrevivir a los pueblos indígenas de este continente, y que los europeos se beneficiarían de mezclarse con ellos,” dijo ella, tocando su tenedor y sintiendo el frío metal bajo las yemas de los dedos. “Eso invierte todo el concepto de superior e inferior, ¿cierto?” preguntó, sonando inocente y a la vez un poco mordaz.

El anciano Doyle pareció complacido por la respuesta, y su semblante se animó. “No se enoje conmigo, señorita Taboada. No fue mi intención insultarla. Su compatriota, Vasconcelos, habla de los misterios del ‘gusto estético’, el cual ayudará a darle forma a esta raza de bronce; y me parece que usted es un buen ejemplo.”

“¿Ejemplo de qué?”

Él volvió a sonreír, esta vez mostrando los dientes, los labios doblados. Los dientes no eran amarillos como ella se había imaginado, sino blancos como la porcelana e intactos. Pero las encías, que podía ver claramente, eran de un enfermizo tono púrpura.

“De una nueva belleza, señorita Taboada. El señor Vasconcelos deja bien en claro que los poco atractivos no procrearán. La belleza atrae a la belleza, y produce belleza. Es una forma de selección. Verá, le estoy haciendo un cumplido.”

“Un cumplido muy extraño,” se las arregló para decir, tragándose el disgusto.

“Debería aceptarlo, señorita Taboada. No los ofrezco a la ligera. Ahora, estoy cansado. Me retiraré, pero dude que esta ha sido un diálogo vigorizante. Francis, ayudame a subir.”

El hombre más joven asistió a la figura de cera y ambos abandonaron el salón. Florence bebió de su vino, el delgado tallo de la copa cuidadosamente levantado y presionado contra sus labios. El silencio opresivo había vuelto a establecerse entre ellos. Noemí pensó que si prestaba atención, podía llegar a oír el latido de sus corazones.

Se preguntó cómo soportaba Catalina vivir en ese lugar. Ella siempre había sido tan dulce, siempre atenta a las necesidades de los más pequeños, con una sonrisa en los labios. ¿En serio la hacían sentar a la mesa en completo silencio, con las cortinas cerradas y las velas ofreciendo una luz mortecina? ¿Acaso aquel viejo intentó llevarla a conversaciones molestas? ¿Alguna vez habrían empujado a Catalina al llanto? En la mesa familiar, en Ciudad de México, a su padre le gustaba contar acert5ijos y ofrecer premios a los niños que adivinaban la respuesta correcta.

La mucama llegó para llevarse los platos. Virgil, quien no se había dirigido a Noemí, finalmente la miró y sus ojos se encontraron. “Me imagino que tienes preguntas para mí.”

“Sí,” dijo ella.

“Vamos a la sala de estar.”

Él tomó uno de los candelabros de plata de la mesa y caminó junto a ella por un pasillo hasta una gran sala con una chimenea igualmente grande y una repisa de nogal negro grabada con las formas de flores. Sobre el hogar colgaba un bodegón con frutas, rosas y delicados vinos. Un par de lámparas de querosén encima de dos mesas gemelas de ébano ofrecían más iluminación.

Dos sofás en juego de un verde deslucido estaban dispuestos al final de la habitación, y junto a ellos había tres sillas cubiertas con antimacasares. Unos jarrones blancos que juntaban polvo indicaban que este espacio había sido usado alguna vez para recibir visitas y ofrecer entretenimiento.

Virgil abrió las puertas de una licorera con bisagras plateadas y superficie marmolada. Extrajo una botella con una curiosa tapa que tenía la forma de una flor y llenó dos copas, ofreciéndole una a la muchacha. Luego se sentó en uno de los majestuosos y rígidos sillones de brocado dorado junto a la chimenea. Ella hizo lo mismo.

Como esta habitación estaba bien iluminada, ella pudo ver mejor al hombre. Se habían conocido durante la boda de Catalina, pero todo había sido muy rápido y había pasado un año. No había podido recordar cómo lucía él. Era de cabello claro, ojos azules como los de su padre, y su frío rostro esculpido estaba cargado de firmeza. Su traje cruzado era elegante, de gris carbón con un diseño de espiga, muy formal, aunque había evitado la corbata, y el botón superior de su camisa estaba desabrochado como si hubiese querido imitar un aspecto casual que le resultaba imposible tener.

Ella no estaba segura de cómo debía dirigirse a él. Los muchachos de su edad eran fáciles de halagar. Pero él era mayor que ella. Debería comportarse más seria y dominar su coquetería natural, o pensaría que era una tonta. El hombre poseía aquí la estampa de la autoridad. Ella era una enviada.

El Kublai Khan enviaba mensajero por sus reinos, quienes llevaban una piedra con su sello, y él que osase maltratar a uno de ellos lo pagaba con la muerte. Catalina le había contado esa historia, mientras le narraba cuentos y fábulas a Noemí.

Entonces debía hacer creer a Virgil que ella, Noemí, tenía una piedra invisible en el bolsillo.

“Fue muy bueno de tu parte que vengas tan pronto,” dijo Virgil, si bien con un tono carente de emoción. Cortez, pero no cálido.

“Debía hacerlo.”

“¿En serio?”

“Mi padre estaba preocupado,” dijo ella. Esa era su piedra, a pesar de que la autoridad del hombre se exhibía alrededor, en su casa y en sus objetos. Noemí era una Taboada, enviada por el mismísimo Leocadio Taboada.

“Como intenté explicarle, no hay por qué alarmarse.”

“Catalina dijo que tuvo tuberculosis. Pero no creo que eso explique toda su carta.”

“¿Tú viste esa carta? ¿Qué decía exactamente?” preguntó Virgil, inclinándose hacia adelante. Su voz seguía siendo fría, pero ahora él se mostraba alerta.

“No la sé de memoria. Fue suficiente para que él me pidiera que venga.”

“Ya veo.”

Él cambió la copa de mano, mientras el fuego chisporroteaba y crujía. Volvió a recostarse sobre el respaldo. Era apuesto. Como una escultura. Su cara, más que piel y huesos, bien podría haber sido una máscara de muerte.

“Catalina no estaba bien. Tuvo fiebres muy altas. Envió esa carta en medio de su enfermedad.”

“¿Quién la está tratando?”

“¿Perdón?” replicó él.

“Alguien debe estar tratándola. ¿Florence es tu prima?”

“Sí.”

“Bueno, tu prima Florence le da su medicina. Tiene que haber algún doctor.”

Él se puso de pie y aferró un atizador, removiendo los leños. Una chispa voló por el aire y aterrizó sobre un mosaico percudido por el tiempo, rajado por la mitad.

“Hay un doctor. Su nombre es Arthur Cummins. Ha sido nuestro médico por muchos años. Confiamos plenamente en el Dr. Cummins.”

“¿Y él no considera que el comportamiento de Catalina ha sido inusual, incluso con tuberculosis?”

Virgil sonrió. “Inusual. ¿Tú tienes conocimientos de medicina?”

“No. Pero mi padre no me envió aquí porque pensase que todo esto fuese usual.

“No, tu padre mencionó psiquiatras en la primera oportunidad que tuvo. Sólo escribe sobre eso, una y otra vez,” dijo Virgil desdeñosamente. Eso la irritó, el escucharlo hablar así de su padre, como si fuese alguien malvado e injusto.

“Voy a hablar con el doctor de Catalina,” respondió Noemí, tal vez con más dureza de la debida, lo que hizo que él devolviese el atizador a su soporte con un movimiento rápido y preciso del brazo.

“Veo que estamos exigiendo.”

“No diría exactamente ‘exigiendo’. Más bien, preocupada,” contestó ella, cuidando de sonreír para demostrarle que en realidad era un simple asunto que podía ser resuelto fácilmente; y debió funcionar, porque él asintió.

“Arthur pasa todas las semanas. Estará aquí el jueves para ver a Catalina y a mi padre.”

“¿Tu padre también está enfermo?”

“Mi padre es viejo. Sufre los padecimientos que el tiempo otorga a todos los hombres. Si puedes esperar hasta entonces, podrás hablar con Arthur.”

“No tengo intenciones de irme todavía.”

“Dime, ¿cuánto tiempo piensas quedarte con nosotros?”

“No demasiado, espero. Lo suficiente para descubrir si Catalina me necesita. Estoy segura de que puedo hallar alojamiento en el pueblo si soy una molestia.”

“Es un pueblo muy pequeño. No hay hotel, ni siquiera una posada. No, tú te quedarás aquí. No es mi intención espantarte. Supongo que desearía que hubieses venido por otras razones.”

Ella no había creído que hubiese hotel, si bien habría estado feliz de encontrar uno. La casa era deprimente, al igual que todos sus ocupantes. Era fácil creer que una mujer podría enfermarse rápidamente en un lugar como ese.

Le dio un sorbo a su vino. Era el mismo brebaje oscuro que había probado en el comedor, dulce y fuerte.

“¿Tu habitación es satisfactoria?” preguntó Virgil, aliviando su tono a un registro algo más cordial. Ella no era, tal vez, su enemiga.

“Está bien. Es raro no tener electricidad, pero nadie se murió por falta de bombillos.”

“Catalina piensa que las velas son románticas.”

Noemí supuso que eso era verdad. Era la clase de cosas que impresionaban a su prima: una vieja casa en la colina, con niebla y luz de luna, como salida de una novela gótica. Cumbres borrascosas y Jane Eyre, ese tipo de libros gustaban a Catalina. Moros y telarañas. También castillos, y madrastras malvadas que obligaban a las princesas a comer manzanas envenenadas, oscuras hadas maldiciendo doncellas y hechiceros que convertían en bestias a caballeros apuestos. Noemí prefería saltar de fiesta en fiesta durante los fines de semana y andar en convertibles.

Entonces quizás, a fin de cuentas, esta casa iba bien para Catalina. ¿Habría sido solo un poco de fiebre? Noemí sostenía la copa entre las mano, deslizando el pulgar por el costado.

“Déjame servirte más,” dijo Virgil interpretando el papel de un anfitrión atento.

Esa bebida la afectaba. Ya la había inducido al sueño, y pestañeó cuando él habló. Las manos del hombre rozaron las suyas cuando hizo el gesto de rellenar la copa, pero ella negó con la cabeza. Conocía sus límites, y los respetaba a rajatabla.

“No, gracias,” dijo, dejando la copa a un lado y levantándose de su asiento, que había resultado más cómodo de lo que ella pensaba.

“Insisto.”

Ella negó graciosamente, suavizando la negación con ese efectivo truco. “Cielos, no. Voy a declinar tu oferta, envolverme en una frazada y dormirme.”

El rostro de Virgil aún era lejano, si bien ahora parecía imbuido de más vitalidad mientras la examinaba muy cuidadosamente. Había cierto brillo en sus ojos. Había encontrado un objeto interesante; alguno de los gestos o palabras de la muchacha le habían parecido una novedad. Ella pensó que su negación era lo que lo había divertido. Se notaba que él no estaba acostumbrado a ser rechazado. Pero a fin de cuentas muchos hombres eran iguales.

“Puedo acompañarte hasta tu habitación,” ofreció, delicado y galante.

Subieron juntos las escaleras, él sosteniendo una lámpara de aceite pintada a mano con patrones de enredaderas, lo que provocaba que la luz arrojada por ella fuese esmeralda y pintase los muros de un tono extraño: las cortinas de terciopelo se veían verdes. En alguna de sus historias, Catalina le había dicho que el Kublai Khan ejecutaba a sus enemigos asfixiándolos con almohadones de terciopelo para que no hubiese sangre. Ella pensó que esa casa, con todas sus telas y trapos y borlas, podía sofocar a un ejército entero.


miércoles, 3 de febrero de 2021

MEXICAN GOTHIC en español - Capítulo 2

 



2

 

Cuando Noemí era niña y Catalina le leía cuentos de hadas, solía mencionar “el bosque”, ese lugar donde Hansel y Gretel arrojaban sus migajas de pan o donde Caperucita Roja se encontraba con un lobo. Al crecer en una gran ciudad, a Noemí no se le ocurrió hasta mucho más tarde que los bosques eran lugares reales que podían ser hallados en un atlas. Su familia vacacionaba en Veracruz, en la casa junto al mar de su abuela, sin árboles altos a la vista. Incluso cuando creció, en su imaginación el bosque continuó siendo una imagen entrevista en un libro de cuentos por una niña, con trazos delineados en carbonilla y manchas coloridas y brillantes en el medio.

Por lo tanto, le llevó un tiempo darse cuenta de que se estaba dirigiendo al interior de un bosque, puesto que El Triunfo estaba encaramado en la ladera de una alta montaña alfombrada por coloridas flores silvestres y cubierta densamente con pinos y robles. Noemí avistó ovejas pastando en los alrededores y cabras aventurándose en riscos empinados. La plata le había dado sus riquezas a la región, pero el sebo de estos animales habían ayudado a iluminar las minas, y había muchas de ellos. Todo era muy bonito.

Sin embargo, cuanto más se acercaba y subía el tren hacia El Triunfo, más cambiaba el bucólico paisaje y Noemí reconsideró la idea que se había hecho de él. Profundos barrancos cortaban el terreno, y crestas escarpadas asomaban fuera de la ventana. Lo que habían sido encantadores riachuelos se transformaron en fuertes y torrentosos ríos, que significarían la perdición para cualquiera que fuese arrastrado por sus corrientes. En la base de las montañas los granjeros cuidaban arboledas y campos de alfalfa, pero aquí no habían tales cultivos; solo las cabras trepando y bajando por las piedras. La tierra mantenía ocultas sus riquezas, sin mostrar ningún árbol frutal.

El aire se hizo más delgado mientras el tren luchaba por subir la montaña hasta que tartamudeó y se detuvo.

Noemí tomó sus maletas. Trajo dos de ellas y estuvo tentada de empacar también su baúl favorito, aunque a último momento decidió que sería muy incómodo. A pesar de esta decisión, las maletas eran grandes y pesadas.

La estación de trenes no se encontraba demasiado atareada y apena era una estación en absoluto, solo un edificio solitario con forma de cuadrado con una mujer adormilada detrás de la boletería. Tres niños pequeños perseguían a otro alrededor de la estación, jugando a la tocadita, y ella les ofreció unas monedas si la ayudaban a bajar su equipaje. Lo hicieron contentos. Lucían mal alimentados, y ella se preguntó cómo se las arreglarían los habitantes del pueblo ahora que la mina estaba cerrada y solo las cabras ofrecían la oportunidad de hacer algún tipo de comercio.

Noemí estaba preparada para el frío de la montaña. El elemento inesperado fue entonces la fina niebla que la recibió esa tarde. Ella la observó con curiosidad mientras se ajustaba el sombrero de calota verde azulado con la larga piel amarilla y echaba vistazos hacia la calle, buscando su transporte, con el cual difícilmente podría confundirse. Había un solo automóvil estacionado frente a la estación, un vehículo ridículamente grande que le hizo pensar en las ostentosas estrellas de cine mudo de dos o tres décadas atrás; el tipo de automóvil que su padre podría haber conducido en su juventud para mostrar su riqueza.

Pero el vehículo frente a ella era anticuado, estaba sucio y necesitaba un trabajo de pintura. Por lo tanto no era realmente el tipo de automóvil que usaría una estrella de cine en esos días, sino que parecía una reliquia que había sido limpiada a las apuradas y arrastrada a la calle.

Ella pensó que el conductor haría juego con el auto y esperó encontrarse con un hombre anciano detrás del volante, pero salió un joven de más o menos su misma edad con un saco de corderoy. Era rubio y pálido (ella no creía que alguien pudiese ser tan pálido; por Dios, ¿es que nunca salía al sol?), de mirada insegura, su boca estirada para formar una sonrisa o un saludo.

Noemí les pagó a los niños que la habían ayudado con el equipaje, y luego se adelantó y extendió su mano.

“Soy Noemí Taboada. ¿Lo ha enviado el señor Doyle?” preguntó.

“Sí, el tío Howard dijo que la buscase,” respondió él, estrechando débilmente su mano. “Soy Francis. ¿Tuvo un viaje placentero? ¿Esas son sus cosas, señorita Taboada? ¿Puedo ayudarla con ellas?” preguntó en rápida sucesión, como si prefiriese terminar todas las oraciones con signos de interrogación en vez de comprometerse con declaraciones definidas.

“Puede llamarme Noemí. Señorita Taboada suena demasiado pretencioso. Ese es todo mi equipaje y sí, me encantaría que me diese una mano.”

Él levantó ambas maletas y las puso en el baúl, luego rodeó el auto y le abrió la puerta a ella. El pueblo, como la muchacha pudo ver desde su ventanilla, estaba salpicado de calles sinuosas, casas coloridas con macetas de flores en las ventanas, robustas puertas de madera, largas escaleras, una iglesia, y todos los detalles que cualquier guía turística llamaría “pintorescos”.

A pesar de esto, resultaba evidente que El Triunfo no aparecería en ninguna guía turística. Tenía el aire mustio de un lugar que ha sido olvidado. Las casas eran coloridas, sí; pero los colores estaban descascarados en la mayoría de los muros, algunas puertas estaban destartaladas, la mitad de las macetas tenían las flores marchitas, y el pueblo mostraba pocos signos de actividad.

Eso no era algo inusual. Muchos antiguos emplazamientos mineros que habían extraído la plata y el oro durante la colonia interrumpieron su actividad cuando estalló la Guerra de Independencia. Más tarde, los ingleses y franceses fueron bien recibidos durante la tranquilidad del Porfiriato, llenándose los bolsillos con las riquezas minerales. Pero la Revolución acabó con este segundo boom. Había muchos enclaves como El Triunfo donde uno podía ver finas capillas construidas cuando había dinero y gente; lugares donde la tierra nunca más escupiría riquezas de su vientre.

Aun así los Doyle se quedaron en esta tierra, cuando muchos otros ya se habían marchado hacía tiempo. Tal vez, pensó ella, habían aprendido a amarla, a pesar de que no se había visto demasiado impresionada ya que era un paisaje escarpado y abrupto. No se parecía en nada a las montañas de sus libros infantiles, donde los árboles lucían hermosos y las flores crecían a la vera del camino; no parecía el lugar encantado en el que Catalina había dicho que viviría. Al igual que el viejo auto que había recogido a Noemí, el pueblo se aferraba a las heces del esplendor.

Francis subió por un camino estrecho que trepaba profundo en las montañas, el aire se hacía más crudo, la niebla se intensificaba. Ella se frotó las manos.

“¿Es muy lejos?” preguntó.

Otra vez, él pareció inseguro. “No tanto,” dijo Francis lentamente, como si estuviesen discutiendo un asunto que debía ser tratado con mucho cuidado. “El camino está malo, sino iría más rápido. Hace mucho, cuando la mina estaba abierta, todos los caminos de por aquí estaban en buen estado, incluso cerca de High Place.”

“¿High Place?”

“Así llamamos a nuestra casa. Y detrás de ella, el cementerio inglés.”

“¿En realidad es muy inglés?” dijo ella sonriendo.

“Sí,” replicó él, usando ambas manos para aferrar el volante con una fuerza que ella no hubiese imaginado por su delgada contextura.

“¿Oh?” dijo ella, esperando algo más.

“Ya lo verá. Es muy inglés. Mmm, eso es lo que quería el tío Howard, un pedazo de Inglaterra. Incluso trajo tierra europea hasta aquí.”

“¿Usted cree que él sufría un caso extremo de nostalgia?”

“Así es. Podría decirle además que no hablamos español en High Place. Mi tío abuelo no sabe una palabra, Virgil lo habla apenas, y mi madre no se atrevería a formar una frase. ¿Su... su inglés es bueno?”

“Lecciones diarias desde que tenía seis,” dijo ella, cambiando del español al inglés. “no voy a tener problemas.”

Los árboles fueron haciéndose cada vez más cerrados, y bajo las ramas estaba oscuro. Ella no era amante de la naturaleza, en realidad. La última vez que había estado cerca de un bosque había sido en aquella excursión al Desierto de los Leones cuando salieron a cabalgar y su hermano y sus amigos decidieron practicar tiro con unas latas. Eso había sido dos, quizás tres años antes. Este lugar no se comparaba a aquel. Aquí era mucho más salvaje.

Ella se encontró calculando cuidadosamente la altura de los árboles y la profundidad de los precipicios. Ambas eran considerables. La niebla se hizo más densa, haciéndola contraerse, temiendo caer montaña abajo si tomaban un giro equivocado. ¿Cuántos mineros ávidos de plata habrían caído por un risco? La montaña ofrecía riquezas minerales y una muerte rápida. Pero Francis parecía seguro en su tarea, si bien sus palabras eran vacilantes. A ella en general no le gustaban los hombres tímidos (la sacaban de quicio) pero qué importaba. No había ido a verlo a él ni a ningún otro miembro de su familia.

“En fin, ¿quién ere tú?” preguntó ella, comenzando a tutearlo para distraer sus pensamientos de los precipicios y los choques de autos contra árboles.

“Francis.”

“Bueno, sí, ¿pero eres el primo pequeño de Virgil? ¿El tío perdido hace tiempo? ¿Otra oveja negra de la que deba saber?”

Ella habló en esa manera graciosa que le gustaba, la que solía usar en fiestas de cocteles, y que siempre lograba acercarla a la gente; y él reaccionó como ella esperaba, sonriendo un poco.

“Primo segundo. Él es un poco mayor que yo.”

“Nunca entendí eso. Primero, segundo, tercero. ¿Quién lleva la cuenta? Siempre pensé que si vienen a mi fiesta de cumpleaños estamos emparentados y eso es todo, no hay necesidad de sacar a relucir el árbol genealógico.”

“Eso simplifica todo, ciertamente,” dijo él. Ahora su sonrisa era real.

“¿Eres un buen primo? Yo odiaba a mis primos varones cuando era pequeña. Siempre me aplastaban la cabeza contra la torta en mi fiesta aunque yo no quisiese hacer eso de la mordida.”

“¿Mordida?”

“Sí. Se dice que debes darle un mordisco a la torta antes de que la corten, pero siempre alguien te entierra la cabeza en ella. Supongo que no tuviste que soportar esas cosas en High Place.”

“No hay muchas fiestas en High Place.”

“El nombre debe ser una descripción literal,” musitó ella, porque seguían subiendo. ¿Acaso ese camino no tenía fin? Las ruedas del auto crujieron sobre una rama de árbol caída, y luego otra.

“Sí.”

“Nunca estuve en una casa con nombre. ¿Quién hace eso en estos días?”

“Somos anticuados,” murmuró el muchacho.

Noemí espió al joven con escepticismo. Su madre habría dicho que necesitaba hierro en su dieta y un buen corte de carne. Guiándose por esos delgados dedos, él se sustentaba a base de gotas de rocío y miel, y el tono de su voz tendía al susurro. Virgil le había parecido mucho más físico que este muchacho, mucho más presente. Más grande, también, como había indicado Francis. Virgil tenía treinta y algo; ella había olvidado la edad exacta.

Golpearon una roca o algún tipo de obstáculo en el camino. Noemí dejó escapar un irritado “auch.”

“Perdón por eso,” dijo Francis.

“No creo que sea tu culpa. ¿Esto siempre está así?” preguntó ella. “Es como manejar en un bol de leche.”

“Esto no es nada,” dijo con una risita. Bueno. Al menos él estaba tranquilo.

Luego, de repente, se encontraron emergiendo en un claro, y la casa pareció desprenderse de la niebla con para recibirlos con brazos ansiosos. ¡Era tan extraña! Se veía absolutamente victoriana en la construcción, con las tejas rotas, la ornamentación elaborada y los ventanales sucios. Ella jamás había visto algo así en la vida real; era terriblemente distinta de su moderna casa, los apartamentos de sus amigos o las casas coloniales con fachadas de tezontle colorado.

La casa se cernía sobre ellos como una gran gárgola silenciosa. Habría parecido amenazadora, evocando imágenes de fantasmas y lugares embrujados, de no haber estado tan deteriorada, con un par de persianas rotas, el porche de ébano rechinando mientras subían los escalones hacia la puerta, la cual se completaba con una aldaba de plata en forma de puño colgando de un círculo.

Es el caparazón abandonado de un caracol, se dijo a sí misma, y pensar en caracoles le trajo recuerdos de su infancia jugando en el patio de su casa, removiendo las plantas para ver los cascarones circulares mientras intentaban esconderse de nuevo. O alimentando las hormigas con cubos de azúcar, a pesar de las advertencias de su madre. También el dulce gatito atigrado que dormía bajo las buganvilias y se dejaba acariciar pacientemente por los niños. Ella no creía que tuviesen un gato en esta casa, ni canarios piando alegremente en sus jaulas que ella pudiese alimentar por las mañanas.

Francis sacó una llave y abrió la pesada puerta. Noemí entró al hall principal, lo que le dio una vista inmediata de una gran escalera de caoba y roble con una ventana redonda y esmerilada en el segundo descanso. La ventana arrojaba sombras de rojos, azules y amarillos sobre una desvaída alfombra verde, y habían dos grabados de ninfas (uno en la base de la escalera junto al poste, otro junto a la ventana) que se erigían como guardianes silenciosos de la casa. Al lado de la entrada había habido una pintura o un espejo en la pared, y su contorno ovalado era aún visible contra el empapelado, como una solitaria huella dactilar en la escena de un crimen. Sobre sus cabezas colgaba una araña de nueve brazos, con los cristales oscurecidos por el tiempo.

Una mujer estaba bajando por las escaleras, deslizando la mano izquierda por el barandal. No era vieja, y aunque tenía trazos plateados en el cabello, su cuerpo era demasiado recto y ágil como para pertenecer a una anciana. Pero el severo vestido gris y la dureza de sus ojos le añadía años que no representaba en la carne de su cuerpo.

“Madre, ella es Noemí Taboada,” dijo Francis mientras comenzaba a subir con el equipaje de Noemí.

Noemí lo siguió, sonriendo y ofreciendo su mano a la mujer, quien la miró como si sostuviese un pescado podrido. En vez de estrecharle la mano, la mujer se dio vuelta y comenzó a subir las escaleras.

“Un placer conocerla,” dijo la mujer dándole la espalda a Noemí. “Soy Florence, la sobrina del señor Doyle.”

Noemí sintió deseos de burlarse pero se mordió la lengua y simplemente se deslizó junto a Florence, ajustándose a su paso.

“Gracias.”

“Yo dirijo High Place, y por lo tanto si necesita algo debe acudir a mí. Aquí hacemos las cosas de cierto manera, y esperamos que usted siga las reglas.”

“¿Y cuáles son esas reglas?” preguntó ella.

Pasaron junto a la ventana de vidrio esmerilado, la cual presentaba una flor brillante y estilizada, según pudo notar Noemí. Se había usado óxido de cobalto para crear el azul de los pétalos. Ella sabía esas cosas. El negocio de la pintura, como decía su padre, la había provisto de un infinito arsenal de conocimientos químicos, los cuales ella ignoraba en su mayoría y que, a pesar de todo, quedaban atrapados en su cabeza como una canción molesta.

“La regla más importante es que somos un grupo silencioso y privado,” estaba diciendo Florence. “Mi tío, el señor Howard Doyle, es muy viejo y pasa la mayor parte del tiempo en su recámara. No debe molestarlo. Segundo, yo soy la encargada de cuidar a su prima. Necesita mucho descanso, así que tampoco debe importunarla innecesariamente. No merodeé lejos de la casa por cuenta propia; es fácil perderse y la región está plagada de barrancos.”

“¿Algo más?”

“No vamos al pueblo muy a menudo. Si tiene algún asunto allí, debe avisarme y yo haré que Charles la lleve.”

“¿Quién es él?”

“Uno de los miembros del personal. Por estos días es un personal muy reducido: tres personas. Han servido a la familia por muchos años.”

Recorrieron un pasillo alfombrado, con retratos ovalados y oblongos al óleo decorando los muros. Los rostros de los Doyle muertos hacía mucho tiempo observaron a Noemí desde otro tiempo, mujeres con bonetes y pesados vestidos, hombres con galeras, guantes y expresiones adustas. La clase de gente que podría reclamar un escudo familiar. Pálidos, rubicundos, como Francis y su madre. Una cara se parecía a la otra. Ella no podría haberlas diferenciado ni aun mirando de cerca.

“Esta será su habitación,” dijo Florence una vez que llegaron una puerta con un picaporte decorativo de cristal. “Debería advertirle que en esta casa no se fuma, en el caso de que participe de ese particular vicio,” agregó la mujer mirando el coqueto bolso de mano de Noemí, como si pudiese ver a través de él y encontrar su paquete de cigarrillos.

Vicio, pensó Noemí y recordó a las monjas que se habían encargado de su educación. Ella había aprendido a rebelarse mientras rezaba el rosario.

Noemí entró al dormitorio y se fijó en la antigua cama de cuatro postes, que parecía salida de una historia gótica; incluso tenía cortinas que uno podía cerrar, aislándose del mundo. Francis dejó las maletas junto a una angosta ventana (esta era colorida; los extravagantes paneles esmerilados no se extendían a los cuartos privados) mientras Florence señalaba el armario con su provisión de frazadas extras.

“Estamos alto en la montaña. Aquí es muy frío,” dijo. “Espero que haya traído un suéter.”

“Tengo un rebozo.”

La mujer abrió un cofre al pie de la cama, extrajo unas velas y uno de los candelabros más feos que Noemí había visto en su vida, todo plateado, con un querubín colgando de la base. Luego cerró el cofre, dejando el contenido encima de él.

“La luz eléctrica fue instalada en 1909. Justo antes de la revolución. Pero en las cuatro décadas siguientes se hicieron pocas reformas. Tenemos un generador, y puede producir energía suficiente para el refrigerador o para unas pocas lámparas. Pero está lejos de iluminar toda esta casa. En consecuencia, nos arreglamos con velas y lámparas de aceite.”

“No sabría cómo usar una lámpara de aceite,” dijo Noemí con una risita. “Nunca he salido de campamento.”

“Incluso un simple puede entender los principios básicos,” dijo Florence, y continuó hablando sin darle a Noemí la chance de contestar. “La caldera a veces es vacilante y bajo ninguna circunstancia la gente joven debería darse duchas calientes; un simple baño le bastará. No hay hogar en esta habitación, pero escaleras abajo encontrará uno muy grande. ¿He olvidado algo, Francis? No, muy bien.”

La mujer miró a su hijo, pero tampoco le dio tiempo de responder. Noemí dudo que mucha gente tuviese la oportunidad de decir una palabra con ella cerca.

“Me gustaría hablar con Catalina,” dijo Noemí.

Florence, quien debió pensar que ese era el fin de la conversación, ya tenía una mano en el picaporte.

“¿Hoy?” preguntó la mujer.

“Sí.”

“Es casi hora de su medicación. No seguirá despierta después de tomarla.”

“Quiero unos minutos con ella.”

“Madre, vino desde muy lejos,” dijo Francis.

La interjección del muchacho pareció tomar por sorpresa a la mujer. Florence alzó una ceja hacia el joven y juntó las manos.

“Bien, supongo que en la ciudad tienen una noción distinta del tiempo, corriendo de un lugar a otro,” dijo. “Si debe verla de inmediato, entonces venga conmigo. Francis, ¿por qué no vas a ver si el tío Howard nos acompañará en la cena? No quiero sorpresas.”

Florence guio a Noemí por otro largo pasillo hasta una habitación con otra cama de cuatro postes, una mesa de vestir adornada con un espejo de tres alas y un armario lo suficientemente grande como para alojar un pequeño ejército. Aquí, el empapelado era de un azul aguado con un patrón floral. Pequeñas pinturas de paisajes adornaban las paredes, imágenes costeras de grandes acantilados y playas solitarias, pero no eran vistas locales. Era Inglaterra, seguramente, preservada en óleos y marcos de plata.

Había una silla acomodada junto a una ventana. Catalina estaba sentada en ella. Se encontraba mirando afuera y no giró cuando la mujer entró en la habitación. Su cabello castaño estaba recogida en la nuca. Noemí se había preparado para encontrarse con una extraña acosada por la enfermedad, pero Catalina no lucía mucho más diferente de cuando vivía en Ciudad de México. Su apariencia de ensueño quizás se veía ahora amplificada por la decoración, pero ese era todo el cambio.

“Ella debe tomar su medicina dentro de cinco minutos,” dijo Florence, consultando su reloj de pulsera.

“Entonces usaré esos cinco minutos.”

La mujer mayor no pareció feliz, pero se fue. Noemí se aproximó a su prima. La joven mujer no la había mirado; seguía extrañamente inmóvil.

“¿Catalina? Soy yo, Noemí.”

Puso delicadamente una mano sobre el hombro de su prima, y solo entonces Catalina miró a Noemí. Sonrió lentamente.

“Noemí, viniste.”

Ella se paró frente a Catalina asintiendo. “Sí. Padre me ha enviado para que vea cómo estás. ¿Cómo te sientes? ¿Qué está pasando?”

“Me siento fatal. Tuve fiebre, Noemí. Tengo tuberculosis, pero ya estoy mejorando.”

“Nos escribiste una carta, ¿recuerdas? Contaste cosas extrañas en ella.”

“No recuerdo bien todo lo que escribí,” dijo Catalina. “Tenía mucha temperatura.”

Catalina era cinco años mayor que Noemí. No es una gran brecha de edad, pero resultó lo suficiente como para que de niño Catalina asumiese un rol maternal. Noemí recordaba muchas tardes compartidas con Catalina haciendo manualidades, creando vestidos para muñecas de papel, yendo al cine, escuchando sus cuentos de hadas. Se sentía raro el verla así, apática, dependiendo de otros cuando todos antes habían dependido de ella. A Noemí no le gustó para nada.

“La carta puso muy nervioso a mi padre,” dijo Noemí.

“Lo siento, querida, no debería haber escrito. Probablemente tengas muchas cosas que hacer en la ciudad. Tus amigos, tus clases, y ahora estás aquí porque escribí insensateces en un papel.”

“No te preocupes. Yo quería venir a verte. Hace una eternidad que no nos vemos. Para ser honesta, yo creí que tú estabas por venir a visitarnos.”

“Sí,” dijo Catalina. “Sí, pensé lo mismo. Pero es imposible salir de esta casa.”

Catalina estaba pensativa. Sus ojos, charcos color avellana de aguas estancadas, se hicieron más vacíos, y su boca se abrió como si se estuviese preparando para hablar, pero no lo hizo. En vez de eso respiró profundo, contuvo el aliento, y luego giró la cabeza y tosió.

“¿Catalina?”

“Es hora de tu medicina,” dijo Florence, irrumpiendo en la habitación con una botella de vidrio y una cuchara en la mano. “Ahora ven.”

Catalina bebió obedientemente la cucharada de medicina, luego Florence la ayudó a meterse en la cama, cubriéndola con los cobertores hasta la barbilla.

“Vamos,” dijo Florence. “Ella necesita descansar. Usted podrá seguir hablando mañana.”

Catalina asintió. Florence acompañó a Noemí de vuelta a su recámara, dándole una breve descripción de la casa (la cocina estaba en esa dirección, la biblioteca en esa otra) y le dijo que la cena estaría servida a las siete. Noemí desempacó, puso su ropa en el armario y se dirigió al baño para refrescarse. Había una antigua bañera, un botiquín de baño y rastros de molduras en el techo. Muchas baldosas alrededor de la bañera estaban rotas, pero sobre un taburete de tres patas habían dejado toallas nuevas, y una bata que parecía limpia colgaba de un gancho.

Ella probó el interruptor de la luz en la pared, pero la iluminación no funcionó. En su habitación, Noemí no pudo encontrar ni una sola lámpara con bombillo, aunque había un tomacorriente. Se dio cuenta de que Florence no bromeaba cuando habló de las velas y las lámparas de aceite.

Abrió su bolso y rebuscó hasta encontrar sus cigarrillos. Una tacita decorada con cupidos semidesnudos que había en la mesa de noche sirvió como cenicero improvisado. Tras dar un par de caladas, se acercó a la ventana para evitar las quejas de Florence acerca del olor. Pero la ventana no se abría.

Se quedó parada, mirando afuera a la niebla.


 


lunes, 1 de febrero de 2021

MEXICAN GOTHIC en español - Capítulo 1

 


La novela ganadora del premio Goodreads 2020 para el género de horror ya está aquí, por primera vez traducida al español. Narra la historia de Noemí Taboada, una muchacha de veintipico de años perteneciente a la alta sociedad del México de los '50, algo malcriada y rebelde pero muy enérgica, quien es enviada por su padre a la remota mansión donde su prima Catalina vive con su flamante esposo, Virgil Doyle, y su misteriosa familia política. El motivo de la visita es ver qué sucede con Catalina, pues esta le ha enviado una carta muy perturbadora en la que asegura ser prisionera  de los misteriosos Doyle y estar siendo acosada por presencias oscuras y aterradoras que viven entre las paredes de la mansión.

Esta historia cuenta con todos los elementos de la literatura gótica (una heroína en apuros, una mansión algo arruinada, oscura y tenebrosa, paisajes inhóspitos acosados por la niebla y la lluvia, historias familiares trágicas, sueños terroríficos...), con un novedoso giro en lo argumental que la acerca a temas más en boga durante el siglo XX. 

El éxito del libro ya le garantizó una miniserie en Hulu, por lo que seguramente será traducido pronto a nuestro idioma. Pero si quieres saber de qué va e ir adelantándote un poco para tener una idea de qué te espera, aquí publicaré los primeros tres capítulos así puedes presumir frente a tus amigas y amigos de que los leíste antes que ellxs :-)

Y si realmente no puedes esperar a que salga la traducción oficial, en mi cuenta de Patreon encontrarás el libro completo. Dale, copate y convertite en mi mecenas. No te vas a arrepentir.


GÓTICO MEXICANO

 

1

Las fiestas en la casa de los Tuñón siempre terminaban invariablemente tarde, y como los anfitriones disfrutaban especialmente de las fiestas de disfraces, no era raro ver llegar a Chinas Poblanas, con sus trajes típicos y lazos en el cabello, en compañía de un arlequín o un vaquero. Sus chóferes, en vez de esperar innecesariamente afuera de la casa de los Tuñón, habían organizado sus noches. Se iban a comer tacos en algún puesto callejero o incluso visitaban alguna sirvienta que trabajase en una de las casas cercanas, un cortejo tan delicado como cualquier melodrama victoriano. Algunos de los choferes se reunían, compartiendo cigarrillos e historias. Un par de ellos dormían. Después de todo, sabían perfectamente que nadie abandonaría la fiesta hasta pasadas la una A.M.

Por lo tanto, la pareja que salió a las diez P.M. rompió la regla. Para peor, el conductor se había ido a comer y no se lo podía localizar. El joven lucía consternado, intentando decidir qué haría a continuación. Se había calzado una cabeza de caballo hecha de papel maché, una elección de la que ahora se arrepentía pues deberían cruzar la ciudad con ese incómodo objeto de utilería. Noemí le había advertido que quería ganar el concurso de disfraces, derrotando a Laura Quezada y a su galán, por lo que él se había tomado un trabajo que ahora se veía como fuera de lugar, pues su compañera no se había vestido como dijo que lo haría.

Noemí Taboada había prometido que alquilaría un atuendo de jinete, que completaría con una fusta. Se suponía que sería una elección astuta y ligeramente escandalosa, puesto que había oído que Laura iría disfrazada de Eva, con una serpiente alrededor del cuello. A último momento, Noemí cambió de parecer. El disfraz de jinete era feo y le raspaba la piel. Así que, en su lugar, se puso un vestido verde con apliques de flores blancas y ni se molestó en avisarle a su cita acerca del cambio.

“¿Y ahora qué?”

“Son tres manzanas hasta la gran avenida. Allí encontraremos un taxi,” le dijo a Hugo. “Oye, ¿tienes un cigarrillo?”

“¿Cigarrillo? Ni siquiera sé dónde tengo la billetera,” replicó Hugo, tanteando la chaqueta con una mano. “Además, ¿no tienes siempre cigarrillos en tu bolso? Si no te conociese mejor, diría que eres tacaña y no quieres comprarlos.”

“Es mucho más divertido cuando un caballero le ofrece un cigarrillo a una dama.”

“Esta noche no te puedo ofrecer ni una pastilla de menta. ¿Habré olvidado la billetera en la casa?”

Ella no contestó. Hugo tenía problemas para cargar la cabeza de caballo bajo el brazo. Casi se le cae cuando llegaron a la avenida. Noemí levantó un esbelto brazo y llamó a un taxi. Una vez dentro del auto, Hugo pudo dejar el mamotreto en el asiento.

“Podrías haberme avisado que no necesitaba traer esto,” murmuró, advirtiendo la sonrisa del conductor y suponiendo que se estaba riendo de él.

“Te ves adorable cuando estás irritado,” contestó ella, abriendo su bolso de mano y buscando sus cigarrillos.

Hugo también se veía como un Pedro Infante joven, lo cual constituía gran parte de su atractivo. En cuanto al resto (personalidad, estatus social e inteligencia), Noemí no se había detenido demasiado a considerarlo. Cuando ella deseaba algo, simplemente lo quería; y en los últimos tiempos había deseado a Hugo, aunque ahora que ya había captado su atención, era probable que lo abandonase.

Cuando llegaron a la casa de ella, Hugo se estiró y le aferró la mano.

“Dame un beso de buenas noches.”

“Estoy apurada, pero puedes quedarte con un poco de mi lápiz labial,” replicó ella, tomando el cigarrillo y poniéndoselo en la boca.

Hugo se alejó de la ventanilla frunciendo el ceño mientras Noemí corría hacia su casa, cruzaba el patio interno y entraba directamente en la oficina de su padre. Al igual que el resto de la propiedad, la oficina estaba decorada con un estilo moderno, que parecía poner en evidencia lo reciente de la fortuna de sus ocupantes. El padre de Noemí nunca fue pobre, pero  había convertido una pequeña y discreta empresa de tintes químicos en una fortuna. Sabía lo que quería y no temía mostrarlo: colores llamativos y líneas rectas. Sus sillas estaban tapizadas con un vibrante rojo, y plantas exuberantes agregaban toques de verde en todas las habitaciones.

La puerta de la oficina estaba cerrada, y Noemí no se molestó en tocar, entrando como una brisa con los tacones de sus zapatos resonando sobre el parqué. Acarició con las yemas de los dedos una de las orquídeas que tenía en el cabello, y se sentó en la silla frente al escritorio de su padre con un profundo suspiro, arrojando su pequeño bolso en el suelo. Ella también sabía lo que quería, y ser llamada  temprano a casa no era una de esas cosas.

Su padre le había hecho señas con la mano de que entrase (sus tacones eran ruidosos y señalaban su llegada de forma tan segura como cualquier saludo) pero no la había mirado, concentrado como estaba, examinando unos documentos.

“No puedo creer que me hayas llamado a la casa de los Tuñón,” dijo ella, tirando de sus guantes blancos. “Ya sé que no estabas demasiado contento con Hugo…”

“Esto no se trata de Hugo,” replicó el padre, interrumpiéndola.

Noemí frunció el ceño. Sostuvo uno de los guantes en la mano derecha. “¿No?”

Ella había pedido permiso para ir a la fiesta, pero no había aclarado que lo haría con Hugo Duarte, y sabía lo que su padre pensaba de él. Le preocupaba que Hugo le pudiese proponerle matrimonio y que ella aceptase. Noemí no tenía intención de casarse con Hugo y se lo había aclarado a sus padres, pero Padre no le creía.

Noemí, como toda persona de sociedad, compraba en el Palacio de Hierro, se pintaba la boca con labial Elizabeth Arden, poseía un par de pieles muy finas, hablaba inglés con destacada facilidad, cortesía de las monjas del Monserrat (una escuela privada, por supuesto) y se esperaba que dedicase su tiempo a las ocupaciones gemelas del ocio y la caza de marido. En consecuencia, para su padre, cualquier actividad recreativa debe involucrar la adquisición de esposo. O sea que ella jamás debería divertirse solo por divertirse, sino como un medio para obtener un marido. Lo cual no habría constituido problema alguno si a Padre le hubiese gustado Hugo; pero este no era más que un simple arquitecto novato, y se esperaba que Noemí aspirase más alto.

“No, aunque más tarde hablaremos de eso,” dijo él, dejando confundida a Noemí.

Ella había estado bailando un tema lento cuando un sirviente le tocó el hombro y le preguntó si atendería una llamada del señor Taboada en el estudio, interrumpiendo su diversión. Supuso que Padre había descubierto que estaba con Hugo, querría separarlos y darle una advertencia. Si esa no era su intención, ¿de qué se trataba todo ese alboroto?

“No es nada malo, ¿cierto?” preguntó cambiando el tono de voz. Cuando estaba enojada, su voz sonaba más chillona y aniñada, en lugar del tono modulado que había perfeccionado en los últimos años.

“No lo sé.  No puedes revelar lo que voy a contarte. Ni a tu madre, ni a tu hermano, ni a ningún amigo, ¿entendido?” dijo su padre, mirándola fijamente hasta que ella asintió.

Él se recostó en su silla, juntando las manos frente al rostro, y también afirmó con la cabeza.

“Hace unas semanas recibí una carta de tu prima Catalina. En ella hacía serias acusaciones contra su esposo. Le escribí a Virgil para tratar de llegar al meollo de la cuestión.

“Virgil me respondió diciendo que Catalina había estado actuando erráticamente, pero que creía que estaba fingiendo. Nos seguimos escribiendo, yo insistiendo en que si Catalina estaba tan perturbada como parecía, lo mejor sería traerla a Ciudad de México para que la viese un profesional. Él no lo consideró necesario.”

Noemí se quitó el otro guante y lo dejó sobre el regazo.

“Hicimos una pausa. No creí qué fuese a insistir sobre el asunto, pero esta noche recibí un telegrama. Aquí está, léelo.”

Su padre tomó un papel del escritorio y se lo extendió a Noemí. Era una invitación para que ella visitase a Catalina. El tren no pasaba todos los días por el pueblo, pero los lunes sí lo hacía, y enviarían un chofer a la estación para recogerla.

“Quiero que vayas, Noemí. Virgil dice que ella ha estado pidiendo por ti. Por otro lado, creo que este es un asunto que será mejor manejado por una mujer. Tal vez no sean más que exageraciones y problemas maritales. Tu prima tiene cierta tendencia a ser melodramática. Podría estar buscando un poco de atención.”

“Si ese fuera el caso, ¿por qué nos incumben sus problemas maritales o su melodrama?” preguntó ella, aunque no le parecía justo que su padre llamase melodramática a Catalina. La muchacha había perdido ambos padres a una corta edad. Se podía esperar cierta inestabilidad.

“La carta de Catalina es muy extraña. Aseguraba que su esposo la estaba envenenando, y dijo que tenía visiones. No soy un experto, pero fue suficiente para que me pusiese a buscar algún buen psiquiatra.”

“¿Tienes la carta?”

“Sí, aquí está.”

A Noemí le costó entender las palabras, y más aún extraer algún sentido de ellas. La letra parecía inestable, descuidada.

 

… él está tratando de envenenarme. Esta casa está enferma de podredumbre, apesta a decadencia, aletea con cada sentimiento de maldad y crueldad. He intentado mantener la cordura, alejar estas tonterías, pero no puedo y a menudo me descubro perdiendo la noción del tiempo y los pensamientos. Por favor. Por favor. Ellos son crueles y malvados y no me dejarán ir. Yo trabo la puerta pero aun así vienen, susurran por las noches y tengo mucho miedo de estos muertos sin descanso, estos fantasmas, estas cosas incorpóreas. La serpiente mordiéndose la cola, el suelo inmundo bajo nuestros pies, los falsos rostros y las falsas lenguas, la red donde camina la araña haciendo vibrar las cuerdas. Yo soy Catalina Taboada. CATALINA. Cata, Cata ven a jugar. Te extraño Noemí. Ruego volver a verte. Debes venir a buscarme, Noemí. Debes salvarme. Por más que quiera, no puedo salvarme yo misma, y estoy atrapada, hilos como de acero a través de mi mente y de mi piel y eso está ahí. En las paredes. No me suelta así que debo pedirte que me liberes, que lo alejes de mí, que los detengas. Por amor de Dios…

Apresúrate,

Catalina

 

En los márgenes de la carta su prima había garabateado más palabras, números, círculos. Era desconcertante.

¿Cuándo fue la última vez que Noemí había hablado con Catalina? Debió haber sido hace meses, casi un año tal vez. La pareja había pasado la luna de miel en Pachuca, y Catalina la había llamado por teléfono y le había enviado un par de postales; pero después casi no habían tenido contacto, si bien seguían llegando telegramas por los cumpleaños de los miembros de la familia, en las fechas correctas del año. Seguramente llegó una carta de Navidad, porque había habido regalos navideños. ¿O fue Virgil quien había escrito la carta de Navidad? Había sido, en todo caso, una carta amable.

Todos suponían que Catalina estaba disfrutando de su flamante matrimonio y no tenía demasiadas ganas de escribir. También existía el hecho de que su nueva casa no tuviese teléfono, algo que no era inusual en el campo, y de todas maneras a Catalina no le gustaba escribir. Noemí, ocupada con sus obligaciones sociales y con la escuela, simplemente asumió que Catalina y su esposo eventualmente viajarían a Ciudad de México para visitarlos.

La carta que sostenía en la mano era, por lo tanto, inusual en todos los aspectos. Estaba escrita a mano, aunque Catalina prefería la máquina de escribir; era confusa, cuando Catalina solía ser precisa al escribir.

“Es muy extraña,” admitió Noemí. Había estado inclinada a pensar que su padre exageraba o estaba usando este incidente como una excusa oportuna para distraerla de Duarte, pero no parecía ser el caso.

“Como mínimo. Al verla, probablemente entiendas por qué le escribí a Virgil pidiéndole explicaciones. Y por qué me sorprendió inmediatamente que me acusase de ser una molestia.”

“¿Qué le escribiste, exactamente?” preguntó ella, temiendo que su padre hubiese sido poco educado. Era un hombre serio y podía ser malinterpretado por la gente debido a su brusquedad inintencional.

“Debes entender que no me gustaría poner a mi sobrina en un lugar como La Castañeda…”

“¿Eso dijiste? ¿Qué la meterías en el manicomio?”

“Lo mencioné como una posibilidad,” replicó su padre, levantando la mano. Noemí le devolvió la carta. “No es el único lugar, pero conozco a gente allí. Ella podría necesitar de atención profesional, atención que no encontrará en el campo. Y me temo que somos los únicos capaces de asegurar que sea bien atendida.”

“No confías en Virgil.”

Su padre soltó una risita seca. “Tu prima se casó muy rápido, Noemí, y, podría decirse, irreflexivamente. Ahora, soy el primero en admitir que Virgil Doyle parecía agradable, pero quién sabe si es de fiar.”

Tenía algo de razón. El compromiso de Catalina había sido escandalosamente breve, y ellos apenas habían tenido oportunidad de hablar con el novio. Noemí ni siquiera sabía con certeza cómo se habían conocido, solo sabían que a las pocas semanas Catalina estaba enviando las participaciones de su boda. Hasta ese momento, Noemí ni siquiera sabía que su prima tenía un enamorado. De no haber sido invitada a participar como uno de los testigos en el juzgado civil, Noemí dudaba de que se hubiese enterado siquiera que Catalina se había casado.

Ese secretismo y apuro no cayó bien en el padre de Noemí. Él organizó un desayuno de casamiento para la pareja, pero Noemí sabía que él estaba ofendido por el comportamiento de Catalina. Era otra de las razones por las que Noemí no se había preocupado ante la escasa comunicación de Catalina con la familia. Su relación era, por el momento, tirante. Ella suponía que todo se calmaría en algunos meses, que llegaría noviembre y Catalina iría a Ciudad de México con planes de salir de compras para Navidad, y todos estarían contentos. Tiempo, era solo una cuestión de tiempo.

“Tú debes creer que ella está diciendo la verdad y que él la maltrata,” concluyó la muchacha, intentando recordar su propia impresión del novio. Apuesto y educado fueron las dos palabras que le vinieron a la mente, pero también era cierto que apenas habían intercambiado unas pocas frases.

“Ella afirma, en la carta, que no solo él la está envenenando sino que hay fantasmas caminando por las paredes. Dime, ¿eso te parece un testimonio confiable?”

Su padre se paró y fue hacia la ventana, mirando afuera y cruzando los brazos. La oficina daba a los precios árboles de buganvilia de su madre, una explosión de colores ahora escondidos en la oscuridad.

“Ella no está bien, eso es lo que sé. También sé que si Virgil y Catalina se divorciasen, él no tendría dinero. Cuando se casaron fue muy evidente que las arcas de su familia estaban secas. Pero mientras sigan casados, él tendrá acceso a la cuenta bancaria de ella. Resultaría beneficioso para él tener a Catalina encerrada en su casa, aunque ella estuviese mejor en la ciudad o con nosotros.”

“¿Tú creer que es así de mercenario? ¿Qué pondría sus finanzas por encima del bienestar de su esposa?”

“Yo no lo conozco, Noemí. Ninguno de nosotros lo conoce. Ese es el problema. Es un extraño. Asegura que ella está bien atendida y que está mejorando, pero por lo que parece, Catalina ahora mismo podría estar atada a la cama, comiendo sobras.”

“¿Y ella es la melodramática?” preguntó Noemí, examinando su orquídea y suspirando.

“Sé lo que es tener un pariente enfermo. Mi propia madre tuvo un infarto y estuvo confinada a la cama por años. También sé que una familia no siempre maneja esos temas adecuadamente.”

“¿Entonces, qué quieres que haga yo?” preguntó ella, apoyando delicadamente sus manos sobre el regazo.

“Que evalúes la situación. Que determines si debería ser trasladada a la ciudad, y que intentes convencerlo de que esa es la mejor opción, llegado el caso.”

“¿Cómo voy a conseguirlo?”

Su padre sonrió. En la sonrisa y en los astutos ojos negros, la niña y el padre se parecían mucho el uno al otro. “Tú eres inconstante. Siempre cambias de parecer acerca de todo. Primero querías estudiar historia, luego teatro, ahora es antropología. Pasaste por muchas relaciones y no te quedaste con ninguna. Sales dos veces con un chico, y tras la tercera cita ya no le respondes el teléfono.”

“Eso no tiene nada que ver con mi pregunta.”

“A eso voy. Eres inconstante, pero también testaruda con las cosas equivocadas. Bueno, es momento de usar esa testarudez y energía en una misión útil. Nunca te comprometiste con nada, aparte de tus lecciones de piano.”

“Y las de inglés,” agregó Noemí, pero no se molestó en negar el resto de las acusaciones porque ella ciertamente había salido con muchos admiradores y era bien capaz de usar cuatro atuendos en el mismo día.

Pero tampoco es que una deba tomar decisiones definitivas a los veintidós, pensó. No tenía sentido decírselo a su padre. Él se había ocupado del negocio familiar a los diecinueve. De acuerdo a sus estándares, ella se dirigía lentamente a ningún lado. El padre de Noemí le echó una mirada decidida, y ella suspiró. “Bueno, me gustaría hacer una visita dentro de algunas semanas…”

“Este lunes, Noemí. Por eso te saqué de la fiesta. Debemos hacer los arreglos para que tomes el primer tren a El Triunfo el lunes por la mañana.”

“Pero tengo un recital,” contestó ella.

Era una débil excusa y ambos lo sabían. Ella había estado tomando lecciones de piano desde los siete, y dos veces al año tocaba en un pequeño recital. Tocar un instrumento no era en absoluto necesario para la vida social, como sí lo había sido en la época de la madre de Noemí, pero era uno de esos lindos pasatiempos apreciados por su círculo. Además, a ella le gustaba el piano.

“El recital. Seguramente hiciste planes con Hugo Duarte para ir juntos y no quieres que él lleve a otra mujer, o perder la oportunidad de usar un vestido nuevo. Lo siento, esto es más importante.”

“Para que sepas, ni siquiera me compré un vestido nuevo. Iba a usar la misma falda que llevé al coctel de Greta,” dijo Noemí, lo cual era una verdad a medias porque efectivamente había hecho planes para ir con Hugo. “Mira, la verdad es que el recital no es mi mayor preocupación. Empiezo las clases en unos días. No puedo irme así como así. Me reprobarán,” agregó.

“Que lo hagan. Volverás a tomar esas clases.”

Estaba por protestar ante esa decisión tan campante, cuando su padre se volvió y la miró fijamente.

“Noemí, has insistido mucho acerca de la Universidad Nacional. Si haces esto, te daré mi permiso para que te inscribas.”

Los padres de Noemí le habían permitido asistir a la Universidad Femenina de México, pero se negaron cuando ella declaró que le gustaría continuar sus estudios después de graduarse. Quería obtener un máster en antropología. Esto requería que ella se inscribiese en la Nacional. Su padre consideraba que eso era una pérdida de tiempo y algo inaceptable, con todos esos jóvenes rondando los pasillos y llenando las cabezas de las damas con pensamientos tontos y lascivos.

La madre de Noemí tampoco estaba impresionada por las nociones modernas de su hija. Las muchachas debían cumplir un ciclo vital simple, de debutantes a esposas. Seguir estudiando significaba retrasar ese ciclo, permanecer en la crisálida dentro de un capullo. Se habían enfrentado media docena de veces por ese tema, y su madre había decidido astutamente que dependía del padre dictar un veredicto, sabiendo que él nunca aceptaría.

Por lo tanto, la decisión del padre la sorprendió y le ofreció una oportunidad inesperada. “¿Lo dices en serio?” preguntó Noemí cautelosamente.

“Sí. Es un asunto serio. No quiero que un divorcio aparezca en los periódicos, pero tampoco puedo permitir que alguien se aproveche de la familia. Y estamos hablando de Catalina,” dijo su padre, suavizando el tono. “Ella ya ha recibido su parte de mala suerte y podría necesitar urgentemente un rostro familiar. A fin de cuentas, tal vez sea eso todo lo que necesita.”

Catalina había sido golpeada por la calamidad en varias ocasiones. Primero la muerte de su padre, seguida por el nuevo matrimonio de su madre con un padrastro que a menudo la hacía llorar. La madre de Catalina había muerto unos años después y la niña se había mudado al hogar de Noemí: para entonces, el padrastro ya se había marchado. A pesar de la cálida acogida de los Taboada, aquellas muertes la habían afectado profundamente. Más tarde, ya siendo una jovencita, había ocurrido lo de su compromiso roto, lo cual le provocó mucho sufrimiento y dolor.

También había habido un tonto jovenzuelo que cortejó a Catalina por muchos meses y a quien ella parecía agradarle mucho. Pero el padre de Noemí, poco impresionado por el muchacho, terminó espantándolo. Luego de ese romance abortado, Catalina debió haber aprendido la lección ya que su relación con Virgil Doyle fue un ejemplo de discreción. O tal vez Virgil fue más astuto y urgió a Catalina para que guardase el secreto hasta que fuese demasiado tarde para impedir cualquier boda.

“Supongo que puedo avisar que faltaré unos días,” dijo ella.

“Bien. Le enviaremos un telegrama a Virgil haciéndole saber que estás en camino. Discreción y astucia, eso es lo que necesito. Él es su esposo y tiene derecho a decidir sobre su bienestar, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados si él es descuidado.”

“Debería hacértelo poner por escrito, eso de la universidad.”

Su padre se sentó otra vez tras el escritorio. “Como si alguna vez hubiese roto mi palabra. Ahora quítate esas flores del cabello y comienza a empacar. Sé que te llevará una eternidad decidir qué vas a ponerte. De paso, ¿quién se supone que eres?”

“Estoy vestida de la Primavera,” contestó ella.

“Allá es frío. Si tienes intenciones de pasearte vestida con algo parecido a esto, será mejor que lleves un suéter,” dijo él secamente.

Aunque normalmente ella habría respondido con algo ingenioso, se quedó callada. Se le ocurrió que, después de aceptar aquella aventura, ella poco sabía del lugar a donde iba y de la gente que conocería. No era un viaje de paseo o placer. Pero rápidamente se dijo que Padre la había elegido para esa misión, y habría de cumplirla. ¿Inconstante? Bah. Le mostraría a Padre la dedicación que él quería ver en ella. Quizás él llegase a verla, luego de su éxito (ya que ella jamás se imaginaría que pudiese fallar) como más confiable y madura.


 


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