MEXICAN GOTHIC en español - Capítulo 3
3
Florence volvió a buscarla
puntualmente a las siete con una lámpara de aceite en la mano para iluminar el
camino. Bajaron las escaleras hasta una sala comedor agobiada por un monstruoso
candelabro, muy parecido al del hall de entrada, que estaba apagado. Había una
mesa lo suficientemente grande como para una docena de personas, con el
apropiado mantel de un blanco damasco. Habían colocado otro candelabro sobre
ella. Las largas, blancas y afiladas velas a Noemí le recordaron una iglesia.
En las
paredes se encontraban alineadas varias vitrinas de vajilla repletas de
encajes, porcelanas y, sobre todo, plata. Tazas y platos mostrando la orgullosa
inicial de sus dueños (la D triunfante y estilizada de los Doyle), bandejas y
vasijas vacías, las cuales alguna vez habrían relucido bajo el brillo de las
velas y ahora se veían deslucidas y apagadas.
Florence
señaló una silla, y Noemí se sentó. Francis ya estaba sentada frente a ella y
Florence se ubicó a su lado. Una mucama de cabello gris entró y dejó boles
llenos con una sopa aguada frente a ellos. Florence y Francis comenzaron a
comer.
“¿Nadie
más nos acompañará?” preguntó Noemí.
“Tu
prima duerme. El Tío Howard y el Primo Virgil tal vez bajen más tarde,” dijo
Florence.
Noemí
acomodó una servilleta en el regazo. Tomó sopa, pero solo un poco. No estaba
acostumbrada a comer a esa hora. Las noches no eran momento para comidas
pesadas; en su casa cenaban pasteles y café con leche. Se preguntó cómo
lidiaría con un itinerario diferente. À
l’anglaise, como solía decir su profesora de francés. La panure à l’anglaise, repitan conmigo. ¿Tomarían el té a las
cuatro, o era a las cinco?
Se
llevaron los platos en silencio, y en silencio trajeron el plato principal,
pollo en una nada tentadora salsa blanca cremosa con hongos. El vino que le
sirvieron era muy oscuro y dulce. A ella no le gustó.
Noemí
apartó los hongos alrededor del plato con el tenedor, mientras intentaba ver lo
que había en las sombrías vitrinas frente a ella.
“La
mayoría de los objetos son de plata, ¿no es así?” dijo. “¿Todos provienen de su
mina?”
Francis
asintió. “Sí, de aquellos tiempos.”
“¿Por
qué cerró?”
“Hubieron
huelgas y luego…” comenzó Francis, pero su madre inmediatamente alzó la cabeza
y miró a Noemí.
“No
hablamos durante la comida.”
“¿Ni
siquiera para decir ‘pásame la sal’?” preguntó Noemí con ligereza, haciendo
girar su tenedor.
“Veo
que usted se considera terriblemente divertida. No hablamos durante la comida.
Así son las cosas. En esta casa apreciamos el silencio.”
“Vamos,
Florence, seguramente podemos conversar un poco. En honor a nuestra invitada,”
dijo un hombre de traje negro mientras entraba en el salón, apoyándose en
Virgil.
Viejo habría sido un término inadecuado para
describirlo. Era antiguo, su cara surcada de arrugas, unos pocos cabellos se
adherían obstinadamente al cráneo. Además era muy pálido, como una criatura
subterránea. Una babosa, quizás. Sus venas contrastaban con su palidez, finas
telarañas púrpuras y azules.
Noemí
lo observó arrastrarse hacia la cabecera de la mesa y sentarse. Virgil también
se sentó, a la derecha de su padre, con la silla en ángulo tal que permaneció
medio escondido por las sombras.
La
mucama no trajo un plato para el anciano, solo una copa de vino negro. Tal vez
ya había comido y se había aventurado a bajar en consideración a Noemí.
“Señor,
soy Noemí Taboada. Es un placer conocerlo,” dijo ella.
“Y yo
soy Howard Doyle, el padre de Virgil. Aunque seguro que ya lo ha deducido.”
El
anciano usaba una corbata pasada de moda, el cuello oculto bajo una montaña de
tela, un prendedor circular de plata sobre ella como adorno, un enorme anillo
de ámbar en el dedo índice. Fijó sus ojos en ella. El resto de su persona
carecía de color, pero los ojos eran de azul intenso, libres de cataratas y no
afectados por la edad. Ardían fríamente en aquel rostro ancestral y exigían su
atención, vivisectando a la joven muchacha con su mirada.
“Es
mucho más oscura que su prima, señorita Taboada,” dijo Howard después de haber
completado su examen.
“¿Disculpe?”
preguntó ella, creyendo que había escuchado mal.
Él la
señaló. “Tanto su coloración como su cabello. Son mucho más oscuros que los de
Catalina. Me imagino que reflejan su herencia indígena más que la francesa.
Usted tiene algo de india, ¿cierto? Como la mayoría de los mestizos aquí.”
“La
madre de Catalina era de Francia. Mi padre es de Veracruz y mi madre de Oaxaca.
Somos mazatecos de su lado. ¿Cuál es su punto?” preguntó ella secamente.
El
viejo sonrió. Una sonrisa cerrada, sin dientes. Ella se los pudo imaginar,
amarillentos y rotos.
Virgil
había llamado a la mucama, y le colocaron una copa de vino frente a él. Los
demás habían reanudado su silenciosa cena. Esa sería, por lo tanto, una
conversación entre dos.
“Simplemente
una observación. Ahora dígame, señorita Taboada, ¿usted cree como el señor
Vasconcelos que es la obligación, no, el destino, de la gente de México forjar
una nueva raza que agrupe a todas las demás? ¿Una raza ‘cósmica’? ¿Una raza de
bronce? ¿A pesar de las investigaciones de Davenport y Steggerda?”
“¿Se
refiere a su trabajo en Jamaica?”
“Espléndido,
Catalina estaba en lo cierto. Usted tiene interés en la antropología.”
“Sí,”
dijo ella. No quiso decir más que esa sola palabra.
“¿Cuál
es su opinión acerca de la mezcla de los tipos superiores e inferiores?”
preguntó él, ignorando su incomodidad.
Noemí
sintió los ojos de todos los miembros de la familia sobre ella. Su presencia
era una novedad y una alteración de sus rutinas. Un organismo introducido
dentro de un ambiente estéril. Estaban esperando para escuchar lo que ella
revelase y analizar sus palabras. Bueno, mostrémosles que podía mantener la
calma.
Ella
tenía experiencia con hombres irritantes. No la afectaban. Había aprendido,
navegando a través de fiestas y almuerzos en restaurantes, que mostrar
cualquier reacción a los comentarios hirientes los envalentonaba.
“Una
vez leí un trabajo de Gamio donde afirmaba que la selección natural había
permitido sobrevivir a los pueblos indígenas de este continente, y que los
europeos se beneficiarían de mezclarse con ellos,” dijo ella, tocando su
tenedor y sintiendo el frío metal bajo las yemas de los dedos. “Eso invierte
todo el concepto de superior e inferior, ¿cierto?” preguntó, sonando inocente y
a la vez un poco mordaz.
El anciano
Doyle pareció complacido por la respuesta, y su semblante se animó. “No se
enoje conmigo, señorita Taboada. No fue mi intención insultarla. Su
compatriota, Vasconcelos, habla de los misterios del ‘gusto estético’, el cual
ayudará a darle forma a esta raza de bronce; y me parece que usted es un buen
ejemplo.”
“¿Ejemplo
de qué?”
Él
volvió a sonreír, esta vez mostrando los dientes, los labios doblados. Los
dientes no eran amarillos como ella se había imaginado, sino blancos como la
porcelana e intactos. Pero las encías, que podía ver claramente, eran de un
enfermizo tono púrpura.
“De una
nueva belleza, señorita Taboada. El señor Vasconcelos deja bien en claro que
los poco atractivos no procrearán. La belleza atrae a la belleza, y produce
belleza. Es una forma de selección. Verá, le estoy haciendo un cumplido.”
“Un
cumplido muy extraño,” se las arregló para decir, tragándose el disgusto.
“Debería
aceptarlo, señorita Taboada. No los ofrezco a la ligera. Ahora, estoy cansado.
Me retiraré, pero dude que esta ha sido un diálogo vigorizante. Francis,
ayudame a subir.”
El
hombre más joven asistió a la figura de cera y ambos abandonaron el salón.
Florence bebió de su vino, el delgado tallo de la copa cuidadosamente levantado
y presionado contra sus labios. El silencio opresivo había vuelto a
establecerse entre ellos. Noemí pensó que si prestaba atención, podía llegar a
oír el latido de sus corazones.
Se
preguntó cómo soportaba Catalina vivir en ese lugar. Ella siempre había sido
tan dulce, siempre atenta a las necesidades de los más pequeños, con una
sonrisa en los labios. ¿En serio la hacían sentar a la mesa en completo
silencio, con las cortinas cerradas y las velas ofreciendo una luz mortecina?
¿Acaso aquel viejo intentó llevarla a conversaciones molestas? ¿Alguna vez
habrían empujado a Catalina al llanto? En la mesa familiar, en Ciudad de
México, a su padre le gustaba contar acert5ijos y ofrecer premios a los niños
que adivinaban la respuesta correcta.
La
mucama llegó para llevarse los platos. Virgil, quien no se había dirigido a
Noemí, finalmente la miró y sus ojos se encontraron. “Me imagino que tienes
preguntas para mí.”
“Sí,”
dijo ella.
“Vamos
a la sala de estar.”
Él tomó
uno de los candelabros de plata de la mesa y caminó junto a ella por un pasillo
hasta una gran sala con una chimenea igualmente grande y una repisa de nogal
negro grabada con las formas de flores. Sobre el hogar colgaba un bodegón con
frutas, rosas y delicados vinos. Un par de lámparas de querosén encima de dos
mesas gemelas de ébano ofrecían más iluminación.
Dos
sofás en juego de un verde deslucido estaban dispuestos al final de la
habitación, y junto a ellos había tres sillas cubiertas con antimacasares. Unos
jarrones blancos que juntaban polvo indicaban que este espacio había sido usado
alguna vez para recibir visitas y ofrecer entretenimiento.
Virgil
abrió las puertas de una licorera con bisagras plateadas y superficie
marmolada. Extrajo una botella con una curiosa tapa que tenía la forma de una
flor y llenó dos copas, ofreciéndole una a la muchacha. Luego se sentó en uno
de los majestuosos y rígidos sillones de brocado dorado junto a la chimenea.
Ella hizo lo mismo.
Como
esta habitación estaba bien iluminada, ella pudo ver mejor al hombre. Se habían
conocido durante la boda de Catalina, pero todo había sido muy rápido y había
pasado un año. No había podido recordar cómo lucía él. Era de cabello claro,
ojos azules como los de su padre, y su frío rostro esculpido estaba cargado de
firmeza. Su traje cruzado era elegante, de gris carbón con un diseño de espiga,
muy formal, aunque había evitado la corbata, y el botón superior de su camisa
estaba desabrochado como si hubiese querido imitar un aspecto casual que le
resultaba imposible tener.
Ella no
estaba segura de cómo debía dirigirse a él. Los muchachos de su edad eran
fáciles de halagar. Pero él era mayor que ella. Debería comportarse más seria y
dominar su coquetería natural, o pensaría que era una tonta. El hombre poseía
aquí la estampa de la autoridad. Ella era una enviada.
El
Kublai Khan enviaba mensajero por sus reinos, quienes llevaban una piedra con
su sello, y él que osase maltratar a uno de ellos lo pagaba con la muerte.
Catalina le había contado esa historia, mientras le narraba cuentos y fábulas a
Noemí.
Entonces
debía hacer creer a Virgil que ella, Noemí, tenía una piedra invisible en el
bolsillo.
“Fue
muy bueno de tu parte que vengas tan pronto,” dijo Virgil, si bien con un tono
carente de emoción. Cortez, pero no cálido.
“Debía
hacerlo.”
“¿En
serio?”
“Mi
padre estaba preocupado,” dijo ella. Esa era su piedra, a pesar de que la
autoridad del hombre se exhibía alrededor, en su casa y en sus objetos. Noemí
era una Taboada, enviada por el mismísimo Leocadio Taboada.
“Como
intenté explicarle, no hay por qué alarmarse.”
“Catalina
dijo que tuvo tuberculosis. Pero no creo que eso explique toda su carta.”
“¿Tú
viste esa carta? ¿Qué decía exactamente?” preguntó Virgil, inclinándose hacia
adelante. Su voz seguía siendo fría, pero ahora él se mostraba alerta.
“No la
sé de memoria. Fue suficiente para que él me pidiera que venga.”
“Ya
veo.”
Él
cambió la copa de mano, mientras el fuego chisporroteaba y crujía. Volvió a
recostarse sobre el respaldo. Era apuesto. Como una escultura. Su cara, más que
piel y huesos, bien podría haber sido una máscara de muerte.
“Catalina
no estaba bien. Tuvo fiebres muy altas. Envió esa carta en medio de su
enfermedad.”
“¿Quién
la está tratando?”
“¿Perdón?”
replicó él.
“Alguien
debe estar tratándola. ¿Florence es tu prima?”
“Sí.”
“Bueno,
tu prima Florence le da su medicina. Tiene que haber algún doctor.”
Él se
puso de pie y aferró un atizador, removiendo los leños. Una chispa voló por el
aire y aterrizó sobre un mosaico percudido por el tiempo, rajado por la mitad.
“Hay un
doctor. Su nombre es Arthur Cummins. Ha sido nuestro médico por muchos años.
Confiamos plenamente en el Dr. Cummins.”
“¿Y él
no considera que el comportamiento de Catalina ha sido inusual, incluso con
tuberculosis?”
Virgil
sonrió. “Inusual. ¿Tú tienes conocimientos de medicina?”
“No.
Pero mi padre no me envió aquí porque pensase que todo esto fuese usual.”
“No, tu
padre mencionó psiquiatras en la primera oportunidad que tuvo. Sólo escribe
sobre eso, una y otra vez,” dijo Virgil desdeñosamente. Eso la irritó, el
escucharlo hablar así de su padre, como si fuese alguien malvado e injusto.
“Voy a
hablar con el doctor de Catalina,” respondió Noemí, tal vez con más dureza de
la debida, lo que hizo que él devolviese el atizador a su soporte con un
movimiento rápido y preciso del brazo.
“Veo
que estamos exigiendo.”
“No
diría exactamente ‘exigiendo’. Más bien, preocupada,” contestó ella, cuidando
de sonreír para demostrarle que en realidad era un simple asunto que podía ser
resuelto fácilmente; y debió funcionar, porque él asintió.
“Arthur
pasa todas las semanas. Estará aquí el jueves para ver a Catalina y a mi
padre.”
“¿Tu
padre también está enfermo?”
“Mi
padre es viejo. Sufre los padecimientos que el tiempo otorga a todos los
hombres. Si puedes esperar hasta entonces, podrás hablar con Arthur.”
“No
tengo intenciones de irme todavía.”
“Dime,
¿cuánto tiempo piensas quedarte con nosotros?”
“No
demasiado, espero. Lo suficiente para descubrir si Catalina me necesita. Estoy
segura de que puedo hallar alojamiento en el pueblo si soy una molestia.”
“Es un
pueblo muy pequeño. No hay hotel, ni siquiera una posada. No, tú te quedarás
aquí. No es mi intención espantarte. Supongo que desearía que hubieses venido
por otras razones.”
Ella no
había creído que hubiese hotel, si bien habría estado feliz de encontrar uno.
La casa era deprimente, al igual que todos sus ocupantes. Era fácil creer que
una mujer podría enfermarse rápidamente en un lugar como ese.
Le dio
un sorbo a su vino. Era el mismo brebaje oscuro que había probado en el
comedor, dulce y fuerte.
“¿Tu
habitación es satisfactoria?” preguntó Virgil, aliviando su tono a un registro
algo más cordial. Ella no era, tal vez, su enemiga.
“Está
bien. Es raro no tener electricidad, pero nadie se murió por falta de
bombillos.”
“Catalina
piensa que las velas son románticas.”
Noemí
supuso que eso era verdad. Era la clase de cosas que impresionaban a su prima:
una vieja casa en la colina, con niebla y luz de luna, como salida de una
novela gótica. Cumbres borrascosas y Jane Eyre, ese tipo de libros gustaban a
Catalina. Moros y telarañas. También castillos, y madrastras malvadas que
obligaban a las princesas a comer manzanas envenenadas, oscuras hadas
maldiciendo doncellas y hechiceros que convertían en bestias a caballeros
apuestos. Noemí prefería saltar de fiesta en fiesta durante los fines de semana
y andar en convertibles.
Entonces
quizás, a fin de cuentas, esta casa iba bien para Catalina. ¿Habría sido solo
un poco de fiebre? Noemí sostenía la copa entre las mano, deslizando el pulgar
por el costado.
“Déjame
servirte más,” dijo Virgil interpretando el papel de un anfitrión atento.
Esa
bebida la afectaba. Ya la había inducido al sueño, y pestañeó cuando él habló.
Las manos del hombre rozaron las suyas cuando hizo el gesto de rellenar la
copa, pero ella negó con la cabeza. Conocía sus límites, y los respetaba a
rajatabla.
“No,
gracias,” dijo, dejando la copa a un lado y levantándose de su asiento, que
había resultado más cómodo de lo que ella pensaba.
“Insisto.”
Ella
negó graciosamente, suavizando la negación con ese efectivo truco. “Cielos, no.
Voy a declinar tu oferta, envolverme en una frazada y dormirme.”
El
rostro de Virgil aún era lejano, si bien ahora parecía imbuido de más vitalidad
mientras la examinaba muy cuidadosamente. Había cierto brillo en sus ojos.
Había encontrado un objeto interesante; alguno de los gestos o palabras de la
muchacha le habían parecido una novedad. Ella pensó que su negación era lo que
lo había divertido. Se notaba que él no estaba acostumbrado a ser rechazado.
Pero a fin de cuentas muchos hombres eran iguales.
“Puedo
acompañarte hasta tu habitación,” ofreció, delicado y galante.
Subieron
juntos las escaleras, él sosteniendo una lámpara de aceite pintada a mano con
patrones de enredaderas, lo que provocaba que la luz arrojada por ella fuese
esmeralda y pintase los muros de un tono extraño: las cortinas de terciopelo se
veían verdes. En alguna de sus historias, Catalina le había dicho que el Kublai
Khan ejecutaba a sus enemigos asfixiándolos con almohadones de terciopelo para
que no hubiese sangre. Ella pensó que esa casa, con todas sus telas y trapos y borlas,
podía sofocar a un ejército entero.
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