viernes, 5 de febrero de 2021

 MEXICAN GOTHIC en español - Capítulo 3


3

 

Florence volvió a buscarla puntualmente a las siete con una lámpara de aceite en la mano para iluminar el camino. Bajaron las escaleras hasta una sala comedor agobiada por un monstruoso candelabro, muy parecido al del hall de entrada, que estaba apagado. Había una mesa lo suficientemente grande como para una docena de personas, con el apropiado mantel de un blanco damasco. Habían colocado otro candelabro sobre ella. Las largas, blancas y afiladas velas a Noemí le recordaron una iglesia.

En las paredes se encontraban alineadas varias vitrinas de vajilla repletas de encajes, porcelanas y, sobre todo, plata. Tazas y platos mostrando la orgullosa inicial de sus dueños (la D triunfante y estilizada de los Doyle), bandejas y vasijas vacías, las cuales alguna vez habrían relucido bajo el brillo de las velas y ahora se veían deslucidas y apagadas.

Florence señaló una silla, y Noemí se sentó. Francis ya estaba sentada frente a ella y Florence se ubicó a su lado. Una mucama de cabello gris entró y dejó boles llenos con una sopa aguada frente a ellos. Florence y Francis comenzaron a comer.

“¿Nadie más nos acompañará?” preguntó Noemí.

“Tu prima duerme. El Tío Howard y el Primo Virgil tal vez bajen más tarde,” dijo Florence.

Noemí acomodó una servilleta en el regazo. Tomó sopa, pero solo un poco. No estaba acostumbrada a comer a esa hora. Las noches no eran momento para comidas pesadas; en su casa cenaban pasteles y café con leche. Se preguntó cómo lidiaría con un itinerario diferente. À l’anglaise, como solía decir su profesora de francés. La panure à l’anglaise, repitan conmigo. ¿Tomarían el té a las cuatro, o era a las cinco?

Se llevaron los platos en silencio, y en silencio trajeron el plato principal, pollo en una nada tentadora salsa blanca cremosa con hongos. El vino que le sirvieron era muy oscuro y dulce. A ella no le gustó.

Noemí apartó los hongos alrededor del plato con el tenedor, mientras intentaba ver lo que había en las sombrías vitrinas frente a ella.

“La mayoría de los objetos son de plata, ¿no es así?” dijo. “¿Todos provienen de su mina?”

Francis asintió. “Sí, de aquellos tiempos.”

“¿Por qué cerró?”

“Hubieron huelgas y luego…” comenzó Francis, pero su madre inmediatamente alzó la cabeza y miró a Noemí.

“No hablamos durante la comida.”

“¿Ni siquiera para decir ‘pásame la sal’?” preguntó Noemí con ligereza, haciendo girar su tenedor.

“Veo que usted se considera terriblemente divertida. No hablamos durante la comida. Así son las cosas. En esta casa apreciamos el silencio.”

“Vamos, Florence, seguramente podemos conversar un poco. En honor a nuestra invitada,” dijo un hombre de traje negro mientras entraba en el salón, apoyándose en Virgil.

Viejo habría sido un término inadecuado para describirlo. Era antiguo, su cara surcada de arrugas, unos pocos cabellos se adherían obstinadamente al cráneo. Además era muy pálido, como una criatura subterránea. Una babosa, quizás. Sus venas contrastaban con su palidez, finas telarañas púrpuras y azules.

Noemí lo observó arrastrarse hacia la cabecera de la mesa y sentarse. Virgil también se sentó, a la derecha de su padre, con la silla en ángulo tal que permaneció medio escondido por las sombras.

La mucama no trajo un plato para el anciano, solo una copa de vino negro. Tal vez ya había comido y se había aventurado a bajar en consideración a Noemí.

“Señor, soy Noemí Taboada. Es un placer conocerlo,” dijo ella.

“Y yo soy Howard Doyle, el padre de Virgil. Aunque seguro que ya lo ha deducido.”

El anciano usaba una corbata pasada de moda, el cuello oculto bajo una montaña de tela, un prendedor circular de plata sobre ella como adorno, un enorme anillo de ámbar en el dedo índice. Fijó sus ojos en ella. El resto de su persona carecía de color, pero los ojos eran de azul intenso, libres de cataratas y no afectados por la edad. Ardían fríamente en aquel rostro ancestral y exigían su atención, vivisectando a la joven muchacha con su mirada.

“Es mucho más oscura que su prima, señorita Taboada,” dijo Howard después de haber completado su examen.

“¿Disculpe?” preguntó ella, creyendo que había escuchado mal.

Él la señaló. “Tanto su coloración como su cabello. Son mucho más oscuros que los de Catalina. Me imagino que reflejan su herencia indígena más que la francesa. Usted tiene algo de india, ¿cierto? Como la mayoría de los mestizos aquí.”

“La madre de Catalina era de Francia. Mi padre es de Veracruz y mi madre de Oaxaca. Somos mazatecos de su lado. ¿Cuál es su punto?” preguntó ella secamente.

El viejo sonrió. Una sonrisa cerrada, sin dientes. Ella se los pudo imaginar, amarillentos y rotos.

Virgil había llamado a la mucama, y le colocaron una copa de vino frente a él. Los demás habían reanudado su silenciosa cena. Esa sería, por lo tanto, una conversación entre dos.

“Simplemente una observación. Ahora dígame, señorita Taboada, ¿usted cree como el señor Vasconcelos que es la obligación, no, el destino, de la gente de México forjar una nueva raza que agrupe a todas las demás? ¿Una raza ‘cósmica’? ¿Una raza de bronce? ¿A pesar de las investigaciones de Davenport y Steggerda?”

“¿Se refiere a su trabajo en Jamaica?”

“Espléndido, Catalina estaba en lo cierto. Usted tiene interés en la antropología.”

“Sí,” dijo ella. No quiso decir más que esa sola palabra.

“¿Cuál es su opinión acerca de la mezcla de los tipos superiores e inferiores?” preguntó él, ignorando su incomodidad.

Noemí sintió los ojos de todos los miembros de la familia sobre ella. Su presencia era una novedad y una alteración de sus rutinas. Un organismo introducido dentro de un ambiente estéril. Estaban esperando para escuchar lo que ella revelase y analizar sus palabras. Bueno, mostrémosles que podía mantener la calma.

Ella tenía experiencia con hombres irritantes. No la afectaban. Había aprendido, navegando a través de fiestas y almuerzos en restaurantes, que mostrar cualquier reacción a los comentarios hirientes los envalentonaba.

“Una vez leí un trabajo de Gamio donde afirmaba que la selección natural había permitido sobrevivir a los pueblos indígenas de este continente, y que los europeos se beneficiarían de mezclarse con ellos,” dijo ella, tocando su tenedor y sintiendo el frío metal bajo las yemas de los dedos. “Eso invierte todo el concepto de superior e inferior, ¿cierto?” preguntó, sonando inocente y a la vez un poco mordaz.

El anciano Doyle pareció complacido por la respuesta, y su semblante se animó. “No se enoje conmigo, señorita Taboada. No fue mi intención insultarla. Su compatriota, Vasconcelos, habla de los misterios del ‘gusto estético’, el cual ayudará a darle forma a esta raza de bronce; y me parece que usted es un buen ejemplo.”

“¿Ejemplo de qué?”

Él volvió a sonreír, esta vez mostrando los dientes, los labios doblados. Los dientes no eran amarillos como ella se había imaginado, sino blancos como la porcelana e intactos. Pero las encías, que podía ver claramente, eran de un enfermizo tono púrpura.

“De una nueva belleza, señorita Taboada. El señor Vasconcelos deja bien en claro que los poco atractivos no procrearán. La belleza atrae a la belleza, y produce belleza. Es una forma de selección. Verá, le estoy haciendo un cumplido.”

“Un cumplido muy extraño,” se las arregló para decir, tragándose el disgusto.

“Debería aceptarlo, señorita Taboada. No los ofrezco a la ligera. Ahora, estoy cansado. Me retiraré, pero dude que esta ha sido un diálogo vigorizante. Francis, ayudame a subir.”

El hombre más joven asistió a la figura de cera y ambos abandonaron el salón. Florence bebió de su vino, el delgado tallo de la copa cuidadosamente levantado y presionado contra sus labios. El silencio opresivo había vuelto a establecerse entre ellos. Noemí pensó que si prestaba atención, podía llegar a oír el latido de sus corazones.

Se preguntó cómo soportaba Catalina vivir en ese lugar. Ella siempre había sido tan dulce, siempre atenta a las necesidades de los más pequeños, con una sonrisa en los labios. ¿En serio la hacían sentar a la mesa en completo silencio, con las cortinas cerradas y las velas ofreciendo una luz mortecina? ¿Acaso aquel viejo intentó llevarla a conversaciones molestas? ¿Alguna vez habrían empujado a Catalina al llanto? En la mesa familiar, en Ciudad de México, a su padre le gustaba contar acert5ijos y ofrecer premios a los niños que adivinaban la respuesta correcta.

La mucama llegó para llevarse los platos. Virgil, quien no se había dirigido a Noemí, finalmente la miró y sus ojos se encontraron. “Me imagino que tienes preguntas para mí.”

“Sí,” dijo ella.

“Vamos a la sala de estar.”

Él tomó uno de los candelabros de plata de la mesa y caminó junto a ella por un pasillo hasta una gran sala con una chimenea igualmente grande y una repisa de nogal negro grabada con las formas de flores. Sobre el hogar colgaba un bodegón con frutas, rosas y delicados vinos. Un par de lámparas de querosén encima de dos mesas gemelas de ébano ofrecían más iluminación.

Dos sofás en juego de un verde deslucido estaban dispuestos al final de la habitación, y junto a ellos había tres sillas cubiertas con antimacasares. Unos jarrones blancos que juntaban polvo indicaban que este espacio había sido usado alguna vez para recibir visitas y ofrecer entretenimiento.

Virgil abrió las puertas de una licorera con bisagras plateadas y superficie marmolada. Extrajo una botella con una curiosa tapa que tenía la forma de una flor y llenó dos copas, ofreciéndole una a la muchacha. Luego se sentó en uno de los majestuosos y rígidos sillones de brocado dorado junto a la chimenea. Ella hizo lo mismo.

Como esta habitación estaba bien iluminada, ella pudo ver mejor al hombre. Se habían conocido durante la boda de Catalina, pero todo había sido muy rápido y había pasado un año. No había podido recordar cómo lucía él. Era de cabello claro, ojos azules como los de su padre, y su frío rostro esculpido estaba cargado de firmeza. Su traje cruzado era elegante, de gris carbón con un diseño de espiga, muy formal, aunque había evitado la corbata, y el botón superior de su camisa estaba desabrochado como si hubiese querido imitar un aspecto casual que le resultaba imposible tener.

Ella no estaba segura de cómo debía dirigirse a él. Los muchachos de su edad eran fáciles de halagar. Pero él era mayor que ella. Debería comportarse más seria y dominar su coquetería natural, o pensaría que era una tonta. El hombre poseía aquí la estampa de la autoridad. Ella era una enviada.

El Kublai Khan enviaba mensajero por sus reinos, quienes llevaban una piedra con su sello, y él que osase maltratar a uno de ellos lo pagaba con la muerte. Catalina le había contado esa historia, mientras le narraba cuentos y fábulas a Noemí.

Entonces debía hacer creer a Virgil que ella, Noemí, tenía una piedra invisible en el bolsillo.

“Fue muy bueno de tu parte que vengas tan pronto,” dijo Virgil, si bien con un tono carente de emoción. Cortez, pero no cálido.

“Debía hacerlo.”

“¿En serio?”

“Mi padre estaba preocupado,” dijo ella. Esa era su piedra, a pesar de que la autoridad del hombre se exhibía alrededor, en su casa y en sus objetos. Noemí era una Taboada, enviada por el mismísimo Leocadio Taboada.

“Como intenté explicarle, no hay por qué alarmarse.”

“Catalina dijo que tuvo tuberculosis. Pero no creo que eso explique toda su carta.”

“¿Tú viste esa carta? ¿Qué decía exactamente?” preguntó Virgil, inclinándose hacia adelante. Su voz seguía siendo fría, pero ahora él se mostraba alerta.

“No la sé de memoria. Fue suficiente para que él me pidiera que venga.”

“Ya veo.”

Él cambió la copa de mano, mientras el fuego chisporroteaba y crujía. Volvió a recostarse sobre el respaldo. Era apuesto. Como una escultura. Su cara, más que piel y huesos, bien podría haber sido una máscara de muerte.

“Catalina no estaba bien. Tuvo fiebres muy altas. Envió esa carta en medio de su enfermedad.”

“¿Quién la está tratando?”

“¿Perdón?” replicó él.

“Alguien debe estar tratándola. ¿Florence es tu prima?”

“Sí.”

“Bueno, tu prima Florence le da su medicina. Tiene que haber algún doctor.”

Él se puso de pie y aferró un atizador, removiendo los leños. Una chispa voló por el aire y aterrizó sobre un mosaico percudido por el tiempo, rajado por la mitad.

“Hay un doctor. Su nombre es Arthur Cummins. Ha sido nuestro médico por muchos años. Confiamos plenamente en el Dr. Cummins.”

“¿Y él no considera que el comportamiento de Catalina ha sido inusual, incluso con tuberculosis?”

Virgil sonrió. “Inusual. ¿Tú tienes conocimientos de medicina?”

“No. Pero mi padre no me envió aquí porque pensase que todo esto fuese usual.

“No, tu padre mencionó psiquiatras en la primera oportunidad que tuvo. Sólo escribe sobre eso, una y otra vez,” dijo Virgil desdeñosamente. Eso la irritó, el escucharlo hablar así de su padre, como si fuese alguien malvado e injusto.

“Voy a hablar con el doctor de Catalina,” respondió Noemí, tal vez con más dureza de la debida, lo que hizo que él devolviese el atizador a su soporte con un movimiento rápido y preciso del brazo.

“Veo que estamos exigiendo.”

“No diría exactamente ‘exigiendo’. Más bien, preocupada,” contestó ella, cuidando de sonreír para demostrarle que en realidad era un simple asunto que podía ser resuelto fácilmente; y debió funcionar, porque él asintió.

“Arthur pasa todas las semanas. Estará aquí el jueves para ver a Catalina y a mi padre.”

“¿Tu padre también está enfermo?”

“Mi padre es viejo. Sufre los padecimientos que el tiempo otorga a todos los hombres. Si puedes esperar hasta entonces, podrás hablar con Arthur.”

“No tengo intenciones de irme todavía.”

“Dime, ¿cuánto tiempo piensas quedarte con nosotros?”

“No demasiado, espero. Lo suficiente para descubrir si Catalina me necesita. Estoy segura de que puedo hallar alojamiento en el pueblo si soy una molestia.”

“Es un pueblo muy pequeño. No hay hotel, ni siquiera una posada. No, tú te quedarás aquí. No es mi intención espantarte. Supongo que desearía que hubieses venido por otras razones.”

Ella no había creído que hubiese hotel, si bien habría estado feliz de encontrar uno. La casa era deprimente, al igual que todos sus ocupantes. Era fácil creer que una mujer podría enfermarse rápidamente en un lugar como ese.

Le dio un sorbo a su vino. Era el mismo brebaje oscuro que había probado en el comedor, dulce y fuerte.

“¿Tu habitación es satisfactoria?” preguntó Virgil, aliviando su tono a un registro algo más cordial. Ella no era, tal vez, su enemiga.

“Está bien. Es raro no tener electricidad, pero nadie se murió por falta de bombillos.”

“Catalina piensa que las velas son románticas.”

Noemí supuso que eso era verdad. Era la clase de cosas que impresionaban a su prima: una vieja casa en la colina, con niebla y luz de luna, como salida de una novela gótica. Cumbres borrascosas y Jane Eyre, ese tipo de libros gustaban a Catalina. Moros y telarañas. También castillos, y madrastras malvadas que obligaban a las princesas a comer manzanas envenenadas, oscuras hadas maldiciendo doncellas y hechiceros que convertían en bestias a caballeros apuestos. Noemí prefería saltar de fiesta en fiesta durante los fines de semana y andar en convertibles.

Entonces quizás, a fin de cuentas, esta casa iba bien para Catalina. ¿Habría sido solo un poco de fiebre? Noemí sostenía la copa entre las mano, deslizando el pulgar por el costado.

“Déjame servirte más,” dijo Virgil interpretando el papel de un anfitrión atento.

Esa bebida la afectaba. Ya la había inducido al sueño, y pestañeó cuando él habló. Las manos del hombre rozaron las suyas cuando hizo el gesto de rellenar la copa, pero ella negó con la cabeza. Conocía sus límites, y los respetaba a rajatabla.

“No, gracias,” dijo, dejando la copa a un lado y levantándose de su asiento, que había resultado más cómodo de lo que ella pensaba.

“Insisto.”

Ella negó graciosamente, suavizando la negación con ese efectivo truco. “Cielos, no. Voy a declinar tu oferta, envolverme en una frazada y dormirme.”

El rostro de Virgil aún era lejano, si bien ahora parecía imbuido de más vitalidad mientras la examinaba muy cuidadosamente. Había cierto brillo en sus ojos. Había encontrado un objeto interesante; alguno de los gestos o palabras de la muchacha le habían parecido una novedad. Ella pensó que su negación era lo que lo había divertido. Se notaba que él no estaba acostumbrado a ser rechazado. Pero a fin de cuentas muchos hombres eran iguales.

“Puedo acompañarte hasta tu habitación,” ofreció, delicado y galante.

Subieron juntos las escaleras, él sosteniendo una lámpara de aceite pintada a mano con patrones de enredaderas, lo que provocaba que la luz arrojada por ella fuese esmeralda y pintase los muros de un tono extraño: las cortinas de terciopelo se veían verdes. En alguna de sus historias, Catalina le había dicho que el Kublai Khan ejecutaba a sus enemigos asfixiándolos con almohadones de terciopelo para que no hubiese sangre. Ella pensó que esa casa, con todas sus telas y trapos y borlas, podía sofocar a un ejército entero.


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