miércoles, 3 de febrero de 2021

MEXICAN GOTHIC en español - Capítulo 2

 



2

 

Cuando Noemí era niña y Catalina le leía cuentos de hadas, solía mencionar “el bosque”, ese lugar donde Hansel y Gretel arrojaban sus migajas de pan o donde Caperucita Roja se encontraba con un lobo. Al crecer en una gran ciudad, a Noemí no se le ocurrió hasta mucho más tarde que los bosques eran lugares reales que podían ser hallados en un atlas. Su familia vacacionaba en Veracruz, en la casa junto al mar de su abuela, sin árboles altos a la vista. Incluso cuando creció, en su imaginación el bosque continuó siendo una imagen entrevista en un libro de cuentos por una niña, con trazos delineados en carbonilla y manchas coloridas y brillantes en el medio.

Por lo tanto, le llevó un tiempo darse cuenta de que se estaba dirigiendo al interior de un bosque, puesto que El Triunfo estaba encaramado en la ladera de una alta montaña alfombrada por coloridas flores silvestres y cubierta densamente con pinos y robles. Noemí avistó ovejas pastando en los alrededores y cabras aventurándose en riscos empinados. La plata le había dado sus riquezas a la región, pero el sebo de estos animales habían ayudado a iluminar las minas, y había muchas de ellos. Todo era muy bonito.

Sin embargo, cuanto más se acercaba y subía el tren hacia El Triunfo, más cambiaba el bucólico paisaje y Noemí reconsideró la idea que se había hecho de él. Profundos barrancos cortaban el terreno, y crestas escarpadas asomaban fuera de la ventana. Lo que habían sido encantadores riachuelos se transformaron en fuertes y torrentosos ríos, que significarían la perdición para cualquiera que fuese arrastrado por sus corrientes. En la base de las montañas los granjeros cuidaban arboledas y campos de alfalfa, pero aquí no habían tales cultivos; solo las cabras trepando y bajando por las piedras. La tierra mantenía ocultas sus riquezas, sin mostrar ningún árbol frutal.

El aire se hizo más delgado mientras el tren luchaba por subir la montaña hasta que tartamudeó y se detuvo.

Noemí tomó sus maletas. Trajo dos de ellas y estuvo tentada de empacar también su baúl favorito, aunque a último momento decidió que sería muy incómodo. A pesar de esta decisión, las maletas eran grandes y pesadas.

La estación de trenes no se encontraba demasiado atareada y apena era una estación en absoluto, solo un edificio solitario con forma de cuadrado con una mujer adormilada detrás de la boletería. Tres niños pequeños perseguían a otro alrededor de la estación, jugando a la tocadita, y ella les ofreció unas monedas si la ayudaban a bajar su equipaje. Lo hicieron contentos. Lucían mal alimentados, y ella se preguntó cómo se las arreglarían los habitantes del pueblo ahora que la mina estaba cerrada y solo las cabras ofrecían la oportunidad de hacer algún tipo de comercio.

Noemí estaba preparada para el frío de la montaña. El elemento inesperado fue entonces la fina niebla que la recibió esa tarde. Ella la observó con curiosidad mientras se ajustaba el sombrero de calota verde azulado con la larga piel amarilla y echaba vistazos hacia la calle, buscando su transporte, con el cual difícilmente podría confundirse. Había un solo automóvil estacionado frente a la estación, un vehículo ridículamente grande que le hizo pensar en las ostentosas estrellas de cine mudo de dos o tres décadas atrás; el tipo de automóvil que su padre podría haber conducido en su juventud para mostrar su riqueza.

Pero el vehículo frente a ella era anticuado, estaba sucio y necesitaba un trabajo de pintura. Por lo tanto no era realmente el tipo de automóvil que usaría una estrella de cine en esos días, sino que parecía una reliquia que había sido limpiada a las apuradas y arrastrada a la calle.

Ella pensó que el conductor haría juego con el auto y esperó encontrarse con un hombre anciano detrás del volante, pero salió un joven de más o menos su misma edad con un saco de corderoy. Era rubio y pálido (ella no creía que alguien pudiese ser tan pálido; por Dios, ¿es que nunca salía al sol?), de mirada insegura, su boca estirada para formar una sonrisa o un saludo.

Noemí les pagó a los niños que la habían ayudado con el equipaje, y luego se adelantó y extendió su mano.

“Soy Noemí Taboada. ¿Lo ha enviado el señor Doyle?” preguntó.

“Sí, el tío Howard dijo que la buscase,” respondió él, estrechando débilmente su mano. “Soy Francis. ¿Tuvo un viaje placentero? ¿Esas son sus cosas, señorita Taboada? ¿Puedo ayudarla con ellas?” preguntó en rápida sucesión, como si prefiriese terminar todas las oraciones con signos de interrogación en vez de comprometerse con declaraciones definidas.

“Puede llamarme Noemí. Señorita Taboada suena demasiado pretencioso. Ese es todo mi equipaje y sí, me encantaría que me diese una mano.”

Él levantó ambas maletas y las puso en el baúl, luego rodeó el auto y le abrió la puerta a ella. El pueblo, como la muchacha pudo ver desde su ventanilla, estaba salpicado de calles sinuosas, casas coloridas con macetas de flores en las ventanas, robustas puertas de madera, largas escaleras, una iglesia, y todos los detalles que cualquier guía turística llamaría “pintorescos”.

A pesar de esto, resultaba evidente que El Triunfo no aparecería en ninguna guía turística. Tenía el aire mustio de un lugar que ha sido olvidado. Las casas eran coloridas, sí; pero los colores estaban descascarados en la mayoría de los muros, algunas puertas estaban destartaladas, la mitad de las macetas tenían las flores marchitas, y el pueblo mostraba pocos signos de actividad.

Eso no era algo inusual. Muchos antiguos emplazamientos mineros que habían extraído la plata y el oro durante la colonia interrumpieron su actividad cuando estalló la Guerra de Independencia. Más tarde, los ingleses y franceses fueron bien recibidos durante la tranquilidad del Porfiriato, llenándose los bolsillos con las riquezas minerales. Pero la Revolución acabó con este segundo boom. Había muchos enclaves como El Triunfo donde uno podía ver finas capillas construidas cuando había dinero y gente; lugares donde la tierra nunca más escupiría riquezas de su vientre.

Aun así los Doyle se quedaron en esta tierra, cuando muchos otros ya se habían marchado hacía tiempo. Tal vez, pensó ella, habían aprendido a amarla, a pesar de que no se había visto demasiado impresionada ya que era un paisaje escarpado y abrupto. No se parecía en nada a las montañas de sus libros infantiles, donde los árboles lucían hermosos y las flores crecían a la vera del camino; no parecía el lugar encantado en el que Catalina había dicho que viviría. Al igual que el viejo auto que había recogido a Noemí, el pueblo se aferraba a las heces del esplendor.

Francis subió por un camino estrecho que trepaba profundo en las montañas, el aire se hacía más crudo, la niebla se intensificaba. Ella se frotó las manos.

“¿Es muy lejos?” preguntó.

Otra vez, él pareció inseguro. “No tanto,” dijo Francis lentamente, como si estuviesen discutiendo un asunto que debía ser tratado con mucho cuidado. “El camino está malo, sino iría más rápido. Hace mucho, cuando la mina estaba abierta, todos los caminos de por aquí estaban en buen estado, incluso cerca de High Place.”

“¿High Place?”

“Así llamamos a nuestra casa. Y detrás de ella, el cementerio inglés.”

“¿En realidad es muy inglés?” dijo ella sonriendo.

“Sí,” replicó él, usando ambas manos para aferrar el volante con una fuerza que ella no hubiese imaginado por su delgada contextura.

“¿Oh?” dijo ella, esperando algo más.

“Ya lo verá. Es muy inglés. Mmm, eso es lo que quería el tío Howard, un pedazo de Inglaterra. Incluso trajo tierra europea hasta aquí.”

“¿Usted cree que él sufría un caso extremo de nostalgia?”

“Así es. Podría decirle además que no hablamos español en High Place. Mi tío abuelo no sabe una palabra, Virgil lo habla apenas, y mi madre no se atrevería a formar una frase. ¿Su... su inglés es bueno?”

“Lecciones diarias desde que tenía seis,” dijo ella, cambiando del español al inglés. “no voy a tener problemas.”

Los árboles fueron haciéndose cada vez más cerrados, y bajo las ramas estaba oscuro. Ella no era amante de la naturaleza, en realidad. La última vez que había estado cerca de un bosque había sido en aquella excursión al Desierto de los Leones cuando salieron a cabalgar y su hermano y sus amigos decidieron practicar tiro con unas latas. Eso había sido dos, quizás tres años antes. Este lugar no se comparaba a aquel. Aquí era mucho más salvaje.

Ella se encontró calculando cuidadosamente la altura de los árboles y la profundidad de los precipicios. Ambas eran considerables. La niebla se hizo más densa, haciéndola contraerse, temiendo caer montaña abajo si tomaban un giro equivocado. ¿Cuántos mineros ávidos de plata habrían caído por un risco? La montaña ofrecía riquezas minerales y una muerte rápida. Pero Francis parecía seguro en su tarea, si bien sus palabras eran vacilantes. A ella en general no le gustaban los hombres tímidos (la sacaban de quicio) pero qué importaba. No había ido a verlo a él ni a ningún otro miembro de su familia.

“En fin, ¿quién ere tú?” preguntó ella, comenzando a tutearlo para distraer sus pensamientos de los precipicios y los choques de autos contra árboles.

“Francis.”

“Bueno, sí, ¿pero eres el primo pequeño de Virgil? ¿El tío perdido hace tiempo? ¿Otra oveja negra de la que deba saber?”

Ella habló en esa manera graciosa que le gustaba, la que solía usar en fiestas de cocteles, y que siempre lograba acercarla a la gente; y él reaccionó como ella esperaba, sonriendo un poco.

“Primo segundo. Él es un poco mayor que yo.”

“Nunca entendí eso. Primero, segundo, tercero. ¿Quién lleva la cuenta? Siempre pensé que si vienen a mi fiesta de cumpleaños estamos emparentados y eso es todo, no hay necesidad de sacar a relucir el árbol genealógico.”

“Eso simplifica todo, ciertamente,” dijo él. Ahora su sonrisa era real.

“¿Eres un buen primo? Yo odiaba a mis primos varones cuando era pequeña. Siempre me aplastaban la cabeza contra la torta en mi fiesta aunque yo no quisiese hacer eso de la mordida.”

“¿Mordida?”

“Sí. Se dice que debes darle un mordisco a la torta antes de que la corten, pero siempre alguien te entierra la cabeza en ella. Supongo que no tuviste que soportar esas cosas en High Place.”

“No hay muchas fiestas en High Place.”

“El nombre debe ser una descripción literal,” musitó ella, porque seguían subiendo. ¿Acaso ese camino no tenía fin? Las ruedas del auto crujieron sobre una rama de árbol caída, y luego otra.

“Sí.”

“Nunca estuve en una casa con nombre. ¿Quién hace eso en estos días?”

“Somos anticuados,” murmuró el muchacho.

Noemí espió al joven con escepticismo. Su madre habría dicho que necesitaba hierro en su dieta y un buen corte de carne. Guiándose por esos delgados dedos, él se sustentaba a base de gotas de rocío y miel, y el tono de su voz tendía al susurro. Virgil le había parecido mucho más físico que este muchacho, mucho más presente. Más grande, también, como había indicado Francis. Virgil tenía treinta y algo; ella había olvidado la edad exacta.

Golpearon una roca o algún tipo de obstáculo en el camino. Noemí dejó escapar un irritado “auch.”

“Perdón por eso,” dijo Francis.

“No creo que sea tu culpa. ¿Esto siempre está así?” preguntó ella. “Es como manejar en un bol de leche.”

“Esto no es nada,” dijo con una risita. Bueno. Al menos él estaba tranquilo.

Luego, de repente, se encontraron emergiendo en un claro, y la casa pareció desprenderse de la niebla con para recibirlos con brazos ansiosos. ¡Era tan extraña! Se veía absolutamente victoriana en la construcción, con las tejas rotas, la ornamentación elaborada y los ventanales sucios. Ella jamás había visto algo así en la vida real; era terriblemente distinta de su moderna casa, los apartamentos de sus amigos o las casas coloniales con fachadas de tezontle colorado.

La casa se cernía sobre ellos como una gran gárgola silenciosa. Habría parecido amenazadora, evocando imágenes de fantasmas y lugares embrujados, de no haber estado tan deteriorada, con un par de persianas rotas, el porche de ébano rechinando mientras subían los escalones hacia la puerta, la cual se completaba con una aldaba de plata en forma de puño colgando de un círculo.

Es el caparazón abandonado de un caracol, se dijo a sí misma, y pensar en caracoles le trajo recuerdos de su infancia jugando en el patio de su casa, removiendo las plantas para ver los cascarones circulares mientras intentaban esconderse de nuevo. O alimentando las hormigas con cubos de azúcar, a pesar de las advertencias de su madre. También el dulce gatito atigrado que dormía bajo las buganvilias y se dejaba acariciar pacientemente por los niños. Ella no creía que tuviesen un gato en esta casa, ni canarios piando alegremente en sus jaulas que ella pudiese alimentar por las mañanas.

Francis sacó una llave y abrió la pesada puerta. Noemí entró al hall principal, lo que le dio una vista inmediata de una gran escalera de caoba y roble con una ventana redonda y esmerilada en el segundo descanso. La ventana arrojaba sombras de rojos, azules y amarillos sobre una desvaída alfombra verde, y habían dos grabados de ninfas (uno en la base de la escalera junto al poste, otro junto a la ventana) que se erigían como guardianes silenciosos de la casa. Al lado de la entrada había habido una pintura o un espejo en la pared, y su contorno ovalado era aún visible contra el empapelado, como una solitaria huella dactilar en la escena de un crimen. Sobre sus cabezas colgaba una araña de nueve brazos, con los cristales oscurecidos por el tiempo.

Una mujer estaba bajando por las escaleras, deslizando la mano izquierda por el barandal. No era vieja, y aunque tenía trazos plateados en el cabello, su cuerpo era demasiado recto y ágil como para pertenecer a una anciana. Pero el severo vestido gris y la dureza de sus ojos le añadía años que no representaba en la carne de su cuerpo.

“Madre, ella es Noemí Taboada,” dijo Francis mientras comenzaba a subir con el equipaje de Noemí.

Noemí lo siguió, sonriendo y ofreciendo su mano a la mujer, quien la miró como si sostuviese un pescado podrido. En vez de estrecharle la mano, la mujer se dio vuelta y comenzó a subir las escaleras.

“Un placer conocerla,” dijo la mujer dándole la espalda a Noemí. “Soy Florence, la sobrina del señor Doyle.”

Noemí sintió deseos de burlarse pero se mordió la lengua y simplemente se deslizó junto a Florence, ajustándose a su paso.

“Gracias.”

“Yo dirijo High Place, y por lo tanto si necesita algo debe acudir a mí. Aquí hacemos las cosas de cierto manera, y esperamos que usted siga las reglas.”

“¿Y cuáles son esas reglas?” preguntó ella.

Pasaron junto a la ventana de vidrio esmerilado, la cual presentaba una flor brillante y estilizada, según pudo notar Noemí. Se había usado óxido de cobalto para crear el azul de los pétalos. Ella sabía esas cosas. El negocio de la pintura, como decía su padre, la había provisto de un infinito arsenal de conocimientos químicos, los cuales ella ignoraba en su mayoría y que, a pesar de todo, quedaban atrapados en su cabeza como una canción molesta.

“La regla más importante es que somos un grupo silencioso y privado,” estaba diciendo Florence. “Mi tío, el señor Howard Doyle, es muy viejo y pasa la mayor parte del tiempo en su recámara. No debe molestarlo. Segundo, yo soy la encargada de cuidar a su prima. Necesita mucho descanso, así que tampoco debe importunarla innecesariamente. No merodeé lejos de la casa por cuenta propia; es fácil perderse y la región está plagada de barrancos.”

“¿Algo más?”

“No vamos al pueblo muy a menudo. Si tiene algún asunto allí, debe avisarme y yo haré que Charles la lleve.”

“¿Quién es él?”

“Uno de los miembros del personal. Por estos días es un personal muy reducido: tres personas. Han servido a la familia por muchos años.”

Recorrieron un pasillo alfombrado, con retratos ovalados y oblongos al óleo decorando los muros. Los rostros de los Doyle muertos hacía mucho tiempo observaron a Noemí desde otro tiempo, mujeres con bonetes y pesados vestidos, hombres con galeras, guantes y expresiones adustas. La clase de gente que podría reclamar un escudo familiar. Pálidos, rubicundos, como Francis y su madre. Una cara se parecía a la otra. Ella no podría haberlas diferenciado ni aun mirando de cerca.

“Esta será su habitación,” dijo Florence una vez que llegaron una puerta con un picaporte decorativo de cristal. “Debería advertirle que en esta casa no se fuma, en el caso de que participe de ese particular vicio,” agregó la mujer mirando el coqueto bolso de mano de Noemí, como si pudiese ver a través de él y encontrar su paquete de cigarrillos.

Vicio, pensó Noemí y recordó a las monjas que se habían encargado de su educación. Ella había aprendido a rebelarse mientras rezaba el rosario.

Noemí entró al dormitorio y se fijó en la antigua cama de cuatro postes, que parecía salida de una historia gótica; incluso tenía cortinas que uno podía cerrar, aislándose del mundo. Francis dejó las maletas junto a una angosta ventana (esta era colorida; los extravagantes paneles esmerilados no se extendían a los cuartos privados) mientras Florence señalaba el armario con su provisión de frazadas extras.

“Estamos alto en la montaña. Aquí es muy frío,” dijo. “Espero que haya traído un suéter.”

“Tengo un rebozo.”

La mujer abrió un cofre al pie de la cama, extrajo unas velas y uno de los candelabros más feos que Noemí había visto en su vida, todo plateado, con un querubín colgando de la base. Luego cerró el cofre, dejando el contenido encima de él.

“La luz eléctrica fue instalada en 1909. Justo antes de la revolución. Pero en las cuatro décadas siguientes se hicieron pocas reformas. Tenemos un generador, y puede producir energía suficiente para el refrigerador o para unas pocas lámparas. Pero está lejos de iluminar toda esta casa. En consecuencia, nos arreglamos con velas y lámparas de aceite.”

“No sabría cómo usar una lámpara de aceite,” dijo Noemí con una risita. “Nunca he salido de campamento.”

“Incluso un simple puede entender los principios básicos,” dijo Florence, y continuó hablando sin darle a Noemí la chance de contestar. “La caldera a veces es vacilante y bajo ninguna circunstancia la gente joven debería darse duchas calientes; un simple baño le bastará. No hay hogar en esta habitación, pero escaleras abajo encontrará uno muy grande. ¿He olvidado algo, Francis? No, muy bien.”

La mujer miró a su hijo, pero tampoco le dio tiempo de responder. Noemí dudo que mucha gente tuviese la oportunidad de decir una palabra con ella cerca.

“Me gustaría hablar con Catalina,” dijo Noemí.

Florence, quien debió pensar que ese era el fin de la conversación, ya tenía una mano en el picaporte.

“¿Hoy?” preguntó la mujer.

“Sí.”

“Es casi hora de su medicación. No seguirá despierta después de tomarla.”

“Quiero unos minutos con ella.”

“Madre, vino desde muy lejos,” dijo Francis.

La interjección del muchacho pareció tomar por sorpresa a la mujer. Florence alzó una ceja hacia el joven y juntó las manos.

“Bien, supongo que en la ciudad tienen una noción distinta del tiempo, corriendo de un lugar a otro,” dijo. “Si debe verla de inmediato, entonces venga conmigo. Francis, ¿por qué no vas a ver si el tío Howard nos acompañará en la cena? No quiero sorpresas.”

Florence guio a Noemí por otro largo pasillo hasta una habitación con otra cama de cuatro postes, una mesa de vestir adornada con un espejo de tres alas y un armario lo suficientemente grande como para alojar un pequeño ejército. Aquí, el empapelado era de un azul aguado con un patrón floral. Pequeñas pinturas de paisajes adornaban las paredes, imágenes costeras de grandes acantilados y playas solitarias, pero no eran vistas locales. Era Inglaterra, seguramente, preservada en óleos y marcos de plata.

Había una silla acomodada junto a una ventana. Catalina estaba sentada en ella. Se encontraba mirando afuera y no giró cuando la mujer entró en la habitación. Su cabello castaño estaba recogida en la nuca. Noemí se había preparado para encontrarse con una extraña acosada por la enfermedad, pero Catalina no lucía mucho más diferente de cuando vivía en Ciudad de México. Su apariencia de ensueño quizás se veía ahora amplificada por la decoración, pero ese era todo el cambio.

“Ella debe tomar su medicina dentro de cinco minutos,” dijo Florence, consultando su reloj de pulsera.

“Entonces usaré esos cinco minutos.”

La mujer mayor no pareció feliz, pero se fue. Noemí se aproximó a su prima. La joven mujer no la había mirado; seguía extrañamente inmóvil.

“¿Catalina? Soy yo, Noemí.”

Puso delicadamente una mano sobre el hombro de su prima, y solo entonces Catalina miró a Noemí. Sonrió lentamente.

“Noemí, viniste.”

Ella se paró frente a Catalina asintiendo. “Sí. Padre me ha enviado para que vea cómo estás. ¿Cómo te sientes? ¿Qué está pasando?”

“Me siento fatal. Tuve fiebre, Noemí. Tengo tuberculosis, pero ya estoy mejorando.”

“Nos escribiste una carta, ¿recuerdas? Contaste cosas extrañas en ella.”

“No recuerdo bien todo lo que escribí,” dijo Catalina. “Tenía mucha temperatura.”

Catalina era cinco años mayor que Noemí. No es una gran brecha de edad, pero resultó lo suficiente como para que de niño Catalina asumiese un rol maternal. Noemí recordaba muchas tardes compartidas con Catalina haciendo manualidades, creando vestidos para muñecas de papel, yendo al cine, escuchando sus cuentos de hadas. Se sentía raro el verla así, apática, dependiendo de otros cuando todos antes habían dependido de ella. A Noemí no le gustó para nada.

“La carta puso muy nervioso a mi padre,” dijo Noemí.

“Lo siento, querida, no debería haber escrito. Probablemente tengas muchas cosas que hacer en la ciudad. Tus amigos, tus clases, y ahora estás aquí porque escribí insensateces en un papel.”

“No te preocupes. Yo quería venir a verte. Hace una eternidad que no nos vemos. Para ser honesta, yo creí que tú estabas por venir a visitarnos.”

“Sí,” dijo Catalina. “Sí, pensé lo mismo. Pero es imposible salir de esta casa.”

Catalina estaba pensativa. Sus ojos, charcos color avellana de aguas estancadas, se hicieron más vacíos, y su boca se abrió como si se estuviese preparando para hablar, pero no lo hizo. En vez de eso respiró profundo, contuvo el aliento, y luego giró la cabeza y tosió.

“¿Catalina?”

“Es hora de tu medicina,” dijo Florence, irrumpiendo en la habitación con una botella de vidrio y una cuchara en la mano. “Ahora ven.”

Catalina bebió obedientemente la cucharada de medicina, luego Florence la ayudó a meterse en la cama, cubriéndola con los cobertores hasta la barbilla.

“Vamos,” dijo Florence. “Ella necesita descansar. Usted podrá seguir hablando mañana.”

Catalina asintió. Florence acompañó a Noemí de vuelta a su recámara, dándole una breve descripción de la casa (la cocina estaba en esa dirección, la biblioteca en esa otra) y le dijo que la cena estaría servida a las siete. Noemí desempacó, puso su ropa en el armario y se dirigió al baño para refrescarse. Había una antigua bañera, un botiquín de baño y rastros de molduras en el techo. Muchas baldosas alrededor de la bañera estaban rotas, pero sobre un taburete de tres patas habían dejado toallas nuevas, y una bata que parecía limpia colgaba de un gancho.

Ella probó el interruptor de la luz en la pared, pero la iluminación no funcionó. En su habitación, Noemí no pudo encontrar ni una sola lámpara con bombillo, aunque había un tomacorriente. Se dio cuenta de que Florence no bromeaba cuando habló de las velas y las lámparas de aceite.

Abrió su bolso y rebuscó hasta encontrar sus cigarrillos. Una tacita decorada con cupidos semidesnudos que había en la mesa de noche sirvió como cenicero improvisado. Tras dar un par de caladas, se acercó a la ventana para evitar las quejas de Florence acerca del olor. Pero la ventana no se abría.

Se quedó parada, mirando afuera a la niebla.


 


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