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Cuando Noemí era niña y
Catalina le leía cuentos de hadas, solía mencionar “el bosque”, ese lugar donde
Hansel y Gretel arrojaban sus migajas de pan o donde Caperucita Roja se
encontraba con un lobo. Al crecer en una gran ciudad, a Noemí no se le ocurrió
hasta mucho más tarde que los bosques eran lugares reales que podían ser
hallados en un atlas. Su familia vacacionaba en Veracruz, en la casa junto al
mar de su abuela, sin árboles altos a la vista. Incluso cuando creció, en su
imaginación el bosque continuó siendo una imagen entrevista en un libro de
cuentos por una niña, con trazos delineados en carbonilla y manchas coloridas y
brillantes en el medio.
Por lo
tanto, le llevó un tiempo darse cuenta de que se estaba dirigiendo al interior de un bosque, puesto que El
Triunfo estaba encaramado en la ladera de una alta montaña alfombrada por
coloridas flores silvestres y cubierta densamente con pinos y robles. Noemí
avistó ovejas pastando en los alrededores y cabras aventurándose en riscos
empinados. La plata le había dado sus riquezas a la región, pero el sebo de
estos animales habían ayudado a iluminar las minas, y había muchas de ellos.
Todo era muy bonito.
Sin
embargo, cuanto más se acercaba y subía el tren hacia El Triunfo, más cambiaba
el bucólico paisaje y Noemí reconsideró la idea que se había hecho de él.
Profundos barrancos cortaban el terreno, y crestas escarpadas asomaban fuera de
la ventana. Lo que habían sido encantadores riachuelos se transformaron en
fuertes y torrentosos ríos, que significarían la perdición para cualquiera que
fuese arrastrado por sus corrientes. En la base de las montañas los granjeros
cuidaban arboledas y campos de alfalfa, pero aquí no habían tales cultivos;
solo las cabras trepando y bajando por las piedras. La tierra mantenía ocultas
sus riquezas, sin mostrar ningún árbol frutal.
El aire
se hizo más delgado mientras el tren luchaba por subir la montaña hasta que
tartamudeó y se detuvo.
Noemí
tomó sus maletas. Trajo dos de ellas y estuvo tentada de empacar también su
baúl favorito, aunque a último momento decidió que sería muy incómodo. A pesar
de esta decisión, las maletas eran grandes y pesadas.
La
estación de trenes no se encontraba demasiado atareada y apena era una estación
en absoluto, solo un edificio solitario con forma de cuadrado con una mujer
adormilada detrás de la boletería. Tres niños pequeños perseguían a otro
alrededor de la estación, jugando a la tocadita, y ella les ofreció unas
monedas si la ayudaban a bajar su equipaje. Lo hicieron contentos. Lucían mal
alimentados, y ella se preguntó cómo se las arreglarían los habitantes del
pueblo ahora que la mina estaba cerrada y solo las cabras ofrecían la
oportunidad de hacer algún tipo de comercio.
Noemí
estaba preparada para el frío de la montaña. El elemento inesperado fue
entonces la fina niebla que la recibió esa tarde. Ella la observó con
curiosidad mientras se ajustaba el sombrero de calota verde azulado con la
larga piel amarilla y echaba vistazos hacia la calle, buscando su transporte,
con el cual difícilmente podría confundirse. Había un solo automóvil
estacionado frente a la estación, un vehículo ridículamente grande que le hizo
pensar en las ostentosas estrellas de cine mudo de dos o tres décadas atrás; el
tipo de automóvil que su padre podría haber conducido en su juventud para
mostrar su riqueza.
Pero el
vehículo frente a ella era anticuado, estaba sucio y necesitaba un trabajo de
pintura. Por lo tanto no era realmente el tipo de automóvil que usaría una
estrella de cine en esos días, sino que parecía una reliquia que había sido limpiada
a las apuradas y arrastrada a la calle.
Ella
pensó que el conductor haría juego con el auto y esperó encontrarse con un
hombre anciano detrás del volante, pero salió un joven de más o menos su misma
edad con un saco de corderoy. Era rubio y pálido (ella no creía que alguien
pudiese ser tan pálido; por Dios, ¿es
que nunca salía al sol?), de mirada insegura, su boca estirada para formar una
sonrisa o un saludo.
Noemí
les pagó a los niños que la habían ayudado con el equipaje, y luego se adelantó
y extendió su mano.
“Soy
Noemí Taboada. ¿Lo ha enviado el señor Doyle?” preguntó.
“Sí, el
tío Howard dijo que la buscase,” respondió él, estrechando débilmente su mano.
“Soy Francis. ¿Tuvo un viaje placentero? ¿Esas son sus cosas, señorita Taboada?
¿Puedo ayudarla con ellas?” preguntó en rápida sucesión, como si prefiriese
terminar todas las oraciones con signos de interrogación en vez de
comprometerse con declaraciones definidas.
“Puede
llamarme Noemí. Señorita Taboada suena demasiado pretencioso. Ese es todo mi
equipaje y sí, me encantaría que me diese una mano.”
Él
levantó ambas maletas y las puso en el baúl, luego rodeó el auto y le abrió la
puerta a ella. El pueblo, como la muchacha pudo ver desde su ventanilla, estaba
salpicado de calles sinuosas, casas coloridas con macetas de flores en las
ventanas, robustas puertas de madera, largas escaleras, una iglesia, y todos
los detalles que cualquier guía turística llamaría “pintorescos”.
A pesar
de esto, resultaba evidente que El Triunfo no aparecería en ninguna guía
turística. Tenía el aire mustio de un lugar que ha sido olvidado. Las casas
eran coloridas, sí; pero los colores estaban descascarados en la mayoría de los
muros, algunas puertas estaban destartaladas, la mitad de las macetas tenían
las flores marchitas, y el pueblo mostraba pocos signos de actividad.
Eso no
era algo inusual. Muchos antiguos emplazamientos mineros que habían extraído la
plata y el oro durante la colonia interrumpieron su actividad cuando estalló la
Guerra de Independencia. Más tarde, los ingleses y franceses fueron bien
recibidos durante la tranquilidad del Porfiriato, llenándose los bolsillos con
las riquezas minerales. Pero la Revolución acabó con este segundo boom. Había
muchos enclaves como El Triunfo donde uno podía ver finas capillas construidas
cuando había dinero y gente; lugares donde la tierra nunca más escupiría
riquezas de su vientre.
Aun así
los Doyle se quedaron en esta tierra, cuando muchos otros ya se habían marchado
hacía tiempo. Tal vez, pensó ella, habían aprendido a amarla, a pesar de que no
se había visto demasiado impresionada ya que era un paisaje escarpado y
abrupto. No se parecía en nada a las montañas de sus libros infantiles, donde los
árboles lucían hermosos y las flores crecían a la vera del camino; no parecía
el lugar encantado en el que Catalina había dicho que viviría. Al igual que el
viejo auto que había recogido a Noemí, el pueblo se aferraba a las heces del
esplendor.
Francis
subió por un camino estrecho que trepaba profundo en las montañas, el aire se
hacía más crudo, la niebla se intensificaba. Ella se frotó las manos.
“¿Es
muy lejos?” preguntó.
Otra
vez, él pareció inseguro. “No tanto,” dijo Francis lentamente, como si estuviesen
discutiendo un asunto que debía ser tratado con mucho cuidado. “El camino está
malo, sino iría más rápido. Hace mucho, cuando la mina estaba abierta, todos
los caminos de por aquí estaban en buen estado, incluso cerca de High Place.”
“¿High
Place?”
“Así
llamamos a nuestra casa. Y detrás de ella, el cementerio inglés.”
“¿En
realidad es muy inglés?” dijo ella sonriendo.
“Sí,”
replicó él, usando ambas manos para aferrar el volante con una fuerza que ella
no hubiese imaginado por su delgada contextura.
“¿Oh?”
dijo ella, esperando algo más.
“Ya lo
verá. Es muy inglés. Mmm, eso es lo que quería el tío Howard, un pedazo de
Inglaterra. Incluso trajo tierra europea hasta aquí.”
“¿Usted
cree que él sufría un caso extremo de nostalgia?”
“Así
es. Podría decirle además que no hablamos español en High Place. Mi tío abuelo
no sabe una palabra, Virgil lo habla apenas, y mi madre no se atrevería a
formar una frase. ¿Su... su inglés es bueno?”
“Lecciones
diarias desde que tenía seis,” dijo ella, cambiando del español al inglés. “no
voy a tener problemas.”
Los
árboles fueron haciéndose cada vez más cerrados, y bajo las ramas estaba
oscuro. Ella no era amante de la naturaleza, en realidad. La última vez que
había estado cerca de un bosque había sido en aquella excursión al Desierto de
los Leones cuando salieron a cabalgar y su hermano y sus amigos decidieron
practicar tiro con unas latas. Eso había sido dos, quizás tres años antes. Este
lugar no se comparaba a aquel. Aquí era mucho más salvaje.
Ella se
encontró calculando cuidadosamente la altura de los árboles y la profundidad de
los precipicios. Ambas eran considerables. La niebla se hizo más densa,
haciéndola contraerse, temiendo caer montaña abajo si tomaban un giro
equivocado. ¿Cuántos mineros ávidos de plata habrían caído por un risco? La
montaña ofrecía riquezas minerales y una muerte rápida. Pero Francis parecía
seguro en su tarea, si bien sus palabras eran vacilantes. A ella en general no
le gustaban los hombres tímidos (la sacaban de quicio) pero qué importaba. No había
ido a verlo a él ni a ningún otro miembro de su familia.
“En
fin, ¿quién ere tú?” preguntó ella, comenzando a tutearlo para distraer sus
pensamientos de los precipicios y los choques de autos contra árboles.
“Francis.”
“Bueno,
sí, ¿pero eres el primo pequeño de Virgil? ¿El tío perdido hace tiempo? ¿Otra
oveja negra de la que deba saber?”
Ella
habló en esa manera graciosa que le gustaba, la que solía usar en fiestas de
cocteles, y que siempre lograba acercarla a la gente; y él reaccionó como ella
esperaba, sonriendo un poco.
“Primo segundo.
Él es un poco mayor que yo.”
“Nunca
entendí eso. Primero, segundo, tercero. ¿Quién lleva la cuenta? Siempre pensé
que si vienen a mi fiesta de cumpleaños estamos emparentados y eso es todo, no
hay necesidad de sacar a relucir el árbol genealógico.”
“Eso
simplifica todo, ciertamente,” dijo él. Ahora su sonrisa era real.
“¿Eres
un buen primo? Yo odiaba a mis primos varones cuando era pequeña. Siempre me
aplastaban la cabeza contra la torta en mi fiesta aunque yo no quisiese hacer
eso de la mordida.”
“¿Mordida?”
“Sí. Se
dice que debes darle un mordisco a la torta antes de que la corten, pero
siempre alguien te entierra la cabeza en ella. Supongo que no tuviste que
soportar esas cosas en High Place.”
“No hay
muchas fiestas en High Place.”
“El
nombre debe ser una descripción literal,” musitó ella, porque seguían subiendo.
¿Acaso ese camino no tenía fin? Las ruedas del auto crujieron sobre una rama de
árbol caída, y luego otra.
“Sí.”
“Nunca
estuve en una casa con nombre. ¿Quién hace eso en estos días?”
“Somos
anticuados,” murmuró el muchacho.
Noemí
espió al joven con escepticismo. Su madre habría dicho que necesitaba hierro en
su dieta y un buen corte de carne. Guiándose por esos delgados dedos, él se
sustentaba a base de gotas de rocío y miel, y el tono de su voz tendía al
susurro. Virgil le había parecido mucho más físico que este muchacho, mucho más
presente. Más grande, también, como había indicado Francis. Virgil tenía
treinta y algo; ella había olvidado la edad exacta.
Golpearon
una roca o algún tipo de obstáculo en el camino. Noemí dejó escapar un irritado
“auch.”
“Perdón
por eso,” dijo Francis.
“No
creo que sea tu culpa. ¿Esto siempre está así?” preguntó ella. “Es como manejar
en un bol de leche.”
“Esto
no es nada,” dijo con una risita. Bueno. Al menos él estaba tranquilo.
Luego,
de repente, se encontraron emergiendo en un claro, y la casa pareció
desprenderse de la niebla con para recibirlos con brazos ansiosos. ¡Era tan
extraña! Se veía absolutamente victoriana en la construcción, con las tejas
rotas, la ornamentación elaborada y los ventanales sucios. Ella jamás había
visto algo así en la vida real; era terriblemente distinta de su moderna casa,
los apartamentos de sus amigos o las casas coloniales con fachadas de tezontle
colorado.
La casa
se cernía sobre ellos como una gran gárgola silenciosa. Habría parecido
amenazadora, evocando imágenes de fantasmas y lugares embrujados, de no haber
estado tan deteriorada, con un par de persianas rotas, el porche de ébano rechinando
mientras subían los escalones hacia la puerta, la cual se completaba con una
aldaba de plata en forma de puño colgando de un círculo.
Es el caparazón abandonado de un caracol, se dijo a sí misma, y pensar en
caracoles le trajo recuerdos de su infancia jugando en el patio de su casa,
removiendo las plantas para ver los cascarones circulares mientras intentaban
esconderse de nuevo. O alimentando las hormigas con cubos de azúcar, a pesar de
las advertencias de su madre. También el dulce gatito atigrado que dormía bajo
las buganvilias y se dejaba acariciar pacientemente por los niños. Ella no
creía que tuviesen un gato en esta casa, ni canarios piando alegremente en sus
jaulas que ella pudiese alimentar por las mañanas.
Francis
sacó una llave y abrió la pesada puerta. Noemí entró al hall principal, lo que
le dio una vista inmediata de una gran escalera de caoba y roble con una
ventana redonda y esmerilada en el segundo descanso. La ventana arrojaba
sombras de rojos, azules y amarillos sobre una desvaída alfombra verde, y
habían dos grabados de ninfas (uno en la base de la escalera junto al poste,
otro junto a la ventana) que se erigían como guardianes silenciosos de la casa.
Al lado de la entrada había habido una pintura o un espejo en la pared, y su
contorno ovalado era aún visible contra el empapelado, como una solitaria
huella dactilar en la escena de un crimen. Sobre sus cabezas colgaba una araña
de nueve brazos, con los cristales oscurecidos por el tiempo.
Una
mujer estaba bajando por las escaleras, deslizando la mano izquierda por el
barandal. No era vieja, y aunque tenía trazos plateados en el cabello, su
cuerpo era demasiado recto y ágil como para pertenecer a una anciana. Pero el
severo vestido gris y la dureza de sus ojos le añadía años que no representaba
en la carne de su cuerpo.
“Madre,
ella es Noemí Taboada,” dijo Francis mientras comenzaba a subir con el equipaje
de Noemí.
Noemí
lo siguió, sonriendo y ofreciendo su mano a la mujer, quien la miró como si
sostuviese un pescado podrido. En vez de estrecharle la mano, la mujer se dio
vuelta y comenzó a subir las escaleras.
“Un
placer conocerla,” dijo la mujer dándole la espalda a Noemí. “Soy Florence, la
sobrina del señor Doyle.”
Noemí
sintió deseos de burlarse pero se mordió la lengua y simplemente se deslizó
junto a Florence, ajustándose a su paso.
“Gracias.”
“Yo
dirijo High Place, y por lo tanto si necesita algo debe acudir a mí. Aquí
hacemos las cosas de cierto manera, y esperamos que usted siga las reglas.”
“¿Y
cuáles son esas reglas?” preguntó ella.
Pasaron
junto a la ventana de vidrio esmerilado, la cual presentaba una flor brillante
y estilizada, según pudo notar Noemí. Se había usado óxido de cobalto para
crear el azul de los pétalos. Ella sabía esas cosas. El negocio de la pintura,
como decía su padre, la había provisto de un infinito arsenal de conocimientos
químicos, los cuales ella ignoraba en su mayoría y que, a pesar de todo,
quedaban atrapados en su cabeza como una canción molesta.
“La
regla más importante es que somos un grupo silencioso y privado,” estaba
diciendo Florence. “Mi tío, el señor Howard Doyle, es muy viejo y pasa la mayor
parte del tiempo en su recámara. No debe molestarlo. Segundo, yo soy la
encargada de cuidar a su prima. Necesita mucho descanso, así que tampoco debe
importunarla innecesariamente. No merodeé lejos de la casa por cuenta propia;
es fácil perderse y la región está plagada de barrancos.”
“¿Algo
más?”
“No
vamos al pueblo muy a menudo. Si tiene algún asunto allí, debe avisarme y yo
haré que Charles la lleve.”
“¿Quién
es él?”
“Uno de
los miembros del personal. Por estos días es un personal muy reducido: tres
personas. Han servido a la familia por muchos años.”
Recorrieron
un pasillo alfombrado, con retratos ovalados y oblongos al óleo decorando los
muros. Los rostros de los Doyle muertos hacía mucho tiempo observaron a Noemí
desde otro tiempo, mujeres con bonetes y pesados vestidos, hombres con galeras,
guantes y expresiones adustas. La clase de gente que podría reclamar un escudo
familiar. Pálidos, rubicundos, como Francis y su madre. Una cara se parecía a
la otra. Ella no podría haberlas diferenciado ni aun mirando de cerca.
“Esta
será su habitación,” dijo Florence una vez que llegaron una puerta con un
picaporte decorativo de cristal. “Debería advertirle que en esta casa no se
fuma, en el caso de que participe de ese particular vicio,” agregó la mujer
mirando el coqueto bolso de mano de Noemí, como si pudiese ver a través de él y
encontrar su paquete de cigarrillos.
Vicio, pensó Noemí y recordó a las monjas que se habían
encargado de su educación. Ella había aprendido a rebelarse mientras rezaba el
rosario.
Noemí
entró al dormitorio y se fijó en la antigua cama de cuatro postes, que parecía
salida de una historia gótica; incluso tenía cortinas que uno podía cerrar,
aislándose del mundo. Francis dejó las maletas junto a una angosta ventana
(esta era colorida; los extravagantes paneles esmerilados no se extendían a los
cuartos privados) mientras Florence señalaba el armario con su provisión de
frazadas extras.
“Estamos
alto en la montaña. Aquí es muy frío,” dijo. “Espero que haya traído un
suéter.”
“Tengo
un rebozo.”
La
mujer abrió un cofre al pie de la cama, extrajo unas velas y uno de los
candelabros más feos que Noemí había visto en su vida, todo plateado, con un querubín
colgando de la base. Luego cerró el cofre, dejando el contenido encima de él.
“La luz
eléctrica fue instalada en 1909. Justo antes de la revolución. Pero en las
cuatro décadas siguientes se hicieron pocas reformas. Tenemos un generador, y
puede producir energía suficiente para el refrigerador o para unas pocas
lámparas. Pero está lejos de iluminar toda esta casa. En consecuencia, nos
arreglamos con velas y lámparas de aceite.”
“No
sabría cómo usar una lámpara de aceite,” dijo Noemí con una risita. “Nunca he
salido de campamento.”
“Incluso
un simple puede entender los principios básicos,” dijo Florence, y continuó
hablando sin darle a Noemí la chance de contestar. “La caldera a veces es
vacilante y bajo ninguna circunstancia la gente joven debería darse duchas
calientes; un simple baño le bastará. No hay hogar en esta habitación, pero
escaleras abajo encontrará uno muy grande. ¿He olvidado algo, Francis? No, muy
bien.”
La
mujer miró a su hijo, pero tampoco le dio tiempo de responder. Noemí dudo que
mucha gente tuviese la oportunidad de decir una palabra con ella cerca.
“Me
gustaría hablar con Catalina,” dijo Noemí.
Florence,
quien debió pensar que ese era el fin de la conversación, ya tenía una mano en
el picaporte.
“¿Hoy?”
preguntó la mujer.
“Sí.”
“Es
casi hora de su medicación. No seguirá despierta después de tomarla.”
“Quiero
unos minutos con ella.”
“Madre,
vino desde muy lejos,” dijo Francis.
La
interjección del muchacho pareció tomar por sorpresa a la mujer. Florence alzó
una ceja hacia el joven y juntó las manos.
“Bien,
supongo que en la ciudad tienen una noción distinta del tiempo, corriendo de un
lugar a otro,” dijo. “Si debe verla de inmediato, entonces venga conmigo.
Francis, ¿por qué no vas a ver si el tío Howard nos acompañará en la cena? No quiero
sorpresas.”
Florence
guio a Noemí por otro largo pasillo hasta una habitación con otra cama de
cuatro postes, una mesa de vestir adornada con un espejo de tres alas y un
armario lo suficientemente grande como para alojar un pequeño ejército. Aquí, el
empapelado era de un azul aguado con un patrón floral. Pequeñas pinturas de
paisajes adornaban las paredes, imágenes costeras de grandes acantilados y
playas solitarias, pero no eran vistas locales. Era Inglaterra, seguramente,
preservada en óleos y marcos de plata.
Había
una silla acomodada junto a una ventana. Catalina estaba sentada en ella. Se
encontraba mirando afuera y no giró cuando la mujer entró en la habitación. Su
cabello castaño estaba recogida en la nuca. Noemí se había preparado para
encontrarse con una extraña acosada por la enfermedad, pero Catalina no lucía
mucho más diferente de cuando vivía en Ciudad de México. Su apariencia de
ensueño quizás se veía ahora amplificada por la decoración, pero ese era todo
el cambio.
“Ella
debe tomar su medicina dentro de cinco minutos,” dijo Florence, consultando su
reloj de pulsera.
“Entonces
usaré esos cinco minutos.”
La
mujer mayor no pareció feliz, pero se fue. Noemí se aproximó a su prima. La
joven mujer no la había mirado; seguía extrañamente inmóvil.
“¿Catalina?
Soy yo, Noemí.”
Puso
delicadamente una mano sobre el hombro de su prima, y solo entonces Catalina
miró a Noemí. Sonrió lentamente.
“Noemí,
viniste.”
Ella se
paró frente a Catalina asintiendo. “Sí. Padre me ha enviado para que vea cómo
estás. ¿Cómo te sientes? ¿Qué está pasando?”
“Me
siento fatal. Tuve fiebre, Noemí. Tengo tuberculosis, pero ya estoy mejorando.”
“Nos
escribiste una carta, ¿recuerdas? Contaste cosas extrañas en ella.”
“No
recuerdo bien todo lo que escribí,” dijo Catalina. “Tenía mucha temperatura.”
Catalina
era cinco años mayor que Noemí. No es una gran brecha de edad, pero resultó lo
suficiente como para que de niño Catalina asumiese un rol maternal. Noemí
recordaba muchas tardes compartidas con Catalina haciendo manualidades, creando
vestidos para muñecas de papel, yendo al cine, escuchando sus cuentos de hadas.
Se sentía raro el verla así, apática, dependiendo de otros cuando todos antes
habían dependido de ella. A Noemí no le gustó para nada.
“La
carta puso muy nervioso a mi padre,” dijo Noemí.
“Lo
siento, querida, no debería haber escrito. Probablemente tengas muchas cosas
que hacer en la ciudad. Tus amigos, tus clases, y ahora estás aquí porque
escribí insensateces en un papel.”
“No te
preocupes. Yo quería venir a verte. Hace una eternidad que no nos vemos. Para
ser honesta, yo creí que tú estabas por venir a visitarnos.”
“Sí,”
dijo Catalina. “Sí, pensé lo mismo. Pero es imposible salir de esta casa.”
Catalina
estaba pensativa. Sus ojos, charcos color avellana de aguas estancadas, se
hicieron más vacíos, y su boca se abrió como si se estuviese preparando para
hablar, pero no lo hizo. En vez de eso respiró profundo, contuvo el aliento, y
luego giró la cabeza y tosió.
“¿Catalina?”
“Es
hora de tu medicina,” dijo Florence, irrumpiendo en la habitación con una
botella de vidrio y una cuchara en la mano. “Ahora ven.”
Catalina
bebió obedientemente la cucharada de medicina, luego Florence la ayudó a
meterse en la cama, cubriéndola con los cobertores hasta la barbilla.
“Vamos,”
dijo Florence. “Ella necesita descansar. Usted podrá seguir hablando mañana.”
Catalina
asintió. Florence acompañó a Noemí de vuelta a su recámara, dándole una breve
descripción de la casa (la cocina estaba en esa dirección, la biblioteca en esa
otra) y le dijo que la cena estaría servida a las siete. Noemí desempacó, puso
su ropa en el armario y se dirigió al baño para refrescarse. Había una antigua
bañera, un botiquín de baño y rastros de molduras en el techo. Muchas baldosas
alrededor de la bañera estaban rotas, pero sobre un taburete de tres patas
habían dejado toallas nuevas, y una bata que parecía limpia colgaba de un
gancho.
Ella
probó el interruptor de la luz en la pared, pero la iluminación no funcionó. En
su habitación, Noemí no pudo encontrar ni una sola lámpara con bombillo, aunque
había un tomacorriente. Se dio cuenta de que Florence no bromeaba cuando habló
de las velas y las lámparas de aceite.
Abrió
su bolso y rebuscó hasta encontrar sus cigarrillos. Una tacita decorada con
cupidos semidesnudos que había en la mesa de noche sirvió como cenicero
improvisado. Tras dar un par de caladas, se acercó a la ventana para evitar las
quejas de Florence acerca del olor. Pero la ventana no se abría.
Se
quedó parada, mirando afuera a la niebla.
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