La novela ganadora del premio Goodreads 2020 para el género de horror ya está aquí, por primera vez traducida al español. Narra la historia de Noemí Taboada, una muchacha de veintipico de años perteneciente a la alta sociedad del México de los '50, algo malcriada y rebelde pero muy enérgica, quien es enviada por su padre a la remota mansión donde su prima Catalina vive con su flamante esposo, Virgil Doyle, y su misteriosa familia política. El motivo de la visita es ver qué sucede con Catalina, pues esta le ha enviado una carta muy perturbadora en la que asegura ser prisionera de los misteriosos Doyle y estar siendo acosada por presencias oscuras y aterradoras que viven entre las paredes de la mansión.
Esta historia cuenta con todos los elementos de la literatura gótica (una heroína en apuros, una mansión algo arruinada, oscura y tenebrosa, paisajes inhóspitos acosados por la niebla y la lluvia, historias familiares trágicas, sueños terroríficos...), con un novedoso giro en lo argumental que la acerca a temas más en boga durante el siglo XX.
El éxito del libro ya le garantizó una miniserie en Hulu, por lo que seguramente será traducido pronto a nuestro idioma. Pero si quieres saber de qué va e ir adelantándote un poco para tener una idea de qué te espera, aquí publicaré los primeros tres capítulos así puedes presumir frente a tus amigas y amigos de que los leíste antes que ellxs :-)
Y si realmente no puedes esperar a que salga la traducción oficial, en mi cuenta de Patreon encontrarás el libro completo. Dale, copate y convertite en mi mecenas. No te vas a arrepentir.
GÓTICO MEXICANO
1
Las fiestas en la casa de
los Tuñón siempre terminaban invariablemente tarde, y como los anfitriones
disfrutaban especialmente de las fiestas de disfraces, no era raro ver llegar a
Chinas Poblanas, con sus trajes típicos y lazos en el cabello, en compañía de
un arlequín o un vaquero. Sus chóferes, en vez de esperar innecesariamente
afuera de la casa de los Tuñón, habían organizado sus noches. Se iban a comer
tacos en algún puesto callejero o incluso visitaban alguna sirvienta que trabajase
en una de las casas cercanas, un cortejo tan delicado como cualquier melodrama
victoriano. Algunos de los choferes se reunían, compartiendo cigarrillos e
historias. Un par de ellos dormían. Después de todo, sabían perfectamente que
nadie abandonaría la fiesta hasta pasadas la una A.M.
Por lo
tanto, la pareja que salió a las diez P.M. rompió la regla. Para peor, el
conductor se había ido a comer y no se lo podía localizar. El joven lucía
consternado, intentando decidir qué haría a continuación. Se había calzado una
cabeza de caballo hecha de papel maché, una elección de la que ahora se
arrepentía pues deberían cruzar la ciudad con ese incómodo objeto de utilería.
Noemí le había advertido que quería ganar el concurso de disfraces, derrotando
a Laura Quezada y a su galán, por lo que él se había tomado un trabajo que
ahora se veía como fuera de lugar, pues su compañera no se había vestido como
dijo que lo haría.
Noemí
Taboada había prometido que alquilaría un atuendo de jinete, que completaría
con una fusta. Se suponía que sería una elección astuta y ligeramente
escandalosa, puesto que había oído que Laura iría disfrazada de Eva, con una
serpiente alrededor del cuello. A último momento, Noemí cambió de parecer. El
disfraz de jinete era feo y le raspaba la piel. Así que, en su lugar, se puso
un vestido verde con apliques de flores blancas y ni se molestó en avisarle a
su cita acerca del cambio.
“¿Y
ahora qué?”
“Son
tres manzanas hasta la gran avenida. Allí encontraremos un taxi,” le dijo a
Hugo. “Oye, ¿tienes un cigarrillo?”
“¿Cigarrillo?
Ni siquiera sé dónde tengo la billetera,” replicó Hugo, tanteando la chaqueta
con una mano. “Además, ¿no tienes siempre cigarrillos en tu bolso? Si no te
conociese mejor, diría que eres tacaña y no quieres comprarlos.”
“Es
mucho más divertido cuando un caballero le ofrece un cigarrillo a una dama.”
“Esta
noche no te puedo ofrecer ni una pastilla de menta. ¿Habré olvidado la
billetera en la casa?”
Ella no
contestó. Hugo tenía problemas para cargar la cabeza de caballo bajo el brazo.
Casi se le cae cuando llegaron a la avenida. Noemí levantó un esbelto brazo y
llamó a un taxi. Una vez dentro del auto, Hugo pudo dejar el mamotreto en el
asiento.
“Podrías
haberme avisado que no necesitaba traer esto,” murmuró, advirtiendo la sonrisa
del conductor y suponiendo que se estaba riendo de él.
“Te ves
adorable cuando estás irritado,” contestó ella, abriendo su bolso de mano y
buscando sus cigarrillos.
Hugo
también se veía como un Pedro Infante joven, lo cual constituía gran parte de
su atractivo. En cuanto al resto (personalidad, estatus social e inteligencia),
Noemí no se había detenido demasiado a considerarlo. Cuando ella deseaba algo,
simplemente lo quería; y en los últimos tiempos había deseado a Hugo, aunque
ahora que ya había captado su atención, era probable que lo abandonase.
Cuando
llegaron a la casa de ella, Hugo se estiró y le aferró la mano.
“Dame
un beso de buenas noches.”
“Estoy
apurada, pero puedes quedarte con un poco de mi lápiz labial,” replicó ella,
tomando el cigarrillo y poniéndoselo en la boca.
Hugo se
alejó de la ventanilla frunciendo el ceño mientras Noemí corría hacia su casa,
cruzaba el patio interno y entraba directamente en la oficina de su padre. Al
igual que el resto de la propiedad, la oficina estaba decorada con un estilo
moderno, que parecía poner en evidencia lo reciente de la fortuna de sus
ocupantes. El padre de Noemí nunca fue pobre, pero había convertido una pequeña y discreta
empresa de tintes químicos en una fortuna. Sabía lo que quería y no temía
mostrarlo: colores llamativos y líneas rectas. Sus sillas estaban tapizadas con
un vibrante rojo, y plantas exuberantes agregaban toques de verde en todas las
habitaciones.
La
puerta de la oficina estaba cerrada, y Noemí no se molestó en tocar, entrando
como una brisa con los tacones de sus zapatos resonando sobre el parqué.
Acarició con las yemas de los dedos una de las orquídeas que tenía en el
cabello, y se sentó en la silla frente al escritorio de su padre con un
profundo suspiro, arrojando su pequeño bolso en el suelo. Ella también sabía lo
que quería, y ser llamada temprano a
casa no era una de esas cosas.
Su
padre le había hecho señas con la mano de que entrase (sus tacones eran
ruidosos y señalaban su llegada de forma tan segura como cualquier saludo) pero
no la había mirado, concentrado como estaba, examinando unos documentos.
“No
puedo creer que me hayas llamado a la casa de los Tuñón,” dijo ella, tirando de
sus guantes blancos. “Ya sé que no estabas demasiado contento con Hugo…”
“Esto
no se trata de Hugo,” replicó el padre, interrumpiéndola.
Noemí
frunció el ceño. Sostuvo uno de los guantes en la mano derecha. “¿No?”
Ella
había pedido permiso para ir a la fiesta, pero no había aclarado que lo haría
con Hugo Duarte, y sabía lo que su padre pensaba de él. Le preocupaba que Hugo
le pudiese proponerle matrimonio y que ella aceptase. Noemí no tenía intención
de casarse con Hugo y se lo había aclarado a sus padres, pero Padre no le
creía.
Noemí,
como toda persona de sociedad, compraba en el Palacio de Hierro, se pintaba la
boca con labial Elizabeth Arden, poseía un par de pieles muy finas, hablaba
inglés con destacada facilidad, cortesía de las monjas del Monserrat (una
escuela privada, por supuesto) y se esperaba que dedicase su tiempo a las
ocupaciones gemelas del ocio y la caza de marido. En consecuencia, para su
padre, cualquier actividad recreativa debe involucrar la adquisición de esposo.
O sea que ella jamás debería divertirse solo por divertirse, sino como un medio
para obtener un marido. Lo cual no habría constituido problema alguno si a
Padre le hubiese gustado Hugo; pero este no era más que un simple arquitecto
novato, y se esperaba que Noemí aspirase más alto.
“No,
aunque más tarde hablaremos de eso,” dijo él, dejando confundida a Noemí.
Ella
había estado bailando un tema lento cuando un sirviente le tocó el hombro y le
preguntó si atendería una llamada del señor Taboada en el estudio,
interrumpiendo su diversión. Supuso que Padre había descubierto que estaba con
Hugo, querría separarlos y darle una advertencia. Si esa no era su intención,
¿de qué se trataba todo ese alboroto?
“No es
nada malo, ¿cierto?” preguntó cambiando el tono de voz. Cuando estaba enojada,
su voz sonaba más chillona y aniñada, en lugar del tono modulado que había
perfeccionado en los últimos años.
“No lo
sé. No puedes revelar lo que voy a
contarte. Ni a tu madre, ni a tu hermano, ni a ningún amigo, ¿entendido?” dijo
su padre, mirándola fijamente hasta que ella asintió.
Él se
recostó en su silla, juntando las manos frente al rostro, y también afirmó con
la cabeza.
“Hace
unas semanas recibí una carta de tu prima Catalina. En ella hacía serias
acusaciones contra su esposo. Le escribí a Virgil para tratar de llegar al
meollo de la cuestión.
“Virgil
me respondió diciendo que Catalina había estado actuando erráticamente, pero
que creía que estaba fingiendo. Nos seguimos escribiendo, yo insistiendo en que
si Catalina estaba tan perturbada
como parecía, lo mejor sería traerla a Ciudad de México para que la viese un
profesional. Él no lo consideró necesario.”
Noemí
se quitó el otro guante y lo dejó sobre el regazo.
“Hicimos
una pausa. No creí qué fuese a insistir sobre el asunto, pero esta noche recibí
un telegrama. Aquí está, léelo.”
Su
padre tomó un papel del escritorio y se lo extendió a Noemí. Era una invitación
para que ella visitase a Catalina. El tren no pasaba todos los días por el
pueblo, pero los lunes sí lo hacía, y enviarían un chofer a la estación para
recogerla.
“Quiero
que vayas, Noemí. Virgil dice que ella ha estado pidiendo por ti. Por otro
lado, creo que este es un asunto que será mejor manejado por una mujer. Tal vez
no sean más que exageraciones y problemas maritales. Tu prima tiene cierta
tendencia a ser melodramática. Podría estar buscando un poco de atención.”
“Si ese
fuera el caso, ¿por qué nos incumben sus problemas maritales o su melodrama?”
preguntó ella, aunque no le parecía justo que su padre llamase melodramática a
Catalina. La muchacha había perdido ambos padres a una corta edad. Se podía
esperar cierta inestabilidad.
“La
carta de Catalina es muy extraña. Aseguraba que su esposo la estaba
envenenando, y dijo que tenía visiones. No soy un experto, pero fue suficiente
para que me pusiese a buscar algún buen psiquiatra.”
“¿Tienes
la carta?”
“Sí,
aquí está.”
A Noemí
le costó entender las palabras, y más aún extraer algún sentido de ellas. La
letra parecía inestable, descuidada.
…
él está tratando de envenenarme. Esta casa está enferma de podredumbre, apesta
a decadencia, aletea con cada sentimiento de maldad y crueldad. He intentado
mantener la cordura, alejar estas tonterías, pero no puedo y a menudo me
descubro perdiendo la noción del tiempo y los pensamientos. Por favor. Por
favor. Ellos son crueles y malvados y no me dejarán ir. Yo trabo la puerta pero
aun así vienen, susurran por las noches y tengo mucho miedo de estos muertos
sin descanso, estos fantasmas, estas cosas incorpóreas. La serpiente
mordiéndose la cola, el suelo inmundo bajo nuestros pies, los falsos rostros y
las falsas lenguas, la red donde camina la araña haciendo vibrar las cuerdas.
Yo soy Catalina Taboada. CATALINA. Cata, Cata ven a jugar. Te extraño Noemí.
Ruego volver a verte. Debes venir a buscarme, Noemí. Debes salvarme. Por más
que quiera, no puedo salvarme yo misma, y estoy atrapada, hilos como de acero a
través de mi mente y de mi piel y eso está ahí. En las paredes. No me suelta
así que debo pedirte que me liberes, que lo alejes de mí, que los detengas. Por
amor de Dios…
Apresúrate,
Catalina
En los
márgenes de la carta su prima había garabateado más palabras, números,
círculos. Era desconcertante.
¿Cuándo
fue la última vez que Noemí había hablado con Catalina? Debió haber sido hace
meses, casi un año tal vez. La pareja había pasado la luna de miel en Pachuca,
y Catalina la había llamado por teléfono y le había enviado un par de postales;
pero después casi no habían tenido contacto, si bien seguían llegando
telegramas por los cumpleaños de los miembros de la familia, en las fechas
correctas del año. Seguramente llegó una carta de Navidad, porque había habido
regalos navideños. ¿O fue Virgil quien había escrito la carta de Navidad? Había
sido, en todo caso, una carta amable.
Todos
suponían que Catalina estaba disfrutando de su flamante matrimonio y no tenía
demasiadas ganas de escribir. También existía el hecho de que su nueva casa no
tuviese teléfono, algo que no era inusual en el campo, y de todas maneras a
Catalina no le gustaba escribir. Noemí, ocupada con sus obligaciones sociales y
con la escuela, simplemente asumió que Catalina y su esposo eventualmente
viajarían a Ciudad de México para visitarlos.
La
carta que sostenía en la mano era, por lo tanto, inusual en todos los aspectos.
Estaba escrita a mano, aunque Catalina prefería la máquina de escribir; era
confusa, cuando Catalina solía ser precisa al escribir.
“Es muy
extraña,” admitió Noemí. Había estado inclinada a pensar que su padre exageraba
o estaba usando este incidente como una excusa oportuna para distraerla de
Duarte, pero no parecía ser el caso.
“Como
mínimo. Al verla, probablemente entiendas por qué le escribí a Virgil
pidiéndole explicaciones. Y por qué me sorprendió inmediatamente que me acusase
de ser una molestia.”
“¿Qué
le escribiste, exactamente?” preguntó ella, temiendo que su padre hubiese sido
poco educado. Era un hombre serio y podía ser malinterpretado por la gente
debido a su brusquedad inintencional.
“Debes
entender que no me gustaría poner a mi sobrina en un lugar como La Castañeda…”
“¿Eso
dijiste? ¿Qué la meterías en el manicomio?”
“Lo
mencioné como una posibilidad,” replicó su padre, levantando la mano. Noemí le
devolvió la carta. “No es el único lugar, pero conozco a gente allí. Ella
podría necesitar de atención profesional, atención que no encontrará en el
campo. Y me temo que somos los únicos capaces de asegurar que sea bien
atendida.”
“No
confías en Virgil.”
Su
padre soltó una risita seca. “Tu prima se casó muy rápido, Noemí, y, podría
decirse, irreflexivamente. Ahora, soy el primero en admitir que Virgil Doyle
parecía agradable, pero quién sabe si es de fiar.”
Tenía
algo de razón. El compromiso de Catalina había sido escandalosamente breve, y
ellos apenas habían tenido oportunidad de hablar con el novio. Noemí ni
siquiera sabía con certeza cómo se habían conocido, solo sabían que a las pocas
semanas Catalina estaba enviando las participaciones de su boda. Hasta ese
momento, Noemí ni siquiera sabía que su prima tenía un enamorado. De no haber
sido invitada a participar como uno de los testigos en el juzgado civil, Noemí
dudaba de que se hubiese enterado siquiera que Catalina se había casado.
Ese
secretismo y apuro no cayó bien en el padre de Noemí. Él organizó un desayuno
de casamiento para la pareja, pero Noemí sabía que él estaba ofendido por el
comportamiento de Catalina. Era otra de las razones por las que Noemí no se
había preocupado ante la escasa comunicación de Catalina con la familia. Su
relación era, por el momento, tirante. Ella suponía que todo se calmaría en
algunos meses, que llegaría noviembre y Catalina iría a Ciudad de México con
planes de salir de compras para Navidad, y todos estarían contentos. Tiempo,
era solo una cuestión de tiempo.
“Tú
debes creer que ella está diciendo la verdad y que él la maltrata,” concluyó la
muchacha, intentando recordar su propia impresión del novio. Apuesto y educado fueron las dos palabras que le vinieron a la mente, pero
también era cierto que apenas habían intercambiado unas pocas frases.
“Ella
afirma, en la carta, que no solo él la está envenenando sino que hay fantasmas
caminando por las paredes. Dime, ¿eso te parece un testimonio confiable?”
Su
padre se paró y fue hacia la ventana, mirando afuera y cruzando los brazos. La
oficina daba a los precios árboles de buganvilia de su madre, una explosión de
colores ahora escondidos en la oscuridad.
“Ella
no está bien, eso es lo que sé. También sé que si Virgil y Catalina se
divorciasen, él no tendría dinero. Cuando se casaron fue muy evidente que las
arcas de su familia estaban secas. Pero mientras sigan casados, él tendrá
acceso a la cuenta bancaria de ella. Resultaría beneficioso para él tener a
Catalina encerrada en su casa, aunque ella estuviese mejor en la ciudad o con
nosotros.”
“¿Tú
creer que es así de mercenario? ¿Qué pondría sus finanzas por encima del
bienestar de su esposa?”
“Yo no
lo conozco, Noemí. Ninguno de nosotros lo conoce. Ese es el problema. Es un
extraño. Asegura que ella está bien atendida y que está mejorando, pero por lo
que parece, Catalina ahora mismo podría estar atada a la cama, comiendo
sobras.”
“¿Y
ella es la melodramática?” preguntó Noemí, examinando su orquídea y suspirando.
“Sé lo
que es tener un pariente enfermo. Mi propia madre tuvo un infarto y estuvo
confinada a la cama por años. También sé que una familia no siempre maneja esos
temas adecuadamente.”
“¿Entonces,
qué quieres que haga yo?” preguntó ella, apoyando delicadamente sus manos sobre
el regazo.
“Que
evalúes la situación. Que determines si debería ser trasladada a la ciudad, y
que intentes convencerlo de que esa es la mejor opción, llegado el caso.”
“¿Cómo
voy a conseguirlo?”
Su
padre sonrió. En la sonrisa y en los astutos ojos negros, la niña y el padre se
parecían mucho el uno al otro. “Tú eres inconstante. Siempre cambias de parecer
acerca de todo. Primero querías estudiar historia, luego teatro, ahora es
antropología. Pasaste por muchas relaciones y no te quedaste con ninguna. Sales
dos veces con un chico, y tras la tercera cita ya no le respondes el teléfono.”
“Eso no
tiene nada que ver con mi pregunta.”
“A eso
voy. Eres inconstante, pero también testaruda con las cosas equivocadas. Bueno, es momento de usar
esa testarudez y energía en una misión útil. Nunca te comprometiste con nada,
aparte de tus lecciones de piano.”
“Y las
de inglés,” agregó Noemí, pero no se molestó en negar el resto de las
acusaciones porque ella ciertamente había salido con muchos admiradores y era
bien capaz de usar cuatro atuendos en el mismo día.
Pero tampoco es que una deba tomar
decisiones definitivas a los veintidós, pensó. No tenía sentido decírselo a su padre. Él
se había ocupado del negocio familiar a los diecinueve. De acuerdo a sus
estándares, ella se dirigía lentamente a ningún lado. El padre de Noemí le echó
una mirada decidida, y ella suspiró. “Bueno, me gustaría hacer una visita
dentro de algunas semanas…”
“Este
lunes, Noemí. Por eso te saqué de la fiesta. Debemos hacer los arreglos para
que tomes el primer tren a El Triunfo el lunes por la mañana.”
“Pero
tengo un recital,” contestó ella.
Era una
débil excusa y ambos lo sabían. Ella había estado tomando lecciones de piano
desde los siete, y dos veces al año tocaba en un pequeño recital. Tocar un
instrumento no era en absoluto necesario para la vida social, como sí lo había
sido en la época de la madre de Noemí, pero era uno de esos lindos pasatiempos
apreciados por su círculo. Además, a ella le gustaba el piano.
“El
recital. Seguramente hiciste planes con Hugo Duarte para ir juntos y no quieres
que él lleve a otra mujer, o perder la oportunidad de usar un vestido nuevo. Lo
siento, esto es más importante.”
“Para
que sepas, ni siquiera me compré un vestido nuevo. Iba a usar la misma falda
que llevé al coctel de Greta,” dijo Noemí, lo cual era una verdad a medias
porque efectivamente había hecho planes para ir con Hugo. “Mira, la verdad es
que el recital no es mi mayor preocupación. Empiezo las clases en unos días. No
puedo irme así como así. Me reprobarán,” agregó.
“Que lo
hagan. Volverás a tomar esas clases.”
Estaba
por protestar ante esa decisión tan campante, cuando su padre se volvió y la
miró fijamente.
“Noemí,
has insistido mucho acerca de la Universidad Nacional. Si haces esto, te daré
mi permiso para que te inscribas.”
Los
padres de Noemí le habían permitido asistir a la Universidad Femenina de
México, pero se negaron cuando ella declaró que le gustaría continuar sus
estudios después de graduarse. Quería obtener un máster en antropología. Esto
requería que ella se inscribiese en la Nacional. Su padre consideraba que eso
era una pérdida de tiempo y algo inaceptable, con todos esos jóvenes rondando
los pasillos y llenando las cabezas de las damas con pensamientos tontos y
lascivos.
La
madre de Noemí tampoco estaba impresionada por las nociones modernas de su
hija. Las muchachas debían cumplir un ciclo vital simple, de debutantes a
esposas. Seguir estudiando significaba retrasar ese ciclo, permanecer en la
crisálida dentro de un capullo. Se habían enfrentado media docena de veces por
ese tema, y su madre había decidido astutamente que dependía del padre dictar
un veredicto, sabiendo que él nunca aceptaría.
Por lo
tanto, la decisión del padre la sorprendió y le ofreció una oportunidad
inesperada. “¿Lo dices en serio?” preguntó Noemí cautelosamente.
“Sí. Es
un asunto serio. No quiero que un divorcio aparezca en los periódicos, pero
tampoco puedo permitir que alguien se aproveche de la familia. Y estamos
hablando de Catalina,” dijo su padre, suavizando el tono. “Ella ya ha recibido
su parte de mala suerte y podría necesitar urgentemente un rostro familiar. A
fin de cuentas, tal vez sea eso todo lo que necesita.”
Catalina
había sido golpeada por la calamidad en varias ocasiones. Primero la muerte de
su padre, seguida por el nuevo matrimonio de su madre con un padrastro que a
menudo la hacía llorar. La madre de Catalina había muerto unos años después y
la niña se había mudado al hogar de Noemí: para entonces, el padrastro ya se
había marchado. A pesar de la cálida acogida de los Taboada, aquellas muertes
la habían afectado profundamente. Más tarde, ya siendo una jovencita, había
ocurrido lo de su compromiso roto, lo cual le provocó mucho sufrimiento y
dolor.
También
había habido un tonto jovenzuelo que cortejó a Catalina por muchos meses y a
quien ella parecía agradarle mucho. Pero el padre de Noemí, poco impresionado
por el muchacho, terminó espantándolo. Luego de ese romance abortado, Catalina
debió haber aprendido la lección ya que su relación con Virgil Doyle fue un
ejemplo de discreción. O tal vez Virgil fue más astuto y urgió a Catalina para
que guardase el secreto hasta que fuese demasiado tarde para impedir cualquier
boda.
“Supongo
que puedo avisar que faltaré unos días,” dijo ella.
“Bien.
Le enviaremos un telegrama a Virgil haciéndole saber que estás en camino.
Discreción y astucia, eso es lo que necesito. Él es su esposo y tiene derecho a
decidir sobre su bienestar, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados si él
es descuidado.”
“Debería
hacértelo poner por escrito, eso de la universidad.”
Su
padre se sentó otra vez tras el escritorio. “Como si alguna vez hubiese roto mi
palabra. Ahora quítate esas flores del cabello y comienza a empacar. Sé que te
llevará una eternidad decidir qué vas a ponerte. De paso, ¿quién se supone que
eres?”
“Estoy
vestida de la Primavera,” contestó ella.
“Allá
es frío. Si tienes intenciones de pasearte vestida con algo parecido a esto,
será mejor que lleves un suéter,” dijo él secamente.
Aunque
normalmente ella habría respondido con algo ingenioso, se quedó callada. Se le
ocurrió que, después de aceptar aquella aventura, ella poco sabía del lugar a
donde iba y de la gente que conocería. No era un viaje de paseo o placer. Pero
rápidamente se dijo que Padre la había elegido para esa misión, y habría de
cumplirla. ¿Inconstante? Bah. Le mostraría a Padre la dedicación que él quería
ver en ella. Quizás él llegase a verla, luego de su éxito (ya que ella jamás se
imaginaría que pudiese fallar) como más confiable y madura.
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