Introducción
¡Me estoy asfixiando!
Son las 8 y media en la mañana de un día de semana a principios
de los sesenta. Es hora de ir a la escuela. Le digo “ta-ra” a mi mamá y me
largo por la puerta de adelante. Traspaso el portón de la cerca, camino hasta
el final de nuestra calle, doblo a la izquierda por Darwin Road. Sigo por allí
un poco más, giro a la derecha, tomo aire profundamente… y cruzo el canal.
Al costado del canal (o en “el
corte”, como decimos en Walsall) se levanta una inmensa fundición de metales
llamada G. & R. Thomas Ltd. Era la clase de fábrica infernal que le dio al
País Negro su nombre durante la Revolución Industrial: el tipo de agujero machacador,
sofocante y maloliente donde trabajaba la mayoría de los muchachos de Walsall.
Durante mi niñez, ese ruido,
sofocación y hedor duraba veinticuatro horas al día, siete días por semana.
Habría tomado demasiado tiempo y dinero apagar los enormes hornos y volverlos a
encender, por lo que la fábrica nunca paraba. Y la mugre y el veneno que
producía eran increíbles.
Las metalúrgicas como G. & R.
Thomas Ltd. definieron y dominaron el lugar donde viví, y cómo viví. En casa, mi mamá
colgaba nuestras sábanas blancas en el tendedero después de lavarlas, y las
recogía veteadas de hollín gris y negro. En la escuela me sentaba e intentaba
escribir en un pupitre que vibraba al ritmo de la gigantesca prensa a vapor que
se encontraba en la fábrica al final de la calle:
¡THUNK! ¡THUNK! ¡THUNK!
A veces, camino a la escuela, veía
las siluetas de los trabajadores de G. & R. Thomas Ltd. volcando la enorme
caldera del horno sobre el banco de arena. El metal fundido fluía como lava e
instantáneamente se solidificaba en las inmensas losas del arrabio.
Arrabio. El nombre
parece resumir toda esa fealdad.
Pasar por ahí todos los días
camino a la escuela era una prueba que no siempre estaba seguro de poder
superar. Los humos asfixiantes que emanaba la fábrica sobre el corte eran
increíblemente tóxicos. Si el viento soplaba en la dirección equivocada, cosa
que era común, las pequeñas partículas de carbón atrapadas en el humo se
adherían fuertemente a tus ojos y se quedaban allí durante días. Dolían como la
mierda.
Siempre he dicho que yo respiraba y saboreaba el metal pesado antes de
que se inventase la música…
Entonces yo tomaba una larga
bocanada de aire, apretaba mi portafolio y corría por el puente lo más rápido
posible. En los peores días, cuando el smog y la polución eran tan gruesos que
se podían cortar con un cuchillo, mi cerebro entraba en pánico y se rebelaba
contra la odisea:
¡Me estoy asfixiando!
Pero nunca me asfixié y siempre llegué al otro lado, incluso si estaba
tosiendo y escupiendo. Luego debía hacer todo otra vez cuando volvía a casa por
la tarde. Estaba acostumbrado. Esa era la vida en el País Negro.
Hubieron muchos otros momentos de
mi vida en los que pensé Me estoy
asfixiando. Años claustrofóbicos y desesperantes (¡demasiados!) en los que
me sentí atrapado: era el cantante de una de las bandas de heavy metal más
grandes del planeta, y aún así tenía demasiado miedo de contarle al mundo que
era gay. Me pasaba las noches sin dormir, preocupado y preguntándome:
¿Qué pasaría si lo cuento?
¿Perderíamos
todos nuestros fans?
¿Eso
mataría a Judas Priest?
Ese miedo y angustia me sumieron
en periodos muy oscuros. Era difícil respirar cuando estaba hundido en la
cloaca del alcoholismo y las adicciones. Era difícil cuando rebotaba en
relaciones sin futuro con hombres que ni siquiera compartían mi sexualidad. Y
cuando más difícil resultó, fue el día en que un amante perturbado se despidió
de mí con un abrazo… minutos antes de ponerse un arma en la cabeza. Y apretar
el gatillo.
Cuando te estás asfixiando, así es como vas a terminar si no tienes
cuidado; y casi me pasa a mí: mi estilo de vida autodestructivo por poco me
mata. Incluso lo intenté yo mismo. Pero sobreviví. Llegué al otro lado. Tomé una
gran bocanada y crucé el puente y el canal.
Hoy estoy limpio, sobrio,
enamorado, feliz… y sin miedo. Vivo una vida honesta, lo que significa que nada
ni nadie puede volver a lastimarme. Soy la versión rockera de un antiguo y muy
secreto héroe personal: Quentin Crisp (quien aparece más adelante en este
relato). Soy el homosexual majestuoso del
heavy metal.
Pensé el título perfecto para
estas memorias: Confieso. No podría
ser más apropiado. Porque, créanme, este sacerdote corrupto ha pecado y pecado
una y otra vez, pero ya es hora de confesar esos pecados… y tal vez incluso de
obtener tu absolución.
Entonces oremos.
Confieso es la historia de cómo aprendí a respirar de nuevo.
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