lunes, 26 de octubre de 2020

"On Slide Inn Road", el nuevo cuento de Stephen King, traducido al español (1)



Interrumpo la publicación de "La noche de los maniquíes para compartirles el nuevo cuento de Stephen King que salió en la edición norteamericana de este mes de la revista Esquire. Es un relato breve para los estándares del escritor, pero igual llega aproximadamente a las 12 páginas. Yo lo publicaré en tres partes; aquí va la primera. ¡Que lo disfruten!


POR EL CAMINO DE LA POSADA RESBALOSA

Stephen King

Primera parte


El prehistórico buick familiar del abuelo se arrastra por la carretera polvorienta a 30 kilómetros por hora. Frank Brown está conduciendo con los ojos entornados y la boca comprimida en una delgada línea. Corinne, su señora, oficia de copiloto con el iPad abierto en el regazo, y cuando Frank le pregunta si está segura de lo que hace, ella le dice con confianza que está todo bien, que retomarán la carretera principal en nueve kilómetros, doce a lo sumo, y de allí les queda solo un salto, un breve trecho hasta la cabina de peaje. Lo que no le quiere decir es que el punto azul parpadeante que marca su ubicación desapareció hace cinco minutos, y el mapa ha quedado congelado. Han estado casados por catorce años y Corinne conoce bien el rictus que ahora muestra su esposo. Significa que está a punto de explotar.

En el espacioso asiento trasero, Billy Brown y Mary Brown se encuentran flanqueando al abuelo, quien tiene sus viejos y enormes zapatos negros bien plantados a cada lado de la joroba que cubre la transmisión. Billy tiene once. Mary, nueve. El abuelo tiene setenta y cinco, todo un dolor de cabeza según su hijo, y demasiado viejo para tener nietos tan jóvenes. Pero los tiene.

Cuando partieron de Falmouth para ver a la hermana agonizante del abuelo en Derry, él habló sin parar, sobre todo acerca del bolso con cierre que llevaba en el último asiento. Allí estaban todos los recuerdos de béisbol de Nan. Estaba loca por el béisbol, les cuenta. Hay tarjetas de béisbol que, según él, cuestan una fortuna (Frank Brown cree que eso es una mierda), sus guantes de softball universitario firmados por Dom DiMaggio y el premio mayor, un bate marca Louisville firmado por Ted Williams. Ella se lo ganó en una subasta de caridad el año antes de que el legendario jugador (el “Splendid Splinter”) se retirara. “Teddy Ballgame voló a Corea, saben,” les cuenta el abuelo a los niños. “Bombardeó a todos esos mugrosos.”

“No es una palabra que los niños deban conocer,” dice Corinne desde el asiento delantero, pero sin demasiada esperanza. Su suegro creció en una era políticamente incorrecta, y siempre ha sido igual. También consideró preguntarle qué iba a hacer una octogenaria moribunda, casi comatosa, con un bate y unos guantes; pero no dijo nada. Donald Brown nunca habló mucho de su hermana, ni bien ni mal, pero debía sentir algo por ella o no habría insistido en hacer este viaje. También insistió en usar su viejo Buick. Porque es grande, y porque dijo que conocía un atajo algo complicado. En ambos casos, estaba en lo cierto.

Además, empacó una pila de sus viejas revistas de historietas. “Material de lectura para los jóvenes durante el viaje,” había dicho. A Billy los viejos cómics le importan un carajo (está jugando con su celular) pero Mary se arrodilló, buscó en el compartimento de carga, abrió el bolso del abuelo y sacó un puñado de ellas. La mayoría era asquerosa, pero había algunas bastante buenas. En la que ella se encontraba leyendo ahora, Betty y Verónica se peleaban por Archie tirándose de los pelos.

“¿Sabían que en mi época se podía ir hasta Fenway con tres dólares de nafta?,” dice el abuelo. “Y podías ir al partido, zamparte un hot dog y una cerveza…”

“Y todavía te quedaba cambio de un billete de cinco,” murmura Frank detrás del volante.

“¡Así es!” grazna el abuelo. “¡Claro que se podía! En el primer partido que vi con mi hermana, Ellis Kinder lanzaba y Hoot Evers estaba en el campo central. ¡Dios, ese chico sí que sabía batear! Tiró una por arriba de la valla derecha, y Nan volcó todas las palomitas de tanto que alentaba.”

A Billy Brown, el béisbol le importaba un carajo. “Abuelo, ¿por qué te gusta sentarte en el medio? Tienes que estirar las piernas.”

“Me estoy ventilando las pelotas,” dijo el abuelo.

“¿Qué pelotas?” preguntó Mary, y frunció el ceño cuando Billy se rio por lo bajo.

Corinne miró por sobre su hombro. “Suficiente, abuelo,” dijo. “Te estamos llevando a ver a tu hermana y estamos yendo en tu viejo auto como pediste, así que…”

“Y traga nafta como un condenado,” agregó Frank.

Corinne ignora lo último; ella tiene su atención puesta en la recompensa. “Es un favor. Así que hazme uno a mí y guárdate las palabrotas.”

El abuelo dice que así lo hará, que lo disculpen. Luego le enseña su dentadura postiza en un claro gesto indicando que hará lo que se le venga en gana.

“¿Qué pelotas?” insiste Mary.

“De béisbol,” dice Billy. “El abuelo tiene pelotas de béisbol en el cerebro. Tú sigue leyendo esa revista y cállate. No me distraigas. Llegué al nivel cinco.”

“Si Nan hubiera nacido con pelotas, habría jugado como profesional,” dice el abuelo. “Esa perra era buena.”

“¡Donald!” dice Corinne Brown casi gritando. “¡Ya basta!”

“Bueno, lo era,” reafirma el viejo, malhumorado. “Jugó en el equipo de la Universidad de Maine que llegó a las Series Mundiales de Mujeres. Viajó hasta Oklahoma, ¡y casi se la chupa un tornado!”

Frank no participa de la conversación. Solo mira hacia el camino que nunca debió haber tomado, y le agradece a Dios el no haber desobedecido a su padre y traer el Volvo. ¿La ruta se está angostando? Él cree que sí. ¿Es cada vez más escabrosa? Está seguro. Hasta el nombre le suena tenebroso a Frank. ¿Quién le pone a una ruta, incluso una tan ruinosa como aquella, el nombre de Slide Inn Road (“Camino de la Posada Resbalosa”)? El abuelo dijo que era un atajo de la autopista 196, y Corinne estuvo de acuerdo luego de consultar con su iPad; y a pesar de que Frank no es un amante de los atajos (como banquero, sabe bien que siempre traen problemas) al principio se vio seducido por el suave y liso asfalto negro. Sin embargo, poco después el asfalto se convirtió en tierra, y unos kilómetros después en un desierto lleno de baches bordeado por hierbas altas, espigas y girasoles curiosos. Atraviesan un badén que provoca que el Buick se sacuda como un perro después de un baño. Él no se preocuparía si ese estúpido pedazo de basura de Detroit devorador de nafta se sacudía hasta la muerte, de no ser por la posibilidad de estropearse aquí en medio de la nada.

Y ahora, Dios santo, un drenaje obstruido ha anegado la mitad del camino, y el señor Brown debe echarse hacia la izquierda, con las ruedas al borde de la zanja. Si hubiese espacio para girar, él habría mandado todo al diablo y habría regresado; pero no lo había.

Lo lograron. Apenas.

“¿Cuánto falta?” le pregunta a Corinne.

“Como siete kilómetros.” Con el MapQuest congelado ella no tiene idea, pero en su corazón había esperanza. Lo cual era bueno. Hacía varios años había descubierto que su matrimonio con Frank y la maternidad de Billy y Mary no eran lo que había esperado, y ahora, como un miserable bono adicional, debían vivir con ese viejo desagradable porque no podían costear un asilo. La esperanza le ayudaba a sobrevivir.

Se dirigían a ver a una anciana que estaba muriendo de cáncer, pero Corinne Brown tiene la esperanza de algún día viajar en un crucero, bebiendo un trago con un paragüita de papel en él. Sueña con una existencia más rica, más plena cuando los niños finalmente hayan crecido y hagan su vida. También le gustaría cogerse a un salvavidas musculoso, bronceado y con una sonrisa encantadora llena de blancos dientes; pero comprende la diferencia entre esperanza y fantasía.

“Abuelo,” dice Mary, “¿por qué lo llaman el camino de la Pasada Resbalosa? ¿Quién se resbaló?”

“Es ‘posada’, con O,” dice el abuelo. “Solía haber una muy buena por aquí, incluso tenía campo de golf, pero se quemó hasta los cimientos. El camino se ha venido abajo desde la última vez que lo transité. Antes era suave como el trasero de un bebé.”

“¿Cuándo fue eso, papá?” pregunta Frank. “¿Cuándo Ted Williams aún jugaba para los Red Sox? Porque ahora no es gran cosa.” Agarraron un enorme bache. El Buick se bamboleó. Frank apretó los dientes.

“¡Ups, querido!” exclamó el abuelo, y cuando Billy le preguntó qué significaba eso, le explicó que es lo que se dice cuando alguien agarra un agujero como ese. “¿No es así, Frank? Siempre decíamos eso, ¿recuerdas?”

El señor Brown no responde.

“¿Recuerdas?”

Frank no contesta. Sobre el volante, sus nudillos se vuelven blancos.

“¿Recuerdas?”

“Sí, papá. Ups maldito querido.”

“Frank,” dice Corinne con tono de regaño.

Mary lanza unas risitas. Billy lo hace por lo bajo. El abuelo muestra su dentadura en otra mueca.

Nos estamos divirtiendo tanto, piensa Frank. Jesús, ojalá este viaje durara más. Ojalá durase para siempre.

El problema con el viejo bastardo, piensa Corinne, es que aún le encuentra sentido a la vida, y a la gente como él le toma más tiempo tirar la toalla. La gente como él ama esa vieja toalla.

Billy regresa a su juego. Ha llegado al nivel seis. Aún debe alcanzar el nivel siete.

“Billy,” dice Frank, “¿tienes señal en el teléfono?”

Billy pone el juego en pausa y se fija. “Una barra, pero se prende y se apaga.”

“Genial. Fantástico.”

Aparece otro badén y Frank desacelera hasta los veinte kilómetros por hora. Se pregunta si podría cambiarse el nombre, abandonar a su familia y conseguir empleo en algún banco pequeño de un pueblo australiano. Aprendería a decirle viejo a la gente.

“¡Miren, niños!” exclamó el abuelo.

Estaba inclinado hacia adelante, y esa posición lo colocaba a la altura tanto de la oreja derecha de su hijo como de la izquierda de su nuera. Ambos se retrajeron en direcciones opuestas, no solo por el ruido sino por su aliento. Su boca huele como si adentro tuviese un pequeño animal muerto que se cagó después de expirar. El viejo comenzaba la mayoría de las mañanas eructando bilis y chasqueando luego los labios, como saboreando. Lo que sea que ocurre dentro de él no puede ser bueno; y sin embargo exuda esa horrible vitalidad. A veces, piensa Corinne, creo que podría matarlo. En serio. Pero creo que los niños lo adoran. Cristo sabrá por qué, pero lo aman.

“¡Miren ahí, justo ahí!” Un dedo lleno de artrosis señala como un puñal entre el señor y la señora Brown. La punta abultada de la yema casi perfora la mejilla de la señora Brown. “¡Esa es la Posada Resbalosa, lo que queda de ella! ¡Justo ahí! Estuvimos una vez allí, saben. Mi hermana Nan y yo, y nuestros viejos. ¡Desayunamos en nuestras habitaciones!”

Los niños observan con escepticismo lo que queda de la posada: unas pocas columnas chamuscadas y el hoyo de un sótano. El señor Brown ve una vieja furgoneta, estacionada entre la hierba y los girasoles. Luce más vieja aun que el Buick del abuelo, con los costados cubiertos de óxido.

“Genial, abuelo,” dice Billy, y regresó una vez más a su juego.

“Genial, abuelo,” dice Mary, y volvió a su historieta.

Las ruinas del hotel se deslizan detrás de ellos. Frank se pregunta si tal vez el dueño lo incendió a propósito. Por el dinero del seguro. Porque, en serio, ¿quién querría pasar un fin de semana allí o, Dios no lo permita, una luna de miel? Maine tiene muchos lugares bellos, pero este no es uno de ellos. Ni siquiera es un sitio por el que uno pase a menos que no lo pueda evitar. Y ellos podrían haberlo evitado. Eso es lo que más lo enfurece.

“¿Y si la tía abuela Nan muere antes de que lleguemos, abuelo?” preguntó Mary. Ya había terminado su historieta. La siguiente era La pequeña Lulú, y no le interesaba. La pequeña Lulú parecía un sorete con vestido.

“Bueno, entonces damos la vuelta y nos volvemos,” dijo el abuelo. “Después del funeral, por supuesto.”

El funeral. Oh dios, el funeral. Frank ni había pensado en que ya pudiese estar muerta. Incluso podría estirar la pata mientras ellos estaban de visita, y entonces deberían quedarse al funeral de la vieja urraca. Él solo había empacado una muda de ropa y…

“¡Cuidado!” gritó Corinne. “¡Deténte!”

Él obedeció, justo a tiempo. Había otro drenaje tapado y otro badén en la ruta, en lo alto de la lomada. Solo que este la cruzaba en su totalidad. La grieta parecía medir al menos un metro de ancho, y Dios sabrá cuán profunda era.

“¿Qué ocurre, papá?” pregunta Billy, poniendo en pausa una vez más su juego.

“¿Qué ocurre, papá?” pregunta Mary, interrumpiendo su búsqueda de otra historieta de Archie.

“¿Qué ocurre, Frank?” pregunta el abuelo.

Por un momento Frank Brown solamente se queda quieto, con las manos en el enorme volante del Buick, observando más allá del largo capó. A veces su padre comenta que en los viejos tiempos sabían cómo fabricarlos. Los mismos tiempos, por supuesto, en que una mujer respetable no salía a comprar sin antes cincharse una faja y engancharse las medias a un portaligas; tiempos en que la gente gay vivía temiendo por sus vidas y en los que se podían comprar unos dulces llamados “bebés negratas” en cualquier tienda. ¡Nada como los viejos tiempos, sí señor!

“Bueno, a la mierda con tu puto atajo,” dijo. “Ya ves a dónde nos llevó.”

“Frank,” comienza Corinne, pero él sale antes de que ella pueda terminar y se para mirando al lugar donde el camino está quebrado.

Billy se inclina sobre el regazo del abuelo y susurra al oído de su hermana: “A la mierda con tu puto atajo.” Ella se tapa la boca con la mano y ríe. Eso es bueno. El abuelo sonríe, lo cual es aun mejor. Por algo lo adoran.

Corinne se baja del auto y se acerca a su marido, frente a la rejilla burlona del Buick. Observa la grieta en medio del camino y no ve nada bueno. “¿Qué deberíamos hacer?”

Los niños se les unen, Mary junto a su madre y Billy al lado del padre. Luego llega el abuelo, balanceándose en sus grandes zapatos negros, luciendo alegre.

“No lo sé,” dice Frank, “pero seguro que no seguiremos por aquí.”

“Deber retroceder,” dice el abuelo. “Bajar todo el camino hasta la vieja posada. En la entrada puedes doblar. Sin problemas.”

“Jesús,” dice Frank, y se pasa las manos por la cabellera cada vez más escasa. “De acuerdo. Cuando lleguemos a la ruta principal, decidiremos si continuamos hasta Derry o solo volvemos a casa.”

El abuelo se mostró indignado ante la idea de rendirse, pero tras estudiar la expresión de su hijo (en especial los puntos rojos que aparecían en sus mejillas y le cruzaban la frente) no dijo una palabra.

“Todos adentro,” dice Frank, “pero esta vez te sentarás en uno de los lados, papá. Así puedo ver a dónde voy sin que estés metiendo la cabeza.”

Si tuviéramos el Volvo, piensa, podría usar la cámara de marcha atrás. En vez de eso tenemos esta porquería inmensa.

“Yo caminaré,” dice el abuelo. “No son más de doscientos metros.”

“Yo también,” dice Mary, y Billy la imita.

“Bien,” dice Frank. “Papá, trata de no caerte y romperte un pierna. Sería el toque final para un día absolutamente maravilloso.”

El abuelo y los niños comenzaron a desandar el camino colina abajo, hacia la ruinosa entrada del hotel. Mary y Billy iban de la mano del abuelo. Frank piensa que podría ser una pintura de Norman Rockwell: “Y un viejo bastardo los guiará.”

Se sienta al volante del Buick. Corinne ocupa el lugar del acompañante. Ella pone una mano sobre el brazo del hombre y le ofrece su sonrisa más dulce, la que significa Te amo, fortachón. Frank no es un hombre grande, ni especialmente fuerte, y no queda demasiada frescura en la rosa de su matrimonio (algo ajada, esa rosa, con los pétalos amarillentos en los bordes); pero ella necesita alejarlo de la zona roja, y la experiencia le ha enseñado cómo lograrlo.

Él suspira y pone el Buick en reversa.

“Intenta no atropellarlos,” dice la mujer mirando por sobre su hombro. “No me tientes,” contesta Frank, y comienza a deslizar el Buick marcha atrás. Las zanjas son profundas a ambos lados de esta estrecha ruta, y si llegara a hundir la cola del auto en una de ellas, tendrían serios problemas por delante.

El abuelo y los niños llegaron al camino de acceso a la posada, antes de que Frank hubiese alcanzado siquiera la mitad de la loma. El anciano puede ver marcas de autos en la hierba. Esa furgoneta luce como si hubiera estado allí por años, pero el abuelo deduce que no es así. Tal vez alguien decidió acampar por unos días. Es lo único que se le ocurre. Seguramente no queda nada por saquear en aquel lugar, cualquier tonto se daría cuenta de eso.

Donald Brown ama a su hijo, y hay varias cosas que Frank puede hacer bien (aunque al abuelo ahora no se le ocurre ninguna); pero cuando se trata de retroceder esa viejo Buick Estate, no vale ni un pedo en la mano. La cola del auto se mueve de un lado al otro como el rabo de un perro viejo y cansado. Casi se hunde en la zanja derecha, corrige el rumbo, casi cae en la izquierda, y vuelve a enderezar.

“Vaya, no lo hace demasiado bien,” dice Billy.

“Calla,” dice el abuelo. “Está yendo bien.”

“¿Puedo subir con Mary a mirar la vieja Posada Resfalosa?”

“Posada Resbalosa,” dice el abuelo. “Sí, vayan rápido. Corran y estén listos para volver. Tu papá no está de buen humor.”

Los niños subieron corriendo por el acceso de la posada.

“¡No se caigan en el agujero del sótano!” les gritó el abuelo, y estaba por agregar que se mantuviesen a la vista cuando oyó un golpe, un breve bocinazo y la andanada de insultos de su hijo. Ahí está. Eso es lo que sabe hacer bien.

El abuelo desvía la atención de los niños correteando para descubrir que, tras arreglárselas para desandar el camino sin salirse de él, Frank había caído en una de las zanjas mientras maniobraba para girar.

“¡Cállate Frank!” gritó el abuelo. “¡Deja de maldecir y apaga el motor antes de que lo fundas!” Seguramente había doblado la mitad del caño de escape, pero no tenía objeto decírselo.

Frank apagó el motor y salió del auto. Corinne hizo lo mismo, pero le resultó más complicado. Luchó con las hierbas hasta que finalmente pudo abrir la puerta y salir. La cola del auto estaba bien hundida por el lado derecho, y el frente se encontraba levantado por la izquierda.

Frank se dirigió hasta su padre. “¡El suelo cedió mientras giraba!”

“Doblaste muy cerrado,” dice el anciano. “Por eso solo se hundió la rueda derecha.”

“¡Te digo que el suelo cedió!”

“Doblaste muy cerrado.”

“¡Cedió, maldita sea!”

Parados uno junto al otro, Corinne puede ver lo mucho que se parecen, y aunque ya ha notado varias veces antes la semejanza, surge como una revelación en esa miserable mañana de verano. Ella se da cuenta de que los años están corriendo para su esposo, y de que antes de terminar en el cementerio él se convertirá en su padre, solo que sin el grosero aunque a veces estimulante sentido del humor del abuelo. A veces se siente muy cansada. De Frank, sí, pero también de ella misma. ¿Porque ella es mejor? Claro que no.

Mira a su alrededor, en busca de Billy y Mary; luego mira al abuelo. “¿Donald, dónde están los niños?”

Continuará...

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