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Deberíamos haber
adivinado lo que pasaría. Lo
que tenía que pasar.
Sin embargo, éramos muy estúpidos y
optimistas. Y sí, seguramente nos sentíamos invencibles. Una de nuestras amigas
trabajaba aquí, ¿cierto? ¿Qué podía salir mal? Y esta vez habíamos pagado.
Seguro, antes nos habían prohibido el acceso, ¿pero el asistente realmente
esperaba que lo cumpliésemos? ¿Preferiría que pirateásemos todas las películas
de la cartelera? ¿Acaso eso no arruinaría la industria cinematográfica, y
contribuiría a la delincuencia juvenil, señor?
En fin, a mitad de la película JR fue hasta
los quioscos, llenó su vaso de bebida y le dijo al chico que atendía que
alguien se había colado en la sala 4, estaba molestando y repetía los diálogos
en voz alta. No sé cómo se lo dijo. Lo importante es que funcionó. Unos minutos
después aparecieron el asistente y el
gerente, junto al ex de la mamá de Shanna: los rostros sombríos, linternas en
mano, dos o tres empleados de experiencia por detrás de ellos, para ganar más
experiencia. Pero luego, tras susurrar unos momentos, el ex se fue. El resto
esperó pacientemente junto a la pared, el asistente dando golpecitos con el
mocasín para comenzar con el asunto. Unos treinta segundos después las débiles
lucecitas de los escalones emitieron unos brillos titilantes, alguien del
público carraspeó, y las luces se apagaron totalmente, llevándose con ellas a
las pequeñas lamparitas escondidas a lo largo del pasillo, sumiendo a la sala
en cinco segundos de total oscuridad excepto por el cartel de salida, el cual
supongo que nunca se apaga. Fue raro, me hizo sentir como que mi butaca estaba
flotando, que todas las butacas
habían desaparecido, y que ahora estábamos a la deriva en el aire y caeríamos
al suelo en cuanto volviesen las luces.
O tal vez era solo yo y mi corazón, no lo
sé.
De todas formas, ni la coca cola subía sola
por el sorbete, ni las palomitas de maíz flotaban a mi alrededor. Era
seguramente la extrañeza de estar en un lugar público con tanta gente y, de
repente, estar totalmente solo.
Excepto por el brillante cartel verde de
salida.
Lo usé como un ancla, me dije que no estaba achicándose, no estaba hundiéndose, y me aferré a
ello lo mejor que pude hasta que el guardia de seguridad tocó los controles y
encontró un balance, encendiendo las luces muy débilmente como seguramente le
habían ordenado.
Y en este nuevo resplandor, sí. Justo como habíamos esperado, uno de
los empleados con experiencia que se había agregado a esto era Shanna. Usaba
los pantalones negros que le había prestado Danielle y que esta decía que no
quería de vuelta; y llevaba la visera verde transparente que todos tenían en el
cine, para promocionar una nueva película o algo parecido. No importa. Y aunque
no me vio (he pensado mucho en esto) estoy casi seguro de que tal vez vio a
Danielle, y apartó la vista como diciendo oh
oh.
Y resultó que ese “oh oh” estaba en lo
cierto.
El gerente y el asistente ahora estaban
revisando las filas, mientras nosotros estábamos sentados estratégicamente
alejados para no levantar sospechas, disfrutando de la película por la que pagamos, y cada boleto que alumbraban
con las linternas era un paso más cerca de nosotros, luchando por no estallar
en carcajadas.
Habíamos puesto a Manny en la mejor
ubicación de la sala, por supuesto. Eso significa que es el más difícil de acceder.
Y como el gerente venía desde arriba y el asistente desde abajo, sería
prácticamente el último en ser revisado. Supongo que su idea era que en una
sala a medio llenar como esa, siendo la quinta o sexta semana de la película,
los mejores asientos estarían ocupados y los colados deberían ubicarse en lo
que sobrase.
Yo ya estaba planeando cómo no decirle a
Shanna directamente que esa era mi idea, pero ella podría deducirlo. Todos
sabíamos quién tenía a Manny,
¿cierto?
Iba a ser perfecto, maravilloso, legendario.
Hasta que el asistente llegó a los asientos
del medio.
No podía ver las expresiones de Danielle,
Tim o JR; tampoco la de Shanna. Pero los sentía mirándome a mí, y observándose
entre ellos.
Lo que esperábamos era que el asistente se
asustara y cayese sobre la butaca frente a él, con suerte sobre las palomitas
de alguien, que luego debería reemplazar; o que comenzara inmediatamente a
aplicarle la reanimación, algo para lo que, según Shanna, debía estar entrenado
en caso de alguna emergencia.
En vez de eso, el asistente bajó su
linterna hasta las rodillas como si estuviese viendo el boleto y no quisiese
encandilar a nadie; luego asintió y siguió revisando la fila.
¿Qué diablos, cierto? ¿Qué mierda pasó?
Me puse de pie para, no sé, pedir
explicaciones, contar la broma y lo grandiosa que casi había sido; pero tan
pronto como lo hice el tipo de atrás me gruñó que me sentara, así que volví a
mi lugar. Pero era como si mi butaca aún estuviese flotando. ESTO NO TIENE
SENTIDO. Ni un poco. Sí, Manny tenía
un boleto, esa sería la siguiente parte de la broma, uno de nosotros sacándolo
del bolsillo de la camisa. Pero Manny no pudo haber mostrado su propio boleto. Todo lo que podía hacer
era quedarse sentado.
¿Y acaso el asistente no vio la cara
congelada, esa expresión vacía, esa felicidad falsa de muñeco Ken?
Yo sacudí la cabeza: no, no, esto no está
bien, no estaba ni cerca de estar
bien. Si esta broma no funcionaba, entonces… entonces nada tenía sentido, ¿no?
Nada era real. Todo era un caos, nada importaba porque las reglas ya no
existían.
Y entonces, en medio de mi asombro, de mi
incomprensión, a punto de correr gritando hacia la locura, el asistente me
pidió el boleto. Solo porque era la autoridad y yo estaba rompiendo la
prohibición, seguí con la vista baja automáticamente, le dejé cumplir con su
tarea y siguió de largo. Pero Tim, unas butacas más adelante, no pudo encontrar
su boleto. Tratando de explicar que sí había pagado, el asistente finalmente lo
reconoció e inmediatamente armó un alboroto. Shanna se vio involucrada al
instante y ambos fueron escoltados por las escaleras alfombradas.
Apenas levanté la vista cuando pasaron,
prácticamente esposados. Solo corrí las rodillas al costado y seguí con el
rostro hacia el piso.
Por el resto de la película, en el tiempo
muerto después de la broma fallida, durante las imposibles postrimerías de todo
lo que había salido mal, no presté atención al desfile de superhéroes de la
pantalla. Estaba ensimismado en un
ciento cincuenta por ciento en el hombre sentado tieso en el centro del cine,
con la gorra roja y blanca tal como se la había puesto, todos mis sueños y
esperanzas contenidos en sus diez kilos de plástico comercial, mi corazón
latiendo alocadamente, mi vista fija como un láser, la boca seca, todo lo que
creía saber escurriéndose por mis oídos, mi nariz, las yemas de los dedos.
Cuando terminó la película, Manny no esperó
a la escena postcréditos que sabíamos que venía al final. Simplemente se paró,
no miró alrededor y se unió al resto de la gente con las piernas tiesas pero
moviéndose, los brazos balanceándose en un rango limitado, como un muñeco.
Me agaché, vomité en y alrededor del
posavasos, y encajé mi vaso para ocultarlo.
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