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Debido al exorbitante costo que
significa mantener dos residencias en estados separados, muchos congresistas
novatos se ven forzados a rentar departamentos sobrevaluados (muchos de ellos
situados en sótanos húmedos y sin ventilación) o a compartir casas alquiladas o
condominios con varios compañeros de cuarto. La mayoría lo hace sin quejarse.
Las horas son largas, y ellos raramente vuelven a casa salvo para bañarse y dormir,
o, si tienen suerte, comer tranquilamente de vez en cuando.
Gwendy Peterson no sufre ese
dilema financiero (gracias al éxito de sus novelas y sus adaptaciones al cine)
y vive sola en una casa de tres habitaciones situada a dos cuadras hacia el
este del Capitolio. Sin embargo, ella no siente ningún tipo de culpa a causa de
su situación y siempre se apresura a ofrecer un cuarto desocupado a cualquiera
que lo necesite.
Esta noche, sin embargo, mientras
se sienta en el medio de su sofá con las piernas recogidas bajo ella, comiendo
de una caja de camarones lo mein y mirando sin ver la televisión, se siente
inmensamente agradecida por su situación y más todavía por no tener invitados en
ese momento.
La caja de botones yace en el sofá
junto a ella; parece algo fuera de lugar, casi como el juguete de un niño en el
ambiente estéril de la casa. A Gwendy le tomó la mayor parte de la tarde idear
la manera de escamotear la caja fuera de la oficina. Tras varios intentos
fallidos, finalmente se decidió a tirar sus botas nuevas en el piso del closet
y usar la gran caja de cartón en la que venían, para colocarla bajo su brazo.
Por fortuna, los puestos de seguridad distribuidos a lo largo del edificio
controlaban solo al personal que entraba, no al que salía.
En la televisión aparece el
comercial de una nueva película de Tom Hanks, pero Gwendy ni se entera. No se
ha movido del sofá en las últimas dos horas excepto para atender la puerta
cuando el hombre del delivery tocó el timbre. Docenas de preguntas acuden a su
mente, una detrás de la otra en rápida sucesión, con una docena más esperando
su turno en las sombras.
Dos preguntas recurrentes aparecen
con frecuencia, en un bucle continuo:
¿Por qué volvió la caja?
¿Y por qué ahora?
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Gwendy jamás le ha contado a nadie
acerca de la caja de botones. Ni a su esposo, ni a sus padres; ni siquiera a Johnathon
o al psicólogo que visitó dos veces por semana durante seis meses, cuando tenía
veintitantos años.
Hubo una época en que la caja
acaparaba sus pensamientos cada mañana, cuando estaba obsesionada con el
misterio y poder que ella contenía; pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora, en
su mayoría, los recuerdos de la caja parecen retazos sueltos de un sueño
recurrente que alguna vez tuvo durante su adolescencia, pero cuyos detalles se
han perdido hace tiempo en el laberinto interminable de la adultez. Hay mucho
de cierto en el viejo proverbio: ojos que no ven, corazón que no siente.
Ella pensó, por supuesto, acerca
de la caja en los quince años desde que desapareció de su vida; pero (y acaba
de aceptarlo en los últimos sesenta minutos) ni remotamente tanto como
probablemente habría debido, considerando el papel importantísimo que la caja
de botones jugó en la mayor parte de su juventud.
Haciendo memoria, hubieron
semanas, tal vez incluso meses, en que no cruzaba por su cabeza y luego, bum,
veía la noticia de un desastre misterioso, aparentemente natural, ocurrido en
algún país o estado lejano; entonces inmediatamente se imaginaba a alguien
sentado en un auto o en la mesa de la cocina con sus dedos descansando sobre un
brillante botón rojo.
O se tropezaba con la noticia
online de un hombre que había encontrado un tesoro en el patio de su casa
suburbana, y hacía clic en el enlace para ver si se mencionaba algún dólar
Morgan de 1891.
También hubieron esos momentos
oscuros (por suerte aislados) en que se topaba con la imagen granulada de un
viejo video en la televisión, o cazaba al vuelo algún comentario en la radio
concerniente a la masacre de Jonestwon en Guyana. Cuando eso ocurría, su corazón
se paraba y caía en un oscuro hoyo de depresión durante días.
Y finalmente, estaban esas veces
en que avistaba un elegante y negro sombrero bombín en medio de la multitud de
la calle, o sobre la mesa de una cafetería en la calle, y espiaba el brillante
domo de ese sombrero negro descansando junto a una taza de humeante café o de
un glaseado o de un té helado y, por supuesto, sus pensamientos volvían al
hombre del saco negro. Ella pensaba en Richard Farris y en el sombrero más que
en todo lo demás. Siempre era el misterioso señor Farris el que asomaba a la
superficie de su mente consciente. Fue su voz la que escuchó en la oficina, y
es la escucha ahora, cuando está sentada en el sofá con las piernas recogidas
bajo el cuerpo: “Cuida de la caja,
Gwendy. Ella otorga regalos, pero son una recompensa pequeña por la
responsabilidad. Y sé cuidadosa…”
Hola , desdse Quilpué, Chile, necesitamos la clave de cifrado del documental de los Dr. Feelgood, es posible? si no, igual saludos. Échale una mirada al youtube https://www.youtube.com/channel/UCqbyOuWThDiOiSeJVaz5KwQ para que sepas en qué estamos. Abrazos.
ResponderEliminarHola, lamentablemente perdí esa clave. Espero en algún momento recuperar el documental. Ya voy a mirar el canal, saludos.
EliminarOkey, saludos!!
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