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¿Y qué hay de esos regalos que la
caja entrega tan gentilmente?
Aunque ella no vio la pequeña
bandeja deslizándose en el centro de la caja con un dólar de plata, cree que de
ahí provino la moneda que estaba sobre el escritorio. Moneda, caja; caja,
moneda; todo tiene sentido.
¿Eso significa que si tira de la
otra palanca (la que está a la izquierda
del botón rojo, recuerda como si fuese ayer) recibirá una pequeña
chocolatina? Tal vez. Y tal vez no. Nunca puedes estar segura con la caja de
botones. Ella creía que había mucho más secretos bajo la manga hace quince
años, y ahora lo cree aún más.
Frota la yema del dedo contra la
pequeña palanca, pensando en los chocolates con forma de animales, nunca dos
iguales, cada uno exóticamente dulce y no más grande que una gominola. Ella
recuerda la primera vez que sus ojos se posaron sobre uno de aquellos
chocolates, parada junto a Richard Farris en frente del banco de la plaza.
Tenía la gorma de un conejo, y el grado de detalle era asombroso: ¡el pelaje,
las orejas, los adorables ojitos! Después de ese, vino un gatito, una ardilla y
una jirafa. Luego su memoria le falla, pero recuerda lo suficiente: comías uno
de esos chocolates y no tenías hambre por unos segundos; comías un puñado de
ellos durante un tiempo y uno cambiaba:
se hacía más rápido y fuerte e inteligente. Tenías más energía y siempre
parecías estar en el lado ganador de una moneda o de un juego de mesa. Los
chocolates también aumentaban tu agudeza visual y borraba el acné. ¿O fue la
pubertad quien se encargó de eso? A veces era difícil decirlo.
Gewndy mira abajo y se horroriza
al ver que su dedo ha pasado de la pequeña palanca a la fila de botones de
colores. Quita la mano rápidamente como si la hubiese metido en un panal de
abejas.
Pero es demasiado tarde, y la voz
regresa:
“Verde claro: Asia. Verde oscuro: África. Anaranjado: Europa. Amarillo:
Australia. Azul: Norteamérica. Violeta: Sudamérica.”
“¿Y el rojo?” pregunta Gwendy en
voz alta.
“Lo que tú quieras,” responde la voz, “y tú lo desearás, el dueño
de la caja siempre lo desea.”
Ella sacude la cabeza, tratando de
silenciar la voz, pero ésta aún no ha terminado.
“Los botones son duros de apretar,” le dice Farris. “Debes usar tu pulgar y presionar realmente
fuerte. Lo cual es bueno, créeme. No querrías cometer ningún error con ellos,
oh no. Especialmente con el negro.”
El negro… en el pasado, ella lo
llamaba el Botón del Cáncer. El recuerdo la hace temblar.
Suena el teléfono.
Y por segunda vez en el día, Gwendy casi
se desmaya.
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