14
“¡Ryan! Qué bueno que llamaste.”
“He intentado conseguir una… por
días, cariño,” dice él, su voz momentáneamente cortada en medio de un golpe de
estática. “Los estúpidos teléfonos aquí son inútiles.”
“Aquí” es la pequeña isla de
Timor, situada en el extremo sur del sudeste asiático. Ryan ha estado allí
desde la primera semana de diciembre con un equipo de la revista Time, cubriendo la complicada situación
del gobierno.
“¿Estás bien?” pregunta Gwendy.
“¿Estás a salvo?”
“Apesto como si hubiese estado
viviendo… cabaña las últimas semanas, pero estoy bien.”
Gwendy se ríe. Lágrimas de
felicidad surcan sus mejillas. Se levanta del sofá y comienza a mecerse
adelante y atrás. “¿Vas a volver para Navidad?”
“No lo sé, cariño. Espero que sí,
pero… se están calentando aquí.”
“Entiendo.” Gwendy asiente con la
cabeza. “Ojalá te equivoques, pero entiendo.”
“¿Cómo está…?” dice, cortándose
otra vez.
“¿Qué? No te escuché, amor.”
“¿Cómo está tu mamá?”
Gwendy sonríe. Y al instante se
queda paralizada.
Está mirando fijamente la ventana
con cortinas que está en la mitad superior de la puerta, dudando si no lo está
imaginando. Pasan unos segundos y, cuando comienza a creer que se está
imaginando cosas, una sombra se mueve otra vez. Alguien está afuera.
“.. escuchas?” dice Ryan,
sobresaltándola.
“Oh, ella está bien,” dice Gwendy,
escurriéndose hasta la cocina y abriendo un cajón. “Recuperando peso y
cumpliendo con los turnos.” Ella saca un cuchillo para carne y lo sostiene
junto a la pierna.
“Tendré que hacerle… receta
secreta de panqueques cuando… casa.”
“Sólo trae tu trasero de vuelta en
una pieza, ¿quieres?”
Él ríe y empieza a decir algo más,
cuando se oye un zumbido estridente de estática. Luego, nada.
“¿Hola? ¿Hola?” dice ella,
alejando el teléfono de su oreja para mirar la pantalla. “Mierda.” Se ha
cortado.
Gwendy deja el celular sobre el
mármol, se agacha y se va arrimando a la puerta. Cuando llega al final de la
mesada, camina encogida los últimos pasos hasta quedar directamente detrás de
la puerta. Antes de perder la compostura, lanza un grito y salta, encendiendo
la luz exterior con una mano y usando la otra para correr las cortinas
floreadas con la punta del cuchillo.
Quienquiera que haya estado
afuera, ya se ha ido. Todo lo que queda es el reflejo de sus ojos desorbitados,
mirándola fijamente.
15
Lo primero que hace Gwendy, luego
de recuperar su celular de la mesada (incluso antes de ir hasta la puerta
principal y controlar dos veces el cerrojo) es asegurarse que nada le ha pasado
a la caja de botones. Por un momento terrible y angustiante, cuando está yendo
desde la cocina hasta la sala familiar, se imagina que la figura en la puerta
trasera fue una distracción, y mientras ella estaba ocupada llevando a cabo su
contraataque, un cómplice irrumpía por el frente de la casa y se robaba la
caja.
Todo su cuerpo se afloja aliviado
cuando ve que la caja de botones apoyada en el sofá, donde ella la había
dejado.
Un momento después, al subir las
escaleras cargando la caja, se le ocurre que ni por un instante pensó en
contarle nada a Ryan. Al principio intenta usar la mala conexión como excusa,
pero sabe que no fue eso. La caja de botones vino a ella y solo a ella. A nadie
más.
“Es mía,” dice mientras entra en
el dormitorio.
Y tiembla ante la intensidad de su
voz.
16
Gwendy pasa como sonámbula el 17
de diciembre de 1999, el último día en la oficina antes de que el Congreso
comience su receso de tres semanas. Ocupa los primeros quince minutos
convenciendo a Bea de que se encuentra bien para trabajar (el día anterior, la
alarmada recepcionista casi llama a los paramédicos cuando encontró a Gwendy
vomitando dentro del cesto de basura; afortunadamente, Gwendy la pudo convencer
de que era algo que había comido en el desayuno, y tras acceder a irse a su
casa cuarenta minutos antes, la mujer finalmente cedió) y las siguientes ocho
horas y media resistiendo el impulso de irse a su hogar y controlar que todo
estuviese bien con la caja de botones.
Ella odió tener que dejar a caja
en su casa, especialmente después del susto en la cocina la noche anterior,
pero no tenía otra opción. Desconocía cómo podría reaccionar la máquina de
rayos X ante la caja, y quizás lo más preocupante, cómo respondería la caja
ante los rayos X. Gwendy no tenía idea de lo que había dentro del artefacto, ni
de qué estaba hecho el interior, pero no se iba a arriesgar.
Antes de emprender el camino de
dos cuadras hasta el Capitolio, escondió la caja detrás de un espacio estrecho
bajo las escaleras. Apiló cajas de cartón llenas de libros a cada lado y frente
a ella, y echó una pila de abrigos encima de todo. Ya satisfecha, ella cerró la
pequeña puerta, echó llave a la casa y se fue a trabajar. Se las arregló para
volver solo dos veces a controlar la caja, antes de finalmente llegar a la
oficina.
El último día de Gwendy transcurre
en una nebulosa de voces sin rostro y sonido de fondo. Varias conferencias por
teléfono durante la mañana, y un par de breves encuentros con el comité en la
tarde. No recuerda mucho de lo que se dijo en ninguna de ella, o ni tan
siquiera lo que almorzó.
Cuando dan las cinco en punto,
cierra su oficina y se dispone a repartir algunos obsequios de Navidad entre un
puñado de colegas (un juego de velas perfumadas y sales de baño para Patsy, un
suéter de cachemira y un brazalete para Bea, y algunos libros firmados para los
hijos de la recepcionista). Después de dar sus buenos deseos, abrazos y
adioses, se dirige al lobby.
No hay comentarios:
Publicar un comentario