viernes, 18 de septiembre de 2020

"La pluma mágica de Gwendy" en español: capítulos 22, 23 y 24

 


22

Si Gwendy es honesta consigo misma (y mientras el King Air 200 trepa por las nubes sobre un recodo lodoso del río Potomac, ella está decidida a serlo) debe admitir que su despreciable humor de esta mañana proviene de una causa abrumadora: un recuerdo largamente olvidado de su juventud.

Era un día cálido y ventoso de agosto, poco antes del comienzo del décimo grado en la preparatoria, y Gwendy acababa de correr las Escaleras Suicidas por primera vez en meses. Al llegar a la cima, se sentó y descansó en el mismo banco de Castle View donde años antes había conocido a un hombre llamado Richard Farris. Elongó las piernas por un momento, y luego inclinó su cabeza hacia atrás cerrando los ojos, disfrutando del calor del sol y el viento en su rostro.

La pregunta que brotó en su mente, mientras estaba en aquel banco durante un día de verano de hace mucho tiempo, resurgió (y con bastante rudeza) temprano esta mañana cuando Gwendy se ocupaba de acomodar la caja de botones en su maleta, entre manojos de calcetines enrollados y suéteres: ¿Cuánto de su propia vida es responsabilidad de ella, y cuánto es responsabilidad de la caja con sus dulces y sus botones?

El recuerdo (y la idea central que se escondía en él) fue casi suficiente para provocar que Gwendy gritara con rabia y lanzara la caja a través del dormitorio, como un niño en medio de una rabieta.


Sin importar cómo la mirara, Gwendy sabía que llevaba lo que la mayoría de la gente llamaría una vida de ensueño. Una beca en Brown, el taller de escritores en Iowa, la fulminante carrera en la agencia de publicidad y, por supuesto, los libros, las películas y el Oscar. Y encima de eso, las elecciones, lo que muchos malintencionados llamaron “el disgusto más grande en la historia política de Maine”.

Seguro, hubieron algunos baches en el camino (una cuenta perdida por aquí, una película que no prosperó por allá, y su vida amorosa antes que Ryan podría ser descrita como un árido desierto de decepciones) pero no fueron muchos, y ella siempre se recuperó con una facilidad que muchos envidiaban.

Incluso ahora, a la luz del brillo de la caja que descansa segura entre sus pies, Gwendy cree con todo su corazón que el secreto de su éxito puede ser atribuido al trabajo duro y una actitud positiva, sin mencionar la tozudez y la perseverancia.

Pero, ¿y si lo que ella cree sencillamente… no es así?


 

23

Una suave nevisca cae desde un cielo bajo color gris pizarra, cuando Gwendy aterriza en el Aeropuerto del condado Castle, en la ruta 39. Nada pesado, solo un beso en la mejilla por parte del norte, que dejará patios y carreteras cubiertos con una pulgada de fango para la hora de la cena.

Ella llamó antes de abordar y le pidió a Billy Finkelstein, uno de los dos únicos empleados a tiempo completo en el aeropuerto, que reviviese la batería de su auto y sacase a su Subaru compacto de uno de los tres angostos estacionamientos que corren paralelos al margen boscoso de la ruta 39.

Billy cumple con su palabra, y el auto la está esperando en la playa de estacionamiento, con el motor y la calefacción funcionando a pleno. Ella le agradece a Billy, deslizándole una propina aunque eso sea contra las reglas, y saluda al jefe del muchacho, Jessie Martin, uno de los viejos compañeros de bolos de su padre. Carga su maleta en el asiento del acompañante y arroja su bolso de cuero sobre ella.

Camino a casa, Gwendy hace un par de llamadas rápidas. La primera es a su padre, para hacerle saber que aterrizo normalmente y que llegará para la cena. Mamá está dormida en el sofá, por lo que no llega a hablar con ella, pero papá se encuentra complacido y ansioso de ver a Gwendy más tarde.

La segunda llamada es al celular del sheriff Norris Ridgewick, del condado Castle. Pasa directo a la casilla, así que deja un mensaje: “Ey, Norris, es Gwendy Paterson. Acabo de volver al pueblo y me imaginaba que deberíamos vernos. Avísame cuando puedas.”

Al presionar el botón para cortar la llamada, Gwendy siente que las ruedas traseras del Subaru pierden momentáneamente el agarre. Con cuidado, vuelve al centro del carril y baja la velocidad. Justo lo que necesitas, piensa. Chocar con un poste telefónico, quedate inconsciente, y que la caja de botones sea descubierta por un quitanieves de diecinueve años con una petaca de Red Man en el bolsillo trasero, y los mocos congelados en el labio.


 

24

Solo habían dos caminos para llegar a Castle View en 1999: la ruta 17 y Pleasant Road. Gwendy vira el Subaru hacia Pleasant, pasando mientras asciende una media milla sinuosa y salpicada por casas sencillas (ranchos, cabañas y casas coloniales; varias de ellas decoradas para Navidad) y toma a la izquierda después del estadio de la American Legion, hacia View Drive. Maneja otro par de cientos de yardas y luego dobla a la derecha en el estacionamiento cubierto de nieve de Condominios Castle View. Hace varios años, ella y Ryan estuvieron en la primera media docena de compradores que adquirieron una unidad en el complejo recién construido. A pesar de sus abultadas agendas de viajes, ellos han sido felices allí desde entonces.

Gwendy se coloca en un espacio reservado de la primera fila y apaga el motor. Mientras rodea el auto para sacar la maleta del asiento del acompañante, ella observa una serie de suaves colinas que conducen al vallado separador de un precipicio. Allí, alguna vez corrió por unas zigzagueantes escaleras de metal llamadas Escaleras Suicidas. Como una oscura cicatriz en el manto blanco de la colina, aparece el banco de madera donde ella conoció al extraño del sombrero negro.

Gwendy teclea un código de seguridad de cuatro dígitos para entrar a su edificio y sube las escaleras hasta el segundo piso. Una vez dentro del departamento 19B, se deshace del abrigo, dejándolo sobre el piso de la entrada, abre la maleta y saca la caja de botones; la lleva hasta el dormitorio donde la deja en la cama, del lado de su esposo, y se acurruca junto a ella.  Treinta segundos después, está roncando.


 

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