28
La
primera persona que Gwendy ve cuando entra en el Castle Rock Diner, la
mañana de domingo, es el Viejo Pilkey, el administrador de correos jubilado.
Hank Pilkey va por los noventa años y tiene un ojo izquierdo de vidrio,
resultado de un accidente de pesca. Los rumores aseguran que su segunda esposa,
Ruth, se emborrachó y provocó la herida durante su luna de miel en Nueva
Escocia. Cuando Gwendy era niña, le aterrorizaba el anciano y odiaba acompañar
a sus padres hasta el correo los sábados por la mañana. No era que le asustase
o le diese asco el brillante ojo artificial. Simplemente temía entrar en algún
extraño trance de observación e incomodar al viejo o, peor aún, avergonzarlo.
Afortunadamente, años de práctica
han ayudado a mitigar los miedos de Gwendy, y cuando abre la puerta de la cafetería
(con un par de volantes que dicen ¿HA VISTO A ESTA CHICA? adheridos al grueso
vidrio) unos minutos antes de las diez, y el Viejo Pilkey la ve con una sonrisa
desdentada, salta de su taburete frente al largo mostrador de fórmica y abre
sus desvencijados brazos para saludarla, Gwendy lo mira a los ojos y lo abraza
con un afecto sincero.
“Aquí está nuestra heroína local,”
carraspea, aferrando sus hombros con dedos huesudos y sosteniéndola a cierta
distancia para poder verla mejor.
Gwendy ríe y se siente mejor luego
de la larga noche que acaba de vivir. “¿Cómo está, señor Pilkey?”
“Bien nomás,” dice, sentándose en
el taburete. “Bien nomás.”
“¿Y la señora Pilkey?”
“Desagradable como siempre, y el
doble de dulce.”
“Las palabras justas para
describirlos a ambos,” dice Gwendy y le guiña el ojo. “Disfrute su domingo,
señor Pilkey.”
“Tú también, jovencita. Saludos a
tus padres.”
Gwendy se dirige a una mesa
desocupada junto a la ventana, saludando a otros parroquianos, varios de ellos
vestidos para la iglesia, y se sienta. Echando un vistazo a su alrededor,
calcula que conoce a dos tercios de la gente presente. Tal vez más. También
calcula que probablemente la mitad votó por ella en noviembre. Castle Rock es
su hogar, pero sigue siendo (y probablemente siempre lo sea) un reducto
republicano.
“Me parecía que eras tú.”
Gwendy alza la vista, sorprendida.
“Jesús, Norris. Me asustaste.”
“Lo siento,” dice él. “Todo el
maldito pueblo está exaltado.” Hace un gesto hacia la silla vacía. “¿Te molesta
si me siento?”
“Por favor,” responde Gwendy.
El sheriff se sienta y ajusta su
pistolera en la cadera. “Recibí tu mensaje. Iba a llamarte esta mañana, pero
antes necesitaba un café. Una noche larga.”
Norris Ridgewick es dos años mayor
que Gwendy y ha ocupado la oficina del Sheriff desde que se la ganó a Alan
Pangborn a fines de 1991. Con apenas un poco más de 1,70 metros y menos de
setenta kilos (contando el uniforme, zapatos y arma), el sheriff no impresiona
demasiado en lo físico; pero lo compensa con creces gracias a su efectividad y
gentileza. Gwendy siempre ha creído que Norris esconde un profundo pozo de
tristeza en su interior, seguramente por haber perdido a su padre cuando solo
tenía catorce años, y a su madre una década después. A Gwendy le agrada mucho.
“¿Por qué tan tarde?” pregunta
ella. “¿Alguna novedad de las niñas?”
Los ojos del sheriff se pasean por
la cafetería. Gwendy sigue su mirada y nota que varios de los clientes han
dejado de comer y los están observando. “No mucho,” dice él bajando la voz.
“Estamos revisando algunas pistas relacionadas con la chica Tomlinson. Un
maestro temporario de su escuela. Un guardia de seguridad en la academia de
baile a la que iba. Pero ninguno es lo que llamaría… un sospechoso principal.”
“¿Y la chica Hoffman?”
Él se encoge de hombros y agita la
mano para llamar a la mesera. “Esa está aún más difícil. Achicamos la línea
temporal a solo catorce minutos. Ese es el tiempo que el hermano estuvo fuera
de la casa. En esos catorce minutos alguien rompió el vidrio de la puerta
trasera, entró en la casa, sacó a Carla Hoffman de su dormitorio y desapareció
sin dejar rastros.”
“Sin dejar rastros,” repite Gwendy
en un suspiro.
Él asiente. “O sin demasiado
problema, evidentemente. No hay huellas en la puerta ni en ningún lugar de la
casa. Había nevado esa mañana pero los chicos tuvieron una lucha de bolas de
nieve en el patio, así que era un desastre. Ninguna posibilidad de encontrar
huellas de botas –o de pies. Podría haber llegado en auto; sin embargo, ninguno
de los vecinos vio ni oyó nada.”
“¿Y surgió algo por el lado de las
colaboraciones? Vi que los Hoffman pusieron una recompensa.”
“Un montón de llamadas… pero solo
un puñado de ellas vale la pena investigar, que es lo que estamos haciendo.”
“¿Nada más?”
El sheriff se encoge de hombros. “Nos
estamos rompiendo la cabeza para hallar una conexión entre las dos niñas, pero
hasta ahora no hay nada. Viven en diferentes vecindarios, van a distintas
escuelas, no comparten el color de cabello, ni el físico, ni los pasatiempos.
Nada indica que se conociesen entre sí, o que tuviesen amigos en común. Ninguna
tiene novio ni se ha metido en ningún tipo de problema.”
“¿Existe la posibilidad de que las
desapariciones no estén relacionadas?”
“Lo dudo.”
“¿Qué te dicen tus instintos?”
“Que necesito un café.” El hombre da
otra vez un vistazo alrededor, en busca de la mesera.
Gwendy le echa una mirada llena de
irritación.
“¿Qué?” pregunta él. “¿Tú crees en
esas patrañas del instinto?”
“Sí”, dice ella.
El sheriff toma un profundo
aliento, luego exhala. Mira por la ventana antes de encontrarse de nuevo con
los ojos de Gwendy. “Muchas cosas raras han ocurrido en el pueblo durante los
años, eso ya lo sabes. El Gran Incendio del ’91, Frank Dodd, el hombre de la
bolsa, asesinando a esa gente; el sheriff Bannerman y esos otros hombres
destrozados por aquel San Bernardo rabioso… Diablos, incluso las Escaleras de
los Suicidios. El que crea que fueron derribadas por un terremoto, es demasiado
ingenuo.
Gwendy le ofrece su mejor cara de
póquer, una expresión que perfeccionó luego de un año en Washington D.C.
“Espero estar equivocado,” dice
él, respirando pesadamente, “pero tengo el presentimiento de que nunca
volveremos a ver a esas niñas. No vivas, al menos.”
29
Luego
del desayuno, Gwendy cruza la calle hacia la librería y coge las ediciones dominicales de The New York Times y The
Washington Post. La dueña, una mujer elegante en sus cincuenta llamada
Grace Featherstone, la saluda con un abrazo y varios minutos de coloridas e
ininterrumpidas quejas hacia el presidente Hamlin. Gwendy permanece ante el
mostrador, incapaz de meter una palabra, asintiendo con entusiasmo. Cuando la
mujer finalmente toma un respiro, Gwendy paga por los periódicos y un paquete
de mentas. Luego sale y se sienta en el auto, hojeando ambas publicaciones en
busca de noticias sobre Timor o, más importante, fotografías de Timor.
Varios años antes, Ryan había sido
enviado a Brasil para cubrir la historia de unas aldeas costeras que
secuestradas y eventualmente destruidas por un capo local de las drogas. Vivió
tres semanas escondido en la jungla con guerrilleros armados, imposibilitado de
cualquier contacto con su hogar. Durante ese tiempo, la única forma que tuvo
Gwendy de confirmar que él estaba a salvo fueron los créditos en las
fotografías de los diarios y en un puñado de sitios web. Desde entonces, en
épocas iguales de difícil, este método se convirtió en el último recurso de
Gwendy. Con solo ver el nombre de Ryan en letras pequeñas junto a una de sus
fotografías, su corazón se calmaba durante un día o dos, hasta que aparecía la
siguiente foto.
Gwendy revisa dos veces ambos
periódicos (sus dedos se van ennegreciendo con la tinta fresca, el asiento del
pasajero va desapareciendo bajo una montaña de páginas sueltas y publicidades)
pero no encuentra ninguna foto. Cada diario presenta un breve artículo, pero
están enterrados en las páginas secundarias y la mayoría son reelaboraciones de
viejas historias. La Associated Press informó recientemente que una fuerza de
la ONU compuesta principalmente por personal de la Fuerza Aérea Australiana fue
desplegada en Timor Oriental para establecer y garantizar la paz. Aparte de
eso, no se sabía mucho más.
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