domingo, 20 de septiembre de 2020

"La pluma mágica de Gwendy" en español: capítulos 28 y 29

 


28

La primera persona que Gwendy ve cuando entra en el Castle Rock Diner, la mañana de domingo, es el Viejo Pilkey, el administrador de correos jubilado. Hank Pilkey va por los noventa años y tiene un ojo izquierdo de vidrio, resultado de un accidente de pesca. Los rumores aseguran que su segunda esposa, Ruth, se emborrachó y provocó la herida durante su luna de miel en Nueva Escocia. Cuando Gwendy era niña, le aterrorizaba el anciano y odiaba acompañar a sus padres hasta el correo los sábados por la mañana. No era que le asustase o le diese asco el brillante ojo artificial. Simplemente temía entrar en algún extraño trance de observación e incomodar al viejo o, peor aún, avergonzarlo.

Afortunadamente, años de práctica han ayudado a mitigar los miedos de Gwendy, y cuando abre la puerta de la cafetería (con un par de volantes que dicen ¿HA VISTO A ESTA CHICA? adheridos al grueso vidrio) unos minutos antes de las diez, y el Viejo Pilkey la ve con una sonrisa desdentada, salta de su taburete frente al largo mostrador de fórmica y abre sus desvencijados brazos para saludarla, Gwendy lo mira a los ojos y lo abraza con un afecto sincero.

“Aquí está nuestra heroína local,” carraspea, aferrando sus hombros con dedos huesudos y sosteniéndola a cierta distancia para poder verla mejor.

Gwendy ríe y se siente mejor luego de la larga noche que acaba de vivir. “¿Cómo está, señor Pilkey?”

“Bien nomás,” dice, sentándose en el taburete. “Bien nomás.”

“¿Y la señora Pilkey?”

“Desagradable como siempre, y el doble de dulce.”

“Las palabras justas para describirlos a ambos,” dice Gwendy y le guiña el ojo. “Disfrute su domingo, señor Pilkey.”

“Tú también, jovencita. Saludos a tus padres.”

Gwendy se dirige a una mesa desocupada junto a la ventana, saludando a otros parroquianos, varios de ellos vestidos para la iglesia, y se sienta. Echando un vistazo a su alrededor, calcula que conoce a dos tercios de la gente presente. Tal vez más. También calcula que probablemente la mitad votó por ella en noviembre. Castle Rock es su hogar, pero sigue siendo (y probablemente siempre lo sea) un reducto republicano.

“Me parecía que eras tú.”

Gwendy alza la vista, sorprendida.

“Jesús, Norris. Me asustaste.”

“Lo siento,” dice él. “Todo el maldito pueblo está exaltado.” Hace un gesto hacia la silla vacía. “¿Te molesta si me siento?”

“Por favor,” responde Gwendy.

El sheriff se sienta y ajusta su pistolera en la cadera. “Recibí tu mensaje. Iba a llamarte esta mañana, pero antes necesitaba un café. Una noche larga.”

Norris Ridgewick es dos años mayor que Gwendy y ha ocupado la oficina del Sheriff desde que se la ganó a Alan Pangborn a fines de 1991. Con apenas un poco más de 1,70 metros y menos de setenta kilos (contando el uniforme, zapatos y arma), el sheriff no impresiona demasiado en lo físico; pero lo compensa con creces gracias a su efectividad y gentileza. Gwendy siempre ha creído que Norris esconde un profundo pozo de tristeza en su interior, seguramente por haber perdido a su padre cuando solo tenía catorce años, y a su madre una década después. A Gwendy le agrada mucho.

“¿Por qué tan tarde?” pregunta ella. “¿Alguna novedad de las niñas?”

Los ojos del sheriff se pasean por la cafetería. Gwendy sigue su mirada y nota que varios de los clientes han dejado de comer y los están observando. “No mucho,” dice él bajando la voz. “Estamos revisando algunas pistas relacionadas con la chica Tomlinson. Un maestro temporario de su escuela. Un guardia de seguridad en la academia de baile a la que iba. Pero ninguno es lo que llamaría… un sospechoso principal.”

“¿Y la chica Hoffman?”

Él se encoge de hombros y agita la mano para llamar a la mesera. “Esa está aún más difícil. Achicamos la línea temporal a solo catorce minutos. Ese es el tiempo que el hermano estuvo fuera de la casa. En esos catorce minutos alguien rompió el vidrio de la puerta trasera, entró en la casa, sacó a Carla Hoffman de su dormitorio y desapareció sin dejar rastros.”

“Sin dejar rastros,” repite Gwendy en un suspiro.

Él asiente. “O sin demasiado problema, evidentemente. No hay huellas en la puerta ni en ningún lugar de la casa. Había nevado esa mañana pero los chicos tuvieron una lucha de bolas de nieve en el patio, así que era un desastre. Ninguna posibilidad de encontrar huellas de botas –o de pies. Podría haber llegado en auto; sin embargo, ninguno de los vecinos vio ni oyó nada.”

“¿Y surgió algo por el lado de las colaboraciones? Vi que los Hoffman pusieron una recompensa.”

“Un montón de llamadas… pero solo un puñado de ellas vale la pena investigar, que es lo que estamos haciendo.”

“¿Nada más?”

El sheriff se encoge de hombros. “Nos estamos rompiendo la cabeza para hallar una conexión entre las dos niñas, pero hasta ahora no hay nada. Viven en diferentes vecindarios, van a distintas escuelas, no comparten el color de cabello, ni el físico, ni los pasatiempos. Nada indica que se conociesen entre sí, o que tuviesen amigos en común. Ninguna tiene novio ni se ha metido en ningún tipo de problema.”

“¿Existe la posibilidad de que las desapariciones no estén relacionadas?”

“Lo dudo.”

“¿Qué te dicen tus instintos?”

“Que necesito un café.” El hombre da otra vez un vistazo alrededor, en busca de la mesera.

Gwendy le echa una mirada llena de irritación.

“¿Qué?” pregunta él. “¿Tú crees en esas patrañas del instinto?”

“Sí”, dice ella.

El sheriff toma un profundo aliento, luego exhala. Mira por la ventana antes de encontrarse de nuevo con los ojos de Gwendy. “Muchas cosas raras han ocurrido en el pueblo durante los años, eso ya lo sabes. El Gran Incendio del ’91, Frank Dodd, el hombre de la bolsa, asesinando a esa gente; el sheriff Bannerman y esos otros hombres destrozados por aquel San Bernardo rabioso… Diablos, incluso las Escaleras de los Suicidios. El que crea que fueron derribadas por un terremoto, es demasiado ingenuo.

Gwendy le ofrece su mejor cara de póquer, una expresión que perfeccionó luego de un año en Washington D.C.

“Espero estar equivocado,” dice él, respirando pesadamente, “pero tengo el presentimiento de que nunca volveremos a ver a esas niñas. No vivas, al menos.”


 

29

Luego del desayuno, Gwendy cruza la calle hacia la librería  y coge las ediciones dominicales de The New York Times  y The Washington Post. La dueña, una mujer elegante en sus cincuenta llamada Grace Featherstone, la saluda con un abrazo y varios minutos de coloridas e ininterrumpidas quejas hacia el presidente Hamlin. Gwendy permanece ante el mostrador, incapaz de meter una palabra, asintiendo con entusiasmo. Cuando la mujer finalmente toma un respiro, Gwendy paga por los periódicos y un paquete de mentas. Luego sale y se sienta en el auto, hojeando ambas publicaciones en busca de noticias sobre Timor o, más importante, fotografías de Timor.

Varios años antes, Ryan había sido enviado a Brasil para cubrir la historia de unas aldeas costeras que secuestradas y eventualmente destruidas por un capo local de las drogas. Vivió tres semanas escondido en la jungla con guerrilleros armados, imposibilitado de cualquier contacto con su hogar. Durante ese tiempo, la única forma que tuvo Gwendy de confirmar que él estaba a salvo fueron los créditos en las fotografías de los diarios y en un puñado de sitios web. Desde entonces, en épocas iguales de difícil, este método se convirtió en el último recurso de Gwendy. Con solo ver el nombre de Ryan en letras pequeñas junto a una de sus fotografías, su corazón se calmaba durante un día o dos, hasta que aparecía la siguiente foto.

Gwendy revisa dos veces ambos periódicos (sus dedos se van ennegreciendo con la tinta fresca, el asiento del pasajero va desapareciendo bajo una montaña de páginas sueltas y publicidades) pero no encuentra ninguna foto. Cada diario presenta un breve artículo, pero están enterrados en las páginas secundarias y la mayoría son reelaboraciones de viejas historias. La Associated Press informó recientemente que una fuerza de la ONU compuesta principalmente por personal de la Fuerza Aérea Australiana fue desplegada en Timor Oriental para establecer y garantizar la paz. Aparte de eso, no se sabía mucho más.


 

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