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Gwendy
cierra el auto y está a medio camino en la entrada de su casa, cuando
oye pisadas a sus espaldas.
Mira por sobre el hombro,
revisando todo el estacionamiento. Al principio no ve a nadie, aunque puede
escuchar los pasos apurados. Luego lo ve: un hombre, perdido en las sombras que
dejan las luces de la calle, dando zancadas hacia ella. Está tal vez a treinta
metros, y se mueve rápido.
Gwendy se apresura a entrar y
marca el código de seguridad con dedos temblorosos. Intenta abrir pero la
puerta no cede.
Mira detrás de ella otra vez,
entrando en pánico. El hombre está más cerca. Tal vez a quince metros. Ella no
está cien por ciento segura en la oscuridad, pero parece que tiene una máscara
de esquí, cubriendo su rostro. Igual que en su sueño.
Gwendy ingresa el código otra vez,
concentrándose en cada botón. La puerta hace un zumbido. Ella la abre, entra y
cierra de un portazo, corriendo escaleras arriba hacia el segundo piso.
Mientras lucha torpemente con las llaves de su departamento, escucha alguien
que forcejea con la puerta de entrada, intentando entrar.
Finalmente, ella abre la puerta y
se apresura a entrar. Luego de poner el cerrojo, corre hacia la ventana frontal
y espía hacia afuera.
El estacionamiento está vacío. El
hombre ha desaparecido.
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“Buen
día, Sheila,” dice Gwendy, un poco impaciente para esa hora tan
temprana. “Vine a ver al Sheriff Ridgewick.”
La mujer, delgada como un espantapájaros,
de un brillante cabello rojo y gafas al tono, levanta la vista de la revista
que está leyendo. “Hola, Gwendy. Lamento no haberte visto el otro día. Oí que
estallaron fuegos artificiales.”
Sheila Brigham ha dirigido el
cubículo de vidrio del despacho en la comisaría desde hace veinticinco años y
contando. También está a cargo de la recepción y del café. Sheila comenzó en el
trabajo ni bien salió de la universidad estatal, cuando los pantalones
acampanados eran furor y George Bannerman patrullaba La Roca. Aquí se casó y
crio una familia, se ocupó de Alan Pangborn durante su etapa de diez años y, a
diferencia de la mayoría, no dejó que el incendio del ’91 la amedrentara, aunque
pasó casi tres semanas en el hospital debido a aquella catástrofe.
“Me temo que no inspiré demasiada
confianza en nuestros electores,” dice Gwendy.
Sheila niega con la mano. “No te
preocupes por eso. En un buen día, Carol Hoffman es mala como una avispa. Y
generalmente no tiene un buen día.”
“Igual, me siento terrible. Pobre
mujer.”
Sheila gruñe. “Si quieres sentir
lástima por alguien, que sea por su esposo.”
“Eso no te lo discuto.”
La mujer levanta la revista de
nuevo. “Puedes pasar. Él te está esperando.”
“Gracias. Feliz Navidad, Sheila.”
Ella gruñe igual que antes y
vuelve su atención a la lectura.
La puerta del despacho del sheriff
está abierta, por lo que Gwendy pasa sin llamar. Él está sentado tras su
escritorio hablando por teléfono. Levanta un dedo y mueve la boca diciendo “un
minuto”, indicándole que se siente. “Lo entiendo, Jay. En serio. Pero no
tenemos tiempo. Lo necesito para ayer.” Su cara se ensombrece. “No me importa.
Solo hazlo.”
Cuelga y mira a Gwendy. “Lamento
eso.”
“No hay problema. Y ahora, ¿qué es
todo este secreto? ¿Por qué no pudiste decírmelo por teléfono?”
El sheriff sacude la cabeza. “No
me gusta tu celular. Lo último que necesitamos ahora es una filtración.”
“Estás tan paranoico como mi
padre. Él ha entrado en un frenesí. Piensa que toda la tecnología del mundo
colapsará la semana que viene cuando el reloj dé la medianoche.”
“Díselo a Tommy Perkins. Él afirma
captar media docena de conversaciones por celular al día, en ese aparato de
onda corta que tiene.”
Gwendy se ríe. “Tom Perkins es un
viejo senil y de mente sucia. ¿En serio le crees?”
El sheriff se encoge de hombros.
“¿Entonces cómo se enteró de que Shelly Piper estaba embarazada antes que el
resto del pueblo?”
“Seguramente, ese viejo pervertido
se encargó él mismo de esa tarea.”
El sheriff quedó boquiabierto,
formando una O perfecta. “Gwendy Peterson.”
“Oh, calla,” dice ella, blandiendo
su mano frente a él. “Y basta de evasivas. ¿Acaso es una noticia tan mala?”
La sonrisa desaparece del rostro
del hombre. “Me temo que sí.”
“Cuéntame.”
Él se levanta y cierra la puerta.
Volviendo al escritorio, abre un cajón y saca un gran sobre. “Echa un vistazo,”
le dice a Gwendy mientras se lo entrega.
Ella abre la solapa y saca un par
de brillantes fotos a color. Resulta difícil saber qué son los tres pequeños
objetos blancos de la primera imagen, pero la segunda es un acercamiento mucho
más claro. “¿Dientes?” dice ella, mirando al sheriff.
Él asiente.
“¿De dónde vienen?”
“Se encontraron en el bolsillo de
la sudadera rosada de Carla Hoffman.”
43
Gwendy
aún sigue pensando en los tres pequeños dientes horas más tarde, mientras
se ducha y se alista para asistir a la misa de vísperas de Navidad con sus
padres.
Los forenses ya han confirmado que
los dientes son compatibles con los de un femenino de la edad de Carla Hoffman,
y el Sheriff Ridgewick se ha puesto en contacto con el odontólogo de la niña
para saber si hay radiografías en su archivo. Los padres saben de la sudadera,
pero no se les ha dicho nada acerca del macabro descubrimiento dentro del
bolsillo. “Es nuestra primera evidencia concreta,” le ha confiado el sheriff a
Gwendy. “Necesitamos ver a dónde nos lleva antes de que la noticia corra por
todo el pueblo.”
El descubrimiento de los dientes
había sustituido en la mente de Gwendy al recuerdo del terrorífico encuentro en
el estacionamiento la noche pasada, pero ahora regresa, veinticuatro horas más
tarde, mientras elige el vestido para la iglesia.
Todo el asunto parece un mal
sueño. El hombre tenía una máscara, ahora está segura. Pero en esa época del
año eso es muy común. Aparte de eso, no recuerda mucho más. Ropas oscuras, tal
vez jeans, y algún tipo de zapatos o botas con taco. Ella definitivamente lo
escuchó antes de verlo. Otra cosa: no había visto ningún auto extraño en el
aparcamiento, es decir que o estacionó cerca y se llegó a pie, o vive en las
cercanías.
¿Pero por qué alguien querría hacer eso?” piensa, escogiendo un
largo vestido negro y un par de botas de cuero. ¿Solo trataba de asustarla? ¿O era más que eso? En todo caso, ¿él sabía
que era ella? Tal vez todo era solo
una broma. O no tenía nada que ver con ella.
Gwendy también se pregunta por qué
eligió no decirle nada al sheriff esa mañana, aunque tiene una teoría al
respecto. Todo apunta al búho de chocolate que comió hace un par de noches. Es
verdad que comer ese chocolate le insufló inmediatamente una sensación de
clamada energía y claridad de visión (tanto interna como externa), pero hizo
más que eso: le devolvió un sentido de equilibrio al mundo; la confianza que la
que había carecido los últimos meses. Extrañar a Ryan, dudar en su trabajo,
preocuparse por su mamá y por un presidente con el coeficiente de un nabo y el
temperamento de un bravucón escolar… de repente, sintió que podía soportar toda
esa carga de nuevo, y más aun. Todo
gracias a una especie de maravillosa droga… o golosina, piensa. Era un sentimiento
intranquilizador, y de cierta forma la hizo sentirse todavía más culpable por
comer el chocolate. Después de todo, no era una adolescente perdida e insegura
como la primera vez que la caja de botones llegó a su vida. Ella era un adulto
ahora, con años de experiencia manejando los revese que le presentaba la vida.
Se ajusta el cinturón de seguridad
y sale del estacionamiento hacia la iglesia, cuando aquella perturbadora
pregunta asoma su fea cabeza una vez más: ¿Cuánto
de su vida es producto de sus acciones, y cuánto de las acciones de la caja,
con sus premios y botones?
Gwendy nunca ha estado menos
segura de la respuesta.
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