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Desde
que Gwendy tiene memoria, los Peterson han asistido a la Misa de vísperas
de Navidad de las 7:00 PM en la iglesia católica de Nuestra Señora de las Aguas
Serenas, y luego cruzan el pueblo hacia la fiesta anual de los Bradley. Cuando
era niña, Gwendy acostumbraba pasar el soñoliento viaje de vuelta con la cabeza
recostada sobre el frío vidrio de la ventanilla trasera, buscando en el cielo
nocturno una señal de la nariz roja de Rodolfo.
El servicio de la iglesia dura
esta noche poco más de una hora. Hugh y Blanche Goff, vecinos de toda la vida
de los Peterson, llegan unos minutos tarde. Gwendy hace lugar alegremente para
ellos en el banco. La señora Goff huele a naftalina y pastillas de menta, pero
a Gwendy no le importa. Los Goff nunca pudieron tener hijos, y ella es como una
especie de hija sustituta para ellos.
Gwendy cierra los ojos y se pierde
en el sermón del padre Lawrence; su voz tranquilizadora es tan parte de los
recuerdos de su infancia como los chapuzones de los sábados por la mañana junto
a Olive Kepnes en el natatorio de Castle Rock. Pocas de las historias del
sacerdote son nuevas para ella, pero no obstante encuentra sus palabras
reconfortantes. Gwendy descubre una alegría pura en el rostro de su madre,
mientras la señora Peterson canta junto al coro y, poco después, suelta una
risita cuando el señor Goff deja escapar una ventosidad durante la Sagrada
Comunión, ganándose un gentil levantamiento de cejas de su padre.
Al terminar el servicio, los
Peterson salen junto con el resto de la congregación y se quedan afuera, en la
entrada principal de la iglesia, charlando con amigos y vecinos. Las
felicitaciones más cálidas son para la mamá de Gwendy, ya que es su primera
visita a la iglesia en semanas. Sin embargo, hay una excepción. El padre
Lawrence abraza efusivamente a Gwendy y literalmente la levanta del suelo.
Antes de desaparecer en la rectoría, le hace prometer que volverá pronto. Una
vez que la muchedumbre se dispersa, Gwendy acompaña al señor y la señora Goff
hasta su auto y luego sigue a sus padres hasta la mansión de los Bradley en
Willow Street.
Anita Bradley (según los rumores
que han corrido envidiosamente por Castle Rock desde hace tres décadas) se casó
con un hombre viejo y rico. Luego de que su esposo Lester, un exitoso
empresario maderero diecinueve años mayor, sufriera un infarto fatal en 1991,
muchos pensaron que, una vez terminados los servicios fúnebres y los asuntos
legales, Anita empacaría y se largaría a las doradas costas de Florida o,
incluso, a alguna isla. Pero se equivocaron. Castle Rock era su hogar, insistía
Anita, y no se iría a ningún lugar.
Resultó que su permanencia fue
algo muy bueno para el pueblo. Anita había pasado los casi nueve años desde la
muerte de su marido donando su tiempo y dinero a una larga lista de
organizaciones de caridad locales, ofreciendo su experiencia de costurera a la
Sociedad Dramática de la Secundaria de Castle Rock, y ejerciendo la dirección
del Comité de Benefactores de la biblioteca. También preparaba una muy
deliciosa tarta de manzanas, que vendía durante todo el verano en la Pastelería
de Nora.
Una sonriente y algo achispada
Anita (con su largo cabello plateado peinado en una especie de torre de tres
pisos que desafiaba la gravedad) da la bienvenida a la familia Peterson con
delicados abrazos y suaves (sin mencionar ásperos) besos en las mejillas. La
casa de tres plantas se extiende por más de dos mil metros cuadrados en la cima
de una colina rocosa, y posee habitaciones enteras repletas de antigüedades del
siglo pasado. Gwendy siempre ha sentido terror de romper algo valioso. Toma los
abrigos de sus padres y, agregando el suyo, los deja envueltos sobre un sofá
victoriano en la biblioteca. Después se dirige al bullicioso y enorme salón
principal, buscando rostros familiares, ansiosa por hacerse ver y luego
marcharse a casa.
Pero, como suele ocurrir en Castle
Rock, es difícil encontrar rostros familiares de su edad. La mayoría de los
amigos de secundaria de Gwendy nunca regresaron a La Roca después de la
universidad. Como ella, muchos de ellos tomaron empleos en la vecina Portland,
en Derry o en Bangor. Otros se mudaron a distintos estados y solo vuelven
ocasionalmente para visitas a los padres o familiares. Brigette Desjardin es
una del pequeño puñado de excepciones a esta regla, y parece ser la única
presente en la fiesta anual navideña en lo de los Bradleys. Gwendy se topa con
ella junto a la fuente de ponche (esta vez no hay desafortunados vuelcos) y
disfruta de una entusiasta pero breve conversación con Brigette y su marido
antes de que un amigo de Brigette algo ebrio los interrumpa. Gwendy sonríe y se
aleja.
Por supuesto, hay muchos más
esperando hablar con Gwendy. Aunque los rostros familiares escaseen, las caras
amistosas (y las curiosas) no. Pareciera que todos quieren una foto o un par de
palabras con la Famosa Congresista, y la ráfaga de preguntas llega rápida y
furiosa:
¿Dónde está su marido? ¿Dónde está Ryan? (“Al otro lado del océano,
trabajando.”)
¿Cómo se siente tu mamá? (“Mucho mejor, gracias, ella está por
aquí, la estoy buscando.”)
¿Cómo es en verdad el presidente Hamlin? (“Ummmm… es un caso
serio.”)
¿Qué tal van las cosas en el DC? (“Oh, va todo bien, dando una
buena lucha todos los días.”)
¿Por qué no bebe nada? Espere, déjeme servirle algo. (“No, gracias,
en serio, estoy algo cansada y no soy de beber.”)
¿Qué pasa con esas chicas perdidas? (“Es terrible y aterrador, y sé
que el sheriff y su gente están haciendo lo humanamente posible para
encontrarlas.”)
La vi corriendo la otra noche. ¿No se cansa de correr? (“De hecho
no, lo encuentro relajante; por eso lo hago.”)
¿Debería preocuparme por lo de Corea del Norte? ¿Cree que iremos a la
guerra? (“Que eso no le quite el sueño. Deberían ocurrir muchas desgracias
para que Estados Unidos vaya a la guerra, y no creo que sucedan.”) Gwendy no
está tan segura de esto último, pero se imagina que es parte de su trabajo
mantener la calma entre sus constituyentes.
Para cuando localiza a sus padres
sentados en un rincón del extremo opuesto del salón, hablando con un colega de
la oficina de papá (el hombre también solicita “una foto muy rápida”, en la que
Gwendy sonríe obedientemente), siente que acaba de terminar un día agitado de
publicidad para uno de sus libros. También tiene una jaqueca atroz.
Una vez solos, les dice a sus
padres que se encuentra exhausta y les pregunta si estarán bien sin ella. Su
mamá reniega diciendo que Gwendy necesita dejar de trabajar tanto y le ordena
que se vaya directo a la cama. Su padre le da una mirada sarcástica y dice,
“Creo que podemos sobrevivir una noche sin tu ayuda, nena. Ve a casa y
descansa.” Gwendy le aprieta el brazo, les da a ambos un beso de buenas noches,
y comienza a cruzar el salón rumbo a la biblioteca para buscar su abrigo.
Fue entonces que sucedió.
Una mano musculosa surge del mar
de gente y aferra a Gwendy por el hombro, haciéndola girar.
“Bueno bueno bueno, miren quién
está aquí.”
Caroline Hoffman aparece
repentinamente frente a ella, los ojos inyectados en sangre y reducidos a dos
ranuras. La mano que aprisiona a Gwendy comienza a apretar. La mano libre se
cierra en un carnoso puño.
Gwendy mira a su alrededor,
buscando ayuda… pero el señor Hoffman no está por ningún lado, y nadie parece
percatarse de lo que sucede. “Señora Hoffman, no sé qué…”
“Tú me das asco, ¿sabes?”
“Bueno, lamento que se sienta así,
pero no sé…”
La mano presiona más fuerte.
“Suélteme,” dice Gwendy,
sacudiéndose la mano de la mujer. Puede oler el aliento de la señora Hoffman, y
no es cerveza; es algo más fuerte. Lo último que quiere es provocarla.
“Escuche, entiendo que esté alterada y que yo no le caiga bien, pero este no es
el momento ni el lugar.”
“Me parece que el momento y el
lugar son perfectos,” dice la señora Hoffman, con una desagradable sonrisa
burlona cruzándole la cara.
“¿Para qué?” pregunta airadamente
Gwendy.
“Para patearte ese engreído
trasero.”
Gwendy retrocede un paso, alzando
las manos, asombrada de que eso esté por ocurrir.
“¿Todo en orden?” pregunta un
hombre alto al que Gwendy jamás ha visto en su vida.
“No,” dice ella con voz
temblorosa. “No, no lo está. Esta mujer ha bebido demasiado y necesita que
alguien la lleve a su casa. ¿Puede ayudarla, o tal vez llamar a su marido?”
“Me encantaría.” El hombre se
vuelve a la señora Hoffman e intenta tomarla del brazo. Ella le da un empujón.
Él choca contra una pareja, volcando el vaso del hombre, que cae al suelo y se
rompe. Y ahora todos están observando al hombre alto y a la señora Hoffman.
“¡¿Qué diablos están mirando?!”
grita ella, con los mofletes enrojecidos. “¡Manga de estirados!”
“Oh Dios,” dice alguien a espaldas
de Gwendy.
La muchacha aprovecha la
distracción y rápidamente se escurre a la biblioteca, donde desentierra su
abrigo de una pila sobre el sofá. Se lo pone, tragándose lágrimas de furia, y
comienza a mecerse frente al sofá. ¿Cómo
se atreve a ponerme las manos encima? ¿Cómo se atreve a decir esas cosas?
Meciéndose más rápido, puede sentir el calor creciendo en todo su cuerpo. Todo lo que quería era ayudarla y ella actúa
como…
Un golpe estridente llega desde el
recinto contiguo.
Y luego gritos de alarma.
Gwendy corre hacia el salón, temiendo
lo que pueda encontrar.
Caroline Hoffman yace inconsciente
en el piso de parqué, los brazos desparramados sobre la cabeza. Una fea herida
en la frente sangra profusamente. Una muchedumbre la está rodeando.
“¿Qué sucedió?” pregunta Gwendy a
cualquiera.
“Se cayó,” dice un anciano frente
a ella. “Se había calmado y estaba marchándose, cuando de repente giró, cayó y
golpeó la mesa con la frente. Lo más extraño que vi en mi vida.”
“Fue como si alguien la hubiera
empujado,” dice otra mujer. “Pero no había nadie allí.”
Recordando el torrente de furia
que había sentido, y un sueño largamente olvidado sobre Frankie Stone, Gwendy
se va tambaleando de la casa en una especie de sopor y no mira atrás.
Con la cabeza dándole vueltas, le
toma varios minutos recordar dónde dejó el auto. Cuando finalmente lo
encuentra, al fondo de la entrada de los Bradleys, se sube y conduce hacia su
casa en silencio.
45
Cuando
Gwendy llega a casa quince minutos después, cambia sus ropas por un
camisón, se lava la cara, se cepilla los dientes y se va directo a la cama. No
enciende la televisión, no pone a cargar el celular, y por primera vez desde su
regreso, deja la caja de botones dentro de la bóveda de seguridad durante toda
la noche.
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