7
Gwendy entra a su oficina,
sintiéndose mejor que hace muchos días. Es casi como si le hubiesen quitado un
peso del pecho y pudiese volver a respirar.
Una recepcionista canosa deja de
tipear y levanta la vista de su computadora. “Le dejé dos mensajes en el
escritorio, y el almuerzo ya debería estar por llegar. ¿Le gusta el pavo con
papas fritas?”
Si Gwendy a veces se imagina (en
secreto, por supuesto; nunca lo diría en voz alta, ni en un millón de años) a
la Representante Patsy Follett como Campanita, el simpático ángel guardián en
miniatura de su niñez, entonces seguro que ve a su recepcionista, Bea Whiteley,
como la amada Tía Bea del Sheriff Taylor, en la icónica serie The Andy Griffith Show.
Aunque el parecido físico es muy
remoto (para empezar, esta Bea es afroamericana), hay muchas otras similitudes.
Primero el nombre, por supuesto. ¿Cuántas mujeres conocen que se llamen Bea, o
incluso Beatriz? Y luego, los hechos indiscutibles: la señora Whiteley es
protectora por naturaleza, una excelente cocinera, una persona muy devota, y la
mujer más amable que Gwendy haya conocido. Junten todo en un solo ser humano y
a quién tienen? A la tía Bea.
“Eres un salvavidas,” dice Gwendy.
“Gracias.”
Bea toma una hoja de papel de la
esquina de su escritorio. “También imprimí su itinerario para mañana.” Se
levanta y se lo entrega a Gwendy.
La congresista lo mira y frunce
las cejas. “¿Por qué esto se parece al último día de clases antes de Navidad?”
“Estoy bastante segura de que el
último día de clases es mucho más divertido que éste.” Bea vuelve a sentarse.
“¿Cómo está su mamá?”
“Anoche seguía bien. Seis semanas
sin quimio. Los niveles son normales.”
La mujer mayor aplaude. “Dios es
bueno.”
“Papá la vuelve loca, sin embargo.
¿Quieres oír la última? No espera una respuesta. “Quiere retirar todos sus
ahorros y enterrarlos en el patio. Está convencido de que los sistemas
informáticos del banco van a colapsar por culpa del Y2K. Mamá no ve la hora de
él vuelva a trabajar.”
“Una razón más para que vaya a
casa. ¿Su vuelo es mañana por la noche?” pregunta Bea.
Gwendy niega. “Retrasé el vuelo
hasta el sábado al mediodía. Necesito terminar unas cosas antes de partir. ¿Y
tú? ¿Cuándo te vas con Tim?”
“Partimos el lunes para visitar a
mi hermana en Colorado, y de ahí vamos a ver a los muchachos el miércoles. Hablando
de chicos… ¿sería mucho pedir que me firmase un par de libros para ellos? Le
pagaré. No pretendo que me los regale…”
Gwendy la detiene con un gesto.
“¿Podrías callar, por favor? Estaré encantada, Bea. Será un placer.”
“Gracias, señora Peterson. Le estoy
muy agradecida.” Y así se veía, de hecho, sin mencionar que también se mostró
aliviada.
“Solo relájate y disfruta de tu
familia.”
“¿Todos juntos bajo el mismo techo
por una semana entera? Eso será… interesante.”
“Será genial,” dice Gwendy.
Bea levanta los ojos. “Si usted lo
dice.”
“Yo lo digo.” Entra en su oficina,
riendo, y cierra la puerta detrás de ella.
8
Gwendy arroja los reportes de
vuelta sobre la pila y se sienta frente a su escritorio. Estira la mano para
tomar la agenda, pero sus manos quedan congeladas en medio del aire, antes de
alcanzarla.
Hay una reluciente moneda de plata
junto al teclado.
Su mano extendida comienza a
temblar. El corazón le retumba en el pecho, y de pronto siente como si todo el
aire de la oficina hubiese sido aspirado.
Antes de mirarla, ya sabe que es
un dólar de plata Morgan de 1891. Ya los ha visto antes.
Una voz familiar, la voz de un
hombre, susurra en su oído: “Casi media
onza de pura plata. Creada por Mr. George Morgan, quien solo tenía treinta años
cuando acuñó el perfil de Anna Willes Williams, una matriarca de Filadelfia, en
lo que ustedes llaman la ´cara´ de la moneda…”
Gwendy se gira violentamente, pero
no hay nadie. Escudriña a través de la oficina, esperando oír la voz de nuevo,
sintiéndose como si hubiera visto un fantasma (y tal vez lo vio). Nada más en
la habitación parece fuera de lugar. Extendiendo la otra mano, deja que la yema
de su dedo índice acaricie la superficie de la moneda. Está fría al tacto, y es
real. No la está imaginando. No está sufriendo ningún tipo de colapso nervioso
producto del estrés.
Con el corazón en la boca, Gwendy
usa su pulgar para deslizar lentamente la moneda por el escritorio, hacia ella.
Luego se inclina para ver mejor. El dólar de plata está en perfectas
condiciones y ella acertó: es una Morgan de 1891. Anna Williams le sonríe con
sus ojos plateados, sin pestañear.
Retirando rápido la mano, Gwendy
se la limpia casi sin notarlo en la manga de su blusa. Entonces se levanta y
lentamente deambula por el cuarto, sintiendo como si acabara de despertarse de
un sueño. Se golpea la rodilla contra la esquina redondeada de la mesa ratona,
pero apenas lo nota. Cambia de dirección abruptamente, se detiene frente a la
puerta del closet, el único lugar donde alguien podría esconderse. Después de
tomar una profunda inspiración, cuenta hasta tres en silencio y abre
intempestivamente la puerta.
Ella retrocede con las manos
alzadas frente a su rostro, casi cayéndose, pero adentro no hay nadie. Solo
algunos abrigos y suéteres colgando en perchas de alambre, un vestido hecho un
revoltijo junto a un par de zapatillas en el suelo, y un par nuevo de botas de
nieve aún en su caja.
Exhalando con alivio, Gwendy
cierra la puerta de un empujón y vuelve su vista al escritorio. La moneda de
plata permanece allí, brillando bajo las luces, devolviéndole la mirada. Está a
punto de buscar a Bea cuando algo llama su atención. Cruza hasta el archivero
en la esquina. Sobre él hay un busto de bronce de Joshua Chamberlain, héroe de
Maine de la Guerra Civil, regalo de su padre.
Gwendy abre el cajón superior.
Está repleto de carpetas y papeles. Lo cierra. Luego hace lo mismo con el
segundo cajón: lo desliza hacia afuera, hace una rápida inspección, lo cierra.
Conteniendo el aliento, se inclina y abre el cajón superior.
Y allí está: la caja de botones.
De una caoba preciosa, la madera
brilla con un marrón tan rico que puede entrever pequeños trazos rojos en su
acabado. Tiene alrededor de cuarenta centímetros de largo, tal vez treinta de ancho,
y la mitad de profundidad. Hay una serie de pequeños botones encima de la caja,
seis en filas de a dos, y un botón solitario en cada extremo. Ocho en total.
Los pares son verde y verde oscuro, amarillo y anaranjado, azul y violeta. Uno
de los botones del extremo es rojo. El otro, negro. También hay una pequeña
palanca a cada lado de la caja, y lo que parece ser una rendija en el medio.
Por un momento, Gwendy se olvida
de quién es, cuántos años tiene, que un hombre gentil y amable llamado Ryan
alguna vez existió. Ella vuelve a tener doce años, acurrucada en frente del
armario de su habitación, en el pequeño pueblo de Castle Rock, Maine.
Luce exactamente igual, piensa. Luce
igual porque es la misma. No hay
ninguna duda, incluso después de tantos años.
A sus espaldas, alguien toca
fuertemente la puerta. Gwendy casi se desmaya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario