jueves, 1 de octubre de 2020

"La pluma mágica de Gwendy" en español: capítulos 51, 52 y 53

 


51

Gwendy se levanta temprano la mañana siguiente con lo que se siente como una leve resaca, a pesar de no haber tomado una gota de alcohol la noche anterior. Se bebe una botella de agua y arremete con cien sentadillas y cincuenta flexiones en el piso del dormitorio, esperando hacer bombear la sangre y ahuyentar la jaqueca. Durmió mal, con sueños que no recuerda acechando en el subconsciente; pero aun sin los detalles, ella presiente que fueron desagradables y aterradores.

La nieve deja de caer poco antes del amanecer, dejando diez o quince centímetros en Castle Rock y la mayor parte de Maine oriental. El reportero del tráfico en el Canal Cinco aconseja a los viajeros que aprovechan el receso de Navidad que se preparen para demoras. Gwendy llama a su padre y le informa que irá para despejar de nieve el camino de entrada y la acera, y que no aceptará un no por respuesta. Sorprendentemente, él accede sin reparos y le dice que en la mesa de la cocina la estarán esperando café caliente y sobras de la comida de ayer.

Gwendy se pone ropas abrigadas y se ata las botas, luego baja para limpiar su auto. Cuando termina de rasquetear las ventanas y sacudir el piso, se monta en el Subaru e inmediatamente enciende la calefacción. Ya está transpirando.

Colina abajo, ella avista un grupo de niños entretenidos en una pelea de batalla de bolas de nieve, en el parque. Puede escuchar los gritos entusiastas y los chillidos de placer incluso con las ventanillas subidas. Sonríe e intenta recordar hace cuánto que no le pega a alguien con una bola de nieve. Demasiado, considera.

Diez minutos más tarde, doble por Carbine Street y avizora las balizas rojas y amarillas de una ambulancia a lo lejos. Su primera preocupación es por la señora Goff, quien sufre ataques de vértigo ocasionales y ya se ha desmayado antes. La última primavera, pasó dos semanas en el hospital recuperándose de una cadera rota. Al acercarse, Gwendy se da cuenta de que la ambulancia está estacionada en la entrada de sus padres y alguien está siendo ingresado por la parte trasera en una camilla. Pisa los frenos y pisa el bordillo de la acera.

Su padre se tambalea en la puerta delantera, llevando el bolso de la señora Peterson en una mano y un abrigo en la otra. Su rostro está seco y pálido.

“¡Papá!” grita Gwendy, saltando del auto y encontrándose con él en la acera cubierta de nieve. “¿Qué pasó? ¿Mamá está bien?”

Ambos giran y ven cómo la ambulancia se aleja, desapareciendo calle abajo.

“No lo sé,” dice débilmente. “Comenzó a tener problemas poco después de que yo hablase contigo. Al principio, pensó que era porque había comido mucho anoche, pero luego el dolor empeoró. Estaba hecha un ovillo en la cama, llorando. Te estaba por llamar cuando empezó a vomitar sangre. Fue entonces que llamé a la ambulancia. No sabía qué más hacer.”

Gwendy aferra al padre por el brazo. “Hiciste lo correcto. ¿La llevarán al hospital del condado?”

Él asiente, con los ojos llenándoseles de lágrimas.

“Vamos,” dice ella, guiándolo hacia el cordón de la acera. “Yo te llevo.”


 

52

Solo hay un puñado de personas sentadas en los brillantes asientos anaranjados de plástico, en la sala de emergencias del hospital, a las 10 am. Un hombre mayor y calvo, restregándose el cuello lastimado por un accidente de la mañana; un adolescente con un profundo tajo en el labio y otro bajo el ojo derecho, hinchado y amoratado, producto de un percance con un trineo; y una joven pareja asiática sosteniendo a un par de gemelos gimientes de rostros rosados.

Cuando el señor Peterson ve al oncólogo de su esposa, el Dr. Celano, emerger de las puertas señaladas con NO ENTRAR, inmediatamente se para y va a su encuentro en mitad de la sala. Gwendy hace lo mismo.

“¿Cómo está ella, Doc?” pregunta.

“Le dimos algunos calmantes, así que está descansando. Ya no volvió a vomitar desde la ambulancia.”

“¿Qué es lo que tiene?” pregunta Gwendy.

“Me temo que los indicadores de su tumor han vuelto crecer,” dice el doctor con una expresión solemne.

“Oh, Jesús,” dice el señor Peterson, hundiéndose en el hombro de su hija.

“Sé que es difícil, pero trate de no alarmarse, señor Peterson. Los resultados de las pruebas de sangre del miércoles acaban de llegar esta mañana. Las ingresé en la computadora cuando supe de la llamada de la ambulancia, y muestran un preocupante incremento…”

“¿Un preocupante incremento?” dice el señor Peterson. “¿Qué quiere decir?”

“Quiere decir que muy posiblemente el cáncer haya regresado. Hasta el momento, no lo sabemos. La vamos a dejar internada para realizarle unos análisis.”

“¿Qué clase de análisis?” pregunta Gwendy.

“Ya le hemos extraído más sangre esta mañana. Cuando esté ubicada en un cuarto, realizaremos escaneos de abdomen y pecho.”

“¿Esta noche?” pregunta el señor Peterson.

Él niega con la cabeza. “No, no un domingo. La dejaremos descansar y la llevaremos a Radiología por la mañana.”

El señor Peterson mira más allá del doctor, a las puertas batientes. “¿La podemos ver?”

“Pronto,” dice el doctor Celano. “En cualquier momento la trasladarán al segundo piso. Una vez que esté en su habitación, bajaré y lo llevaré yo mismo.”

“¿Ella ya lo sabe?” pregunta Gwendy.

El doctor asiente. “Me pidió que fuese honesta con ella. Creo que sus palabras exactas fueron: ‘No me ande con rodeos. Dígamelo directamente.”

El señor Peterson sacude la cabeza, con los ojos brillantes de lágrimas. “Esa es mi chica.”

“Su chica es una luchadora,” dice el doctor Celano. “Así que intente ser lo más fuerte posible. Ella lo necesitará. A ambos.”


 

53

Gwendy abre la puerta de la casa donde creció, la única casa verdadera en la que vivió (con un garaje de verdad, aceras y patio) y entra. El interior está oscuro y en silencio. Inmediatamente enciende la luz del recibidor. Las llaves del auto de su padre yacen en el piso de madera, arrojadas por el pánico y descuidadas. Ella las levanta y las regresa a su lugar en la mesa del recibidor. Al entrar al living, enciende las lámparas a ambos lados del sofá. Así está mejor, piensa. Todo parece estar en su lugar. Uno nunca imaginaría el caos que se vivió allí esa mañana.

Sube las escaleras, deslizando la mano por la pulida baranda de madera donde cuelgan cuatro calcetines rojos. A medio camino por el pasillo alfombrado, echa un vistazo en la habitación de sus padres y es ahí cuando toda apariencia de normalidad queda destruida en un millón de pedazos. Las sábanas y cobijas están hechas un bollo en el suelo. Una de las almohadas y gran parte del cubrecama blanco están manchados con oscuras salpicaduras de sangre y restos de comida a medio digerir. Los pijamas de su padre están tirados en una pila en el piso a la entrada del pequeño closet. Todo el cuarto huele agrio, como a comida que sido dejada al sol y se ha echado a perder.

Gwendy se queda parada en la entrada, asimilándolo todo, y luego entra en acción. Se ocupa rápidamente de la cama, quitando sábanas, cobijas y fundas. Junta todo con los pijamas de su padre, lo lleva al sótano conteniendo la respiración, y lo arroja en el lavarropas. Una vez hecho esto, regresa arriba y rocía la habitación con una lata de aromatizante que había encontrado en el baño. Luego busca ropa de cama limpia en el closet y vuelve a arreglar la cama.

Al detenerse a examinar su trabajo, recuerda la razón por la que había vuelto a la casa. Encuentra un bolso y empaca una muda de ropa para su padre, un camisón limpio para su madre, y varios pares de calcetines. No sabe por qué agrega los calcetines extra, pero piensa que más vale prevenir que curar. A continuación entra al baño y junta un puñado de artículos. Los agrega al bolso, lo cierra y se dirige a la entrada.

Algo (un recuerdo, una sensación, no está segura) la hace detenerse frente a la puerta de su viejo dormitorio. Espía adentro. Aunque hace tiempo que lo convirtieron en una combinación de cuarto para huéspedes y salón de costura, Gwendy aún puede imaginarse claramente su habitación de la niñez. Su amado dressoir estaba en esa pared; su escritorio, donde escribió las primeras historias, frente a la ventana. Su biblioteca justo ahí junto al cesto de basura de la Familia Partridge; su cama, contra ese muro, debajo de su poster favorito de Billy Joel. Se inclina hacia dentro del cuarto y ve el largo y angosto closet donde su madre ahora almacena partes de ropas y elementos de costura. El mismo closet conde ella escondió la caja de botones todos esos años. El mismo closet donde el primer chico al que había amado murió violentamente frente a sus ojos, con la cabeza destrozada por ese monstruo de Frankie Stone.

Y la maldita caja.

“¿Qué quieres de mí?” pregunta repentinamente con la voz tensa y dura. Entra más aun en la habitación, girando lentamente. “¡Hice lo que me pediste y solo era una maldita niña! ¡Entonces, por qué volviste!” Ahora está gritando, el rostro convertido en una máscara de odio. “¿Por qué no te muestras y dejas de jugar?”

La casa responde con silencio.

“¿Por qué yo?” susurra al cuarto vacío.


 

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