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Gwendy
se levanta temprano la mañana siguiente con lo que se siente como una
leve resaca, a pesar de no haber tomado una gota de alcohol la noche anterior.
Se bebe una botella de agua y arremete con cien sentadillas y cincuenta
flexiones en el piso del dormitorio, esperando hacer bombear la sangre y
ahuyentar la jaqueca. Durmió mal, con sueños que no recuerda acechando en el
subconsciente; pero aun sin los detalles, ella presiente que fueron
desagradables y aterradores.
La nieve deja de caer poco antes
del amanecer, dejando diez o quince centímetros en Castle Rock y la mayor parte
de Maine oriental. El reportero del tráfico en el Canal Cinco aconseja a los
viajeros que aprovechan el receso de Navidad que se preparen para demoras.
Gwendy llama a su padre y le informa que irá para despejar de nieve el camino
de entrada y la acera, y que no aceptará un no por respuesta.
Sorprendentemente, él accede sin reparos y le dice que en la mesa de la cocina
la estarán esperando café caliente y sobras de la comida de ayer.
Gwendy se pone ropas abrigadas y
se ata las botas, luego baja para limpiar su auto. Cuando termina de rasquetear
las ventanas y sacudir el piso, se monta en el Subaru e inmediatamente enciende
la calefacción. Ya está transpirando.
Colina abajo, ella avista un grupo
de niños entretenidos en una pelea de batalla de bolas de nieve, en el parque.
Puede escuchar los gritos entusiastas y los chillidos de placer incluso con las
ventanillas subidas. Sonríe e intenta recordar hace cuánto que no le pega a
alguien con una bola de nieve. Demasiado, considera.
Diez minutos más tarde, doble por
Carbine Street y avizora las balizas rojas y amarillas de una ambulancia a lo
lejos. Su primera preocupación es por la señora Goff, quien sufre ataques de
vértigo ocasionales y ya se ha desmayado antes. La última primavera, pasó dos
semanas en el hospital recuperándose de una cadera rota. Al acercarse, Gwendy
se da cuenta de que la ambulancia está estacionada en la entrada de sus padres
y alguien está siendo ingresado por la parte trasera en una camilla. Pisa los
frenos y pisa el bordillo de la acera.
Su padre se tambalea en la puerta
delantera, llevando el bolso de la señora Peterson en una mano y un abrigo en
la otra. Su rostro está seco y pálido.
“¡Papá!” grita Gwendy, saltando
del auto y encontrándose con él en la acera cubierta de nieve. “¿Qué pasó?
¿Mamá está bien?”
Ambos giran y ven cómo la
ambulancia se aleja, desapareciendo calle abajo.
“No lo sé,” dice débilmente.
“Comenzó a tener problemas poco después de que yo hablase contigo. Al
principio, pensó que era porque había comido mucho anoche, pero luego el dolor
empeoró. Estaba hecha un ovillo en la cama, llorando. Te estaba por llamar
cuando empezó a vomitar sangre. Fue entonces que llamé a la ambulancia. No
sabía qué más hacer.”
Gwendy aferra al padre por el
brazo. “Hiciste lo correcto. ¿La llevarán al hospital del condado?”
Él asiente, con los ojos
llenándoseles de lágrimas.
“Vamos,” dice ella, guiándolo
hacia el cordón de la acera. “Yo te llevo.”
52
Solo
hay un puñado de personas sentadas en los brillantes asientos
anaranjados de plástico, en la sala de emergencias del hospital, a las 10 am.
Un hombre mayor y calvo, restregándose el cuello lastimado por un accidente de
la mañana; un adolescente con un profundo tajo en el labio y otro bajo el ojo
derecho, hinchado y amoratado, producto de un percance con un trineo; y una
joven pareja asiática sosteniendo a un par de gemelos gimientes de rostros
rosados.
Cuando el señor Peterson ve al
oncólogo de su esposa, el Dr. Celano, emerger de las puertas señaladas con NO
ENTRAR, inmediatamente se para y va a su encuentro en mitad de la sala. Gwendy
hace lo mismo.
“¿Cómo está ella, Doc?” pregunta.
“Le dimos algunos calmantes, así
que está descansando. Ya no volvió a vomitar desde la ambulancia.”
“¿Qué es lo que tiene?” pregunta
Gwendy.
“Me temo que los indicadores de su
tumor han vuelto crecer,” dice el doctor con una expresión solemne.
“Oh, Jesús,” dice el señor
Peterson, hundiéndose en el hombro de su hija.
“Sé que es difícil, pero trate de
no alarmarse, señor Peterson. Los resultados de las pruebas de sangre del
miércoles acaban de llegar esta mañana. Las ingresé en la computadora cuando
supe de la llamada de la ambulancia, y muestran un preocupante incremento…”
“¿Un preocupante incremento?” dice
el señor Peterson. “¿Qué quiere decir?”
“Quiere decir que muy posiblemente
el cáncer haya regresado. Hasta el momento, no lo sabemos. La vamos a dejar
internada para realizarle unos análisis.”
“¿Qué clase de análisis?” pregunta
Gwendy.
“Ya le hemos extraído más sangre
esta mañana. Cuando esté ubicada en un cuarto, realizaremos escaneos de abdomen
y pecho.”
“¿Esta noche?” pregunta el señor
Peterson.
Él niega con la cabeza. “No, no un
domingo. La dejaremos descansar y la llevaremos a Radiología por la mañana.”
El señor Peterson mira más allá
del doctor, a las puertas batientes. “¿La podemos ver?”
“Pronto,” dice el doctor Celano.
“En cualquier momento la trasladarán al segundo piso. Una vez que esté en su
habitación, bajaré y lo llevaré yo mismo.”
“¿Ella ya lo sabe?” pregunta
Gwendy.
El doctor asiente. “Me pidió que
fuese honesta con ella. Creo que sus palabras exactas fueron: ‘No me ande con
rodeos. Dígamelo directamente.”
El señor Peterson sacude la
cabeza, con los ojos brillantes de lágrimas. “Esa es mi chica.”
“Su chica es una luchadora,” dice
el doctor Celano. “Así que intente ser lo más fuerte posible. Ella lo
necesitará. A ambos.”
53
Gwendy
abre la puerta de la casa donde creció, la única casa verdadera en la
que vivió (con un garaje de verdad, aceras y patio) y entra. El interior está
oscuro y en silencio. Inmediatamente enciende la luz del recibidor. Las llaves
del auto de su padre yacen en el piso de madera, arrojadas por el pánico y
descuidadas. Ella las levanta y las regresa a su lugar en la mesa del
recibidor. Al entrar al living, enciende las lámparas a ambos lados del sofá. Así está mejor, piensa. Todo parece
estar en su lugar. Uno nunca imaginaría el caos que se vivió allí esa mañana.
Sube las escaleras, deslizando la mano
por la pulida baranda de madera donde cuelgan cuatro calcetines rojos. A medio
camino por el pasillo alfombrado, echa un vistazo en la habitación de sus
padres y es ahí cuando toda apariencia de normalidad queda destruida en un
millón de pedazos. Las sábanas y cobijas están hechas un bollo en el suelo. Una
de las almohadas y gran parte del cubrecama blanco están manchados con oscuras
salpicaduras de sangre y restos de comida a medio digerir. Los pijamas de su
padre están tirados en una pila en el piso a la entrada del pequeño closet.
Todo el cuarto huele agrio, como a comida que sido dejada al sol y se ha echado
a perder.
Gwendy se queda parada en la
entrada, asimilándolo todo, y luego entra en acción. Se ocupa rápidamente de la
cama, quitando sábanas, cobijas y fundas. Junta todo con los pijamas de su
padre, lo lleva al sótano conteniendo la respiración, y lo arroja en el
lavarropas. Una vez hecho esto, regresa arriba y rocía la habitación con una
lata de aromatizante que había encontrado en el baño. Luego busca ropa de cama
limpia en el closet y vuelve a arreglar la cama.
Al detenerse a examinar su
trabajo, recuerda la razón por la que había vuelto a la casa. Encuentra un
bolso y empaca una muda de ropa para su padre, un camisón limpio para su madre,
y varios pares de calcetines. No sabe por qué agrega los calcetines extra, pero
piensa que más vale prevenir que curar. A continuación entra al baño y junta un
puñado de artículos. Los agrega al bolso, lo cierra y se dirige a la entrada.
Algo (un recuerdo, una sensación,
no está segura) la hace detenerse frente a la puerta de su viejo dormitorio.
Espía adentro. Aunque hace tiempo que lo convirtieron en una combinación de
cuarto para huéspedes y salón de costura, Gwendy aún puede imaginarse
claramente su habitación de la niñez. Su amado dressoir estaba en esa pared; su
escritorio, donde escribió las primeras historias, frente a la ventana. Su
biblioteca justo ahí junto al cesto de basura de la Familia Partridge; su cama,
contra ese muro, debajo de su poster favorito de Billy Joel. Se inclina hacia
dentro del cuarto y ve el largo y angosto closet donde su madre ahora almacena
partes de ropas y elementos de costura. El mismo closet conde ella escondió la
caja de botones todos esos años. El mismo closet donde el primer chico al que
había amado murió violentamente frente a sus ojos, con la cabeza destrozada por
ese monstruo de Frankie Stone.
Y la maldita caja.
“¿Qué quieres de mí?” pregunta
repentinamente con la voz tensa y dura. Entra más aun en la habitación, girando
lentamente. “¡Hice lo que me pediste y solo era una maldita niña! ¡Entonces,
por qué volviste!” Ahora está gritando, el rostro convertido en una máscara de
odio. “¿Por qué no te muestras y dejas de jugar?”
La casa responde con silencio.
“¿Por qué yo?” susurra al cuarto
vacío.
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