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Los
lunes son días muy ajetreados en el hospital Castle County, y el 27 de
diciembre no es una excepción. Las enfermeras y ordenanzas están recargadas de
trabajo gracias al fin de semana largo, y tres miembros de la guardia dieron
parte de enfermos; pero la vida continúa.
Gwendy está sentada junto a la
cama en la habitación 233 y observa la respiración estable en el pecho de su
madre. Ella ha estado durmiendo tranquilamente por casi media hora, lo cual es
la única razón por la que Gwendy está sola en la habitación. Veinte minutos
antes, finalmente consiguió que su padre se fuese a la cafetería para
desayunar. No había dejado a su esposa desde que se reunieron la tarde
anterior, y no quería marcharse; pero Gwendy insistió.
La novela de John Grisham
permanece cerrada en el regazo de Gwendy, con un cupón de golosinas marcando la
página. Oye el sonido intermitente de las máquinas y observa el constante goteo
del suero, y recuerda a una docena de habitaciones de hospitales similares, muy
parecidas a esta. El cuarto sin ventanas del tercer piso en el Mercy Hospital
donde su querido amigo Johnathon había dado sus últimos alientos, docenas de
fotografías y tarjetas de buenos augurios pegadas a la pared sobre su cabeza.
Tantas habitaciones de otros tantos hospitales y clínicas de SIDA que ella
había visitado. Seres humanos muy valientes, jóvenes y viejos, hombres y
mujeres, todos unidos por un solo propósito: sobrevivir.
Desde entonces, Gwendy ha odiado
los hospitales (su apariencia, olores, sonidos) a la vez que había mantenido el
más alto respeto hacia quienes luchaban por sus vidas, y por los doctores y
enfermeras que los acompañaban en esa lucha.
“… morirás rodeada de amigos, en un lindo camisón con flores azules en
el dobladillo. La luz del sol inundará tu ventana, y antes de que partas
mirarás afuera y verás una bandada de pájaros volando al sur. Una imagen final
de la belleza del mundo. Habrá un poco de dolor. No mucho.”
Richard Farris una vez le dijo eso
a ella, y le creyó. No sabe cuándo sucederá, o dónde, pero no le interesa. Ya
no.
“Si alguien merece ese tipo de
despedida, eres tú, mamá.” Baja la vista, sofocando un gemido. “Pero no estoy
lista aún. No estoy lista.”
La señora Peterson, con los ojos
todavía cerrados, dice: “No te preocupes Gweenie, yo tampoco lo estoy.”
“Oh Dios mío,” casi grita Gwendy
por la sorpresa, volteando el libro al piso. “¡Creí que estabas durmiendo!”
La señora Peterson abre los ojos a
medias y sonríe perezosamente. “Lo estaba hasta que te escuché parlotear.”
“Lo siento mucho, mamá. He estado haciendo eso, hablando sola en voz alta,
como una vieja loca llena de gatos.”
“Eres alérgica a los gatos,
Gwendy,” dice la señora Peterson, reflexiva.
Gwendy mira más de cerca a su
mamá. “Muy bien, y eso debe ser la morfina que te hace hablar.”
La señora Peterson levanta la
cabeza y mira alrededor. “¿Lograste que tu padre se vaya a casa?”
“Ni hablar. Pero hice que se fuese
a la cafetería a comer algo.”
La mujer asiente débilmente. “Buen
trabajo, cariño. Estoy preocupada por él.”
“Yo me ocuparé de papá,” dice
Gwendy. “Tú preocúpate por mejorar.”
“Eso está en las manos de Dios
ahora. Estoy muy cansada.”
“No puedes rendirte, mamá. Ni
siquiera sabemos cuán grave es. Podría ser…”
“¿Quién habló de rendirse? Eso no
va a suceder, no mientras te tenga a ti y a tu padre a mi lado. Tengo mucho por
qué vivir.”
“Sí,” asiente Gwendy. “Seguro que
sí.”
“Lo que quiero decir es…” Busca
las palabras exactas. “Si puedo vencer esto otra vez, si hay alguna
posibilidad, lo haré. Estoy segura. No importa lo dura que sea la batalla.
Pero… si no puedo hacerlo… si Dios
decide que es mi hora, que así sea. Tuve una vida maravillosa con más
bendiciones que las que cualquier persona debería tener. ¿Cómo podría quejarme?
En fin, eso quería decir… es la única forma en que me meterán en la tierra.”
“¡Mamá!” exclama Gwendy.
“¿Qué? Ya sabes que no quiero ser
cremada.”
“Eres imposible,” dice Gwendy,
agarrando la mochila que había dejado en el alféizar de la ventana. “Te traje
un poco del jugo de frutas que tanto te gusta y algunos bocadillos. También
tengo una sorpresa.”
“Genial, me encantan las
sorpresas.”
Ella abre la mochila. “Primero
come y bebe, luego la sorpresa.”
“¿Cuándo te hiciste tan mandona?”
“Aprendí de la mejor,” dice Gwendy
y chasquea la lengua.
“Hablando de sorpresas (y no sé
por qué me desperté pensando en esto), ¿recuerdas el año que intentamos
sorprender a tu padre para su cumpleaños?” Se incorpora en la cama, los ojos
bien abiertos y alertas, y toma un sorbo del cartón de jugo.
“¿Cuando decoramos el garaje con
todos esos globos y guirnaldas?” pregunta Gwendy.
La señora Peterson la apunta con
el dedo. “Esa vez. Él estuvo pescando toda la tarde. Amontonamos a todos
adentro y el gran plan era abrir la puerta del garaje en cuanto él llegara a la
entrada.”
Gwendy comienza a reír. “Solo que
no sabíamos que él se había caído de un tronco y aterrizado en el lodo, cuando
volvía a la camioneta.”
La señora Peterson asiente. “Le
habíamos quitado el control del portón de la camioneta, así que no tuvo más
remedio que salir de ella.” Ahora la mujer ríe junto con su hija.
“Todos estábamos escondidos en la
oscuridad y cuando escuchamos que bajaba de la camioneta…”
“Aprieto el botón, el portón se
levanta y ahí está tu padre…” La señora Peterson comienza a reír más fuerte y
no puede terminar.
“Parado con su caña de pescar en
una mano y su caja en la otra,” dice Gwendy, “y está desnudo de la cintura para
abajo, con las piernas flacas y pálidas cubiertas de lodo.” Gwendy echa la
cabeza atrás y ríe.
La señora Peterson se pone una
mano sobre el corazón y lucha para poder hablar. “Con una mano te cubría los
ojos y con la otra le hacía señas a tu padre para que volviese a la camioneta.
Vi la expresión de la pobre de Blanche Goff…” Estornuda una risa “Creí que ella
iba a sufrir un infarto, sentada en su reposera.”
Y luego ambas mujeres se están
retorciendo de la risa. Y ninguna puede articular otra palabra.
55
Cuando
el señor Peterson sale del ascensor y escucha las risotadas que llegan
desde el fondo del pasillo, sus ojos se entrecierren con molestia. Quienquiera que esté haciendo esa bulla, es
mejor que no despierte a mi esposa o se las verá conmigo.
No es hasta que dobla por la
esquina, junto a la recepción, y ve la puerta del 233 abierta de par en par con
un grupo de enfermeras sonrientes
reunidas afuera, que cae en la cuenta de que son su esposa y su hija quienes
están haciendo el barullo.
“¿Qué ocurre aquí?” pregunta,
entrando en la habitación con cara de intriga.
La señora Peterson y Gwendy lo
miran y estallan en otro acceso de risa.
56
Veinte
minutos después, un ordenanza llama a la puerta. Es grande, con una
sonrisa amigable y una mata de rastas embutidas en una redecilla. “Lamento
interrumpir la fiesta, amigos, pero debo lleva a la señora hasta Radiología.”
“¡Winston!” dice la señora
Peterson, iluminándosele el rostro. “Creí que ya había terminado tu turno.”
“No, señora. No hasta que termine
de ocuparme de mi paciente favorita.”
Visiblemente emocionada, ella
dice, “Gracias, Winston.”
“Estaré aquí cuando regreses,” dice
el señor Peterson, apretando la mano de su esposa.
Ello lo mira con sus hermosos ojos
azules y le da un apretoncito. “Estoy lista,” le dice al ordenanza.
“Yo también estaré aquí,” dice
Gwendy, haciendo lo imposible por no llorar.
“Ya lo sé.” La señora Peterson
saca la otra mano de debajo de la colcha y sostiene una pequeña pluma blanca.
Su mano luce muy delgada y frágil. “Gracias de nuevo por el préstamo, querida.
La cuidaré muy bien.”
Gwendy sonríe, pero no se arriesga
a abrir la boca.
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