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El
sheriff Ridgewick levanta el teléfono al primer timbre. “¿Hola?”
“¡Es Lucas Browne!” casi grita
Gwendy. “¡Lucas Browne es el Hada de los dientes!”
“¿Gwendy? ¿Sabes qué hora es?”
“Escúchame, Norris. Por favor.
Creo que Deborah Parker sigue viva, pero no sé cuánto tiempo le quede.”
“Ok, vamos desde el principio y
dime cómo lo sabes.”
“Acabo de encontrarme con Lucas
Browne en Main Street y…”
“¿Qué estabas haciendo en Maine
Street a estas horas de la noche?”
“Buscaba mi auto después de la
fiesta de Año Nuevo,” dice ella con creciente frustración, “pero eso no
importa. Lucas Browne fue a la escuela de dentistas en Buffalo.”
“¿Cómo lo sabes? De hecho, ¿cómo
conoces a Lucas Browne”?
“Lo conocí junto a su padre cuando
rastrillamos aquel campo. Su padre me dijo que Lucas fue a la universidad en
Buffalo, pero que debió volver antes por algún problema que tuvo.”
“¿Y Lucas te dijo que era la
escuela dental?”
Ella no responde enseguida. “Algo
así.” Toma un largo respiro. “Norris, él estaba usando botas de vaquero. Creo
que tenía sangre en ellas.”
Ahora se escuchan movimientos.
“¿Dónde estás?”
“Acabo de doblar por la 117,
camino a casa.”
“Vuelve,” dice él, y ella puede
oír una puerta que se abre y se cierra. “Encuéntrame en la comisaría. Y no hables
con nadie.”
“Apúrate, Norris.”
69
Gwendy
acerca una silla y se sienta junto a Sheila Brigham dentro de su
cubículo, escuchando las llamadas entrantes. Reconoce al Sheriff Ridgewick de
inmediato, aunque su voz suena mucho más grave, y al patrullero Tom Noel, que
iba un año por detrás de ella en la escuela y había crecido a dos cuadras de
Carbine Street. Los demás son desconocidos, sus voces suenas secas y cortadas,
pero Gwendy puede oír el entusiasmo en ellas.
El sheriff y el agente Footman van
en el auto principal, seguidos por una larga caravana de vehículos del
Departamento del Sheriff, la Policía de Castle Rock y la Policía Estatal. Acaban
de cruzar el viejo puente de Jessup Road y estarán rodeando el rancho de los
Browne en cuestión de minutos.
No obstante los numerosos ruegos y
un intento de soborno (que implicaba a una de las famosas cañas de pescar del
señor Peterson), el sheriff no permitió que Gwendy lo acompañase (las prensa se
haría un festín, sobre todo si algo salía mal y ella resultaba herida), así
esto fue lo más cerca que ella estaría de la acción.
Mira la radio con nerviosa
expectativa, dando golpecitos con el pie sobre la fea alfombra verde y
mordiéndose las uñas. Sheila ya la ha regañado dos veces por no quedarse
quieta, pero Gwendy no puede evitarlo. No tiene nada en el estómago, aparte de
media docena de tazas de café. Son casi las diez de la mañana y no ha pegado un
ojo. De hecho, ni siquiera volvió a su casa.
Poco después de la 1:00 am, tras
encontrarse con Gwendy en la comisaría, el Sheriff Ridgewick contactó al
detective Tipton del Departamento de Policía de Buffalo. Se abrieron
expedientes. Se hicieron llamadas. Se golpearon puertas. A las 6:00 am, un
directivo de la Oficina Administrativa de la Universidad de Buffalo confirmó
que Lucas Tillman Browne, de Castle Rock, Maine, había sido expulsado de la
Escuela de Medicina Dental (justo antes de terminar su tercer semestre) luego
de que varias estudiantes hubiesen elevado quejas contra él por acoso sexual y
acecho. Pasadas las 8:00 am, detectives de la Estatal descubrieron por los
Tomlinsons y los Parkers que ambas familias habían contratado a Charlie Browne
la primavera pasada para limpiar los laterales de aluminio de sus casas. En
ambas ocasiones, el señor Browne había ido acompañado de su hijo. Hacía tanto
tiempo de eso, que las familias lo habían olvidado. Esta valiosa información
condujo a una orden de allanamiento contra la residencia de los Browne y las
propiedades aledañas.
“Estoy observando a un individuo masculino”, grazna la radio, y
Gwendy puede imaginarse al sheriff sentado en el asiento del conductor,
forzando la vista a través de un parabrisas sucio. “Mira eso, dos masculinos en el garaje. El segundo está trabajando bajo
el tractor.”
“Recibido. Estamos en posición.”
“Todo en orden en la línea de la cerca. Viene en esta dirección, los
tenemos.”
“Ahora los sujetos se acercan. El detective Thome está a las 12 en
punto, bloqueando la entrada. Aguarden.”
Tres minutos y medio después: “La orden ha sido entregada. Ambos sujetos
cooperaron. Los detectives entran en la residencia. Aguarden.”
La radio se torna silenciosa.
Alguien solicita un nuevo par de guantes. Otro agente pregunta si él y sus
hombres deberían continuar desviando el tráfico en la intersección. El oficial
Portman responde afirmativamente.
Gwendy toma una bocanada muy
profunda de aire, y luego la suelta. Sheila le da un mordisco a su rosquilla y
mira fijamente a la radio, inmutable.
“¿Cómo puedes estar tan
tranquila?” pregunta Gwendy, rompiendo el silencio. “Yo no doy más de los
nervios.”
Sheila le concede una mirada
impertérrita, limpiándose el azúcar que le ha quedado en las comisuras de los
labios. “Veinticinco años en el trabajo, querida. Ya he visto y oído todo. ¡No
creerías las cosas vi!” Toma otro bocado de la rosquilla y sigue hablando con
la boca llena. “Sin embargo, te diré algo… si no dejas de masticarte las uñas,
tendrás que cruzar hasta la farmacia en cinco minutos para comprar curitas.”
Gwendy aleja su meñique de la boca
y se cruza de brazos como una adolescente enfurruñada.
“Sheila, responde,” grazna la radio.
Ella se limpia los dedos
azucarados en su blusa y activa el micrófono. “Aquí estoy, sheriff.”
Hay un crujido de estática, y
luego: “Tengo un mensaje para nuestra
visitante.”
“Copiado. Está sentada junto a mí,
devorándose los dedos.”
“Dile… que tenemos a nuestro hombre.”
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