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En
la mayor parte del este de Maine, las noticias de una tormenta que se
aproxima (aún faltan cuatro o cinco días, pero ya está ganando fuerza a una
velocidad monstruosa) llenan los comunicados y las primeras planas de los
diarios por las próximas cuarenta y ocho horas. Hay muy poco pánico en esta
parte del mundo, incluso cuando se trata de las tormentas más grandes; pero hay un sentimiento soterrado de temor.
Las ventiscas significan accidentes, tanto en las carreteras como en las casas.
Habrán huesos rotos y congelamientos; autos volcados en las zanjas y líneas
eléctricas caídas. Los más viejos se recluirán puertas adentro, imposibilitados
de ir de compras o a la farmacia; escaseará la comida y el combustible, y las
enfermedades se colarán con fuerza maligna detrás de las puertas abiertas por
el vendaval, cobrando sus víctimas. Los más jóvenes no la pasarán mucho mejor,
puesto que suelen abandonar todo sentido común y correr hacia la tormenta para
construir castillos, comenzar guerras de bolas de nieve y arrojarse colinas
abajo en deslizadores de plástico a una velocidad temeraria. Si la gente del
pueblo tiene suerte, nadie necesitará de un funebrero. Pero las tormentas no
acostumbran venir acompañadas de nada parecido a la buena suerte.
Esta vez, en la mitad occidental
del estado, la historia es totalmente distinta. La ventisca que se acerca ha
quedado relegada a la página 2 o 3, y solo se le presta atención durante el
informe meteorológico de la televisión. Las tres niñas perdidas dominan las
noticias desde la mañana hasta el noticiario de la noche. Se entrevista a
familiares, amigos, compañeros de escuela e incluso profesores, todos con la
misma sombría historia: las tres chicas son amables, talentosas, y nunca se
habían metido en problemas ni huido de sus casas. El Sheriff Norris Ridgewick y
el detective Frank Thome de la policía estatal están constantemente al aire.
Siempre aseguran con seriedad que sus respectivos departamentos están haciendo
todo lo humanamente posible para ubicar a las niñas perdidas, y urgen
apasionadamente a la población para que colaboren con cualquier información. La
repetición y falta de originalidad en el mismo mensaje que comunican una y otra
vez, ha llevado a un periodista a decir que ambos “están leyendo el mismo
libreto sin inspiración.”
A pesar de la ausencia de cuerpos
o de ninguna prueba, la prensa de Portland ha comenzado a hacer circular la
versión del “asesino serial”, y han escupido no menos de tres artículos
relacionados a Frank Dodd y su carrera como “El estrangulador de Castle Rock”
en los ’70.
En Castle Rock no hay menciones al
Hombre de la Bolsa Dodd en la prensa, aunque los rumores se esparcen en los
bares, restaurantes y tiendas; en un pueblo chico como La Roca, los chismes
nunca terminan. La edición del The Castle
Rock Call del 30 de diciembre de 1999 muestra tres grandes fotos de las
tres chicas en la primera plana, y un titular que dice BÚSQUEDA SIN PISTAS – LA
POLICÍA EN PROBLEMAS.
Gwendy echa un vistazo al
periódico y lo arroja sin leerlo cobre la mesa de sus padres. “¡Vamos,
marmotas!” grita ella, “¡Llegaremos tarde!”
Gwendy y su padre han pasado los
dos últimos días extremando los cuidados de la señora Peterson, o al menos, así
dirían ellos. La señora, por otra parte, contaría una historia diferente; sin
dudas ni filtros, ella diría que ambos la han estado volviendo loca.
No obstante las afirmaciones del
doctor (tanto en el hospital como durante una llamada ayer por la tarde) el
señor Peterson insistió en que su esposa permaneciese en el sofá del living por
el resto de la semana, descansando y recuperándose bajo una pila de cobijas.
“¿Recuperándome de qué?” se queja
la señora Peterson. “Comí algo malo y vomité. Gran cosa. Fin de la historia.”
Por una vez, Gwendy se puso del
lado de su padre y ambos gastaron la alfombra de tanto ir y venir hacia y desde
el sofá, asegurándose de que ella estuviese cómoda y entretenida. En el
proceso, también gastaron la paciencia de la señora Peterson. Tras dos días de
leer una media docena de revistas de punta a punta, mirar la televisión por
horas, coser y trabajar en otro rompecabezas hasta terminar viendo doble, la
señora finalmente perdió los estribos y le arrojó el control remoto a su marido
diciendo “¡Dejen de tratarme como un bebé, demonios! ¡Me siento bien!”
Y parece que es así. Solo una
breve siesta ayer, y nada más hasta el momento. El color ha regresado a su cara
y su apetito (así como su actitud camorrera) se ha normalizado. De hecho, hace
poco, de una manera no muy sutil sugirió (insistió) que Gwendy y su marido la llevasen
a comer afuera esta noche, y no a cualquier restaurante. Hizo que Gwendy llame
a su trattoría italiana favorita, Giovanni’s, en el barrio de Windham, para
hacer una reservación (que perderán si no salen de la casa en los próximos
minutos).
Gwendy se gira al sonido de las
pisadas y no puede creer lo que ve. “Wow,” dice, levantándose de la mesa.
“Luces genial, mamá.”
“Súper genial,” dice sonriendo el
señor Peterson, mientras baja junto a ella.
La señora Peterson lleva puesto un
vestido azul oscuro debajo de un largo suéter gris. Por primera vez en meses,
se ha maquillado. Sus orejas lucen aros de oro, y una cadenita con una perla
adorna su cuello.
“Gracias,” dice tímidamente la
señora. “Si siguen con los cumplidos, los perdonaré a ambos.”
“En ese caso,” dice el señor
Peterson, extendiendo su brazo hacia la puerta principal, “su carroza espera.”
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El
camino desde Castle Rock hasta Windham dura cuarenta y cinco minutos,
pero la cena lo compensa totalmente. Gwendy y su padre ordenan camarones a la
Giuseppi, ensaladas y sopa de frutos marinos. El señor Peterson se decide por
el pollo cacciatore y devora una fuente entera de pan italiano, antes de que
llegue la entrada. “Sigue así,” le dice la señora Peterson, “y vamos a tener
que visitarte a ti al hospital.”
Terminada la comida, el señor y la
señora Peterson se llegan hasta la pista, donde bailan abrazados baladas que
entona un imitador de Frank Sinatra sobre un pequeño escenario junto al bar. Al
final de cada canción, el señor Peterson apoya a su esposa sobre su rodilla y
la acerca para darle un beso en la mejilla. Regresan a la mesa riendo como una
pareja de colegiales.
“¿Segura que no quieres dar una
vuelta, Gwennie?” pregunta su padre, deslizando la silla para su esposa.
“Todavía tengo algo de nafta en el tanque.”
“Estoy que reviento. Creo que me
quedaré sentada hasta salir flotando.”
“¿Alguien desea postre?” pregunta
el mozo sobre el hombro del señor Peterson.
“Yo no,” dice Gwendy, gruñendo.
Su padre se palpa la barriga.
“Para mí tampoco.”
“No, gracias, querido,” dice la
señora Peterson, y mientras su esposo pide la cuenta, se vuelve hacia Gwendy.
“Me parece que en vez de postre me conformaré con uno de esos deliciosos
chocolates tuyos cuando llegue a casa.”
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Gwendy
sube trotando la última subida de Pleasent Road, manteniéndose lo más
lejos posible del cordón. Después de dos llamadas esta mañana, está
especialmente alerta por el tráfico, incluso a tan temprana hora. Han pasado
tres largos días desde que Deborah Parker desapareciera del lago Fortier, pero
el vecindario sigue bullendo con una combinación de vehículos policiales,
voluntarios y curiosos, la mayoría gente de las afueras del pueblo con la cara
pegada a los parabrisas.
La agenda de Gwendy en este helado
último día del siglo veinte está sorprendentemente libre (un hecho que ella
atribuye a regañadientes a la falta de cualquier asomo de vida social). Cuando
termine de correr y bañarse, ella planea ponerse al día con algunos emails,
luego pasar por la casa de sus padres para una visita rápida (ellos irán a
cenar a los de los Goff) y después volver a su casa para una excitante tarde de
John Grisham, antes de que sea hora de dirigirse a la fiesta de Año Nuevo de
Brigette Desjardin. Ya ha preparado un discurso de cinco minutos para la
ocasión, y espera no tener que quedarse mucho más que eso.
Cuando dobla la esquina y avista
su edificio, los pensamientos de Gwendy vuelven a la caja de botones y los
animalitos de chocolate.
Hasta ahora, ella le ha dado a su
mamá siete chocolatinas: la primera, una pequeña tortuga que metió de
contrabando en el hospital junto con varios cartones de jugo, y la última un
adorable cerdito cuando volvieron del restaurante.
Antes de accionar la palanca y
deslizar la pequeña tortuga en su mochila para llevarla al hospital, Gwendy
agonizó largo y tendido sobre la decisión. Sabía por experiencia propia que la
caja entregaba junto con los animalitos una dosis no tan pequeña de magia, pero
también estaba consciente de que esos regalos raramente venían sin
consecuencias. ¿Qué pasaría la primera
vez que le diese uno de esos chocolates a alguien? ¿Y si le daba varios?
Gwendy no tenía una respuesta, pero a fin de cuentas estaba dispuesta a arriesgarse.
No fue hasta aquella mañana en el
hospital cuando el doctor Celano les dio las milagrosas noticias, que ella
finalmente quedó tranquila con su decisión. ¿Cómo no estarlo? Pero si Gwendy
aún guardaba alguna duda (bueno, tal vez guardaba
un par) fue después del baile con su padre y la expresión soñadora de su madre
cuando el señor Peterson le dio un beso en la mejilla, que cualquier asomo de
inquietud se esfumó por completo. Gwendy sabía que recordaría ese momento y las
risas de sus padres por el resto de su vida (sin importar cuán larga fuere).
Gwendy saluda cordialmente a su vecina que
está saliendo del edificio, y sube las escaleras hasta el segundo piso,
sintiéndose liviana. Abre su bolsillo y saca las llaves y el celular. Está por
tomar el picaporte cuando se percata de que tiene un mensaje titilando en el
teléfono.
“No, no, no,” dice, cayendo en la
cuenta de que olvidó desactivar el silencio. Aprieta el botón para escuchar los
mensajes y coloca el teléfono junto a su oído.
“¡Ey, cariño, no puedo creer que lo haya logrado! ¡Estuve intentando
durante días! Te extraño mu…”
El mensaje se corta en medio de la
oración.
Gwendy mira el teléfono sin poder
creerlo.
“Vamos…” Tantea los botones para
ver si tiene más mensajes. No tiene. Aprieta el botón de REPETIR y se queda
parada frente a la puerta, escuchando esos cuatro segundos con la voz de Ryan.
Una y otra vez.
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