sábado, 14 de noviembre de 2020

"La noche de los maniquíes" - Stephen Graham Jones - Capítulo 12 (2)



12




En fin, la cuestión es que JR y yo nos fuimos acercando centímetro a centímetro hacia la ventanilla trasera durante veinte minutos, y admito que se me escaparon una o dos gotas de pis cuando hice un ruido y su papá se sacudió, llevando la mano hacia la pistola. Pero seguía dormido. La mano con el arma quedó recostada sobre el regazo de su esposa. Y aunque se hubiese despertado, JR y yo solo íbamos al baño, nada secreto ni malo ni criminal.

Pero de todas maneras iba a suceder algo criminal. Los baños están en la parte trasera de los quioscos, y hay allí alrededor de seis pasos de oscuridad y un gran campo abierto al costado. En unos pastizales a los que nadie presta atención, cuando todos están viendo la enorme pantalla delante de ellos, cualquier cosa puede pasar, ¿cierto?

En mi bolsillo derecho tenía mi confiable cuerda fosforescente, lo único que sabía que podía sacar de la casa de JR sin que cierto papá paranoico perdiera la cabeza y llamase a la Fuerza Aérea pidiendo apoyo. Y me imagino que la simetría, o continuidad o lo que fuere, de usar la misma arma para todos ellos era otra señal de aprobación.

Habríamos llegado, también, sé que habríamos llegado a los pastizales oscuros; pero entonces comenzó la mala suerte: el asistente del cine en Rockwall estaba en la fila de las palomitas de maíz (seguramente para quejarse del porcentaje coca/hielo que le habían servido) y nos vio observándolo. Y primero nos reconoció. Pero aparte de eso, sonrió como si fuésemos un regalo del cielo: aquí estaban los problemáticos que habían arruinado el fin de semana con su hijo, le habían dejado corto de personal en su propio cine y nunca habían pagado por colarse. Al menos, no lo suficiente.

“Um, hey, ustedes dos,” dijo usando un tono que atrajo sobre él la atención de los circundantes, quienes luego se fijaron en nosotros.

“¿Qué?” dijo JR, dando un paso adelante como listo para pelear ahora que estábamos en terreno neutral, ahora que el asistente no tenía poder y las cosas podían estar mucho más parejas.

“Vamos,” dije tratando de alejarlo y hacer el menor contacto visual posible, para que nadie lo recordase.

En ese momento, aquel asistente de un cine completamente diferente en un pueblo completamente diferente silbó muy fuerte. No hacia nosotros, sino hacia la ventana alargada del quiosco, donde los empleados que esperaban la siguiente orden con las manos y los trapos sobre el pegajoso mostrador, prestaron atención.

“Necesito hablar con el gerente,” dijo el hombre, mirando a los asustados empleados pero apuntándonos a nosotros con sus alargados dedos, logrando de alguna manera que nos quedáramos en nuestro sitio a pesar de que él carecía de poder sobre el Destino en ese autocine.

“No puedes…” comenzó JR, usando el mismo tono que emplearía para alguien que nos está molestando en el parque, alguien de nuestra edad; pero el asistente inclinó la cabeza a un costado como diciendo “¿En serio?”

Eso silenció a JR.

“Confío en que esta vez tienen boletos para probar que pagaron,” dijo el asistente con un dejo maligno en la voz.

“Ve y toca la ventanilla de mi papá, él te mostrará lo que tenemos,” dijo JR, acercándose aun más y haciendo ese gesto con los ojos que Danielle nos había enseñado, y a ella su mamá, indicando que no convenía meterse con él.

“Sí, sí, llévenme con él, me encantaría hablar con…” intentó decir el asistente.

Lo que lo detuvo fue el papá de JR surgiendo de entre la gente con una pistola en cada mano y el ceño fruncido como el de un sargento implacable.

Se había despertado, y descubrió que sus protegidos habían desaparecido y, probablemente, estarían en peligro.

“Mierda,” dijo JR.

Cuando tienes razón, tienes razón.

Como si todos estuviesen siguiendo el mismo guion, la fila frente al quiosco se dispersó en veinte direcciones distintas, todos al grito de ¡Arma, arma!, la mayoría hiperventilando, temblando y tratando de esconderse del papá de JR.

Es una buena reacción, ¿o no? Especialmente si se tiene en cuenta la mirada enajenada del hombre armado, una mirada que expresaba “He estado esperando este día.” Ahora me daba cuenta de que los ojos de JR no tenían nada de locos. Aquí había  una mirada en verdad demente, acompañada de unas mejillas crispadas y dos dedos hambrientos por gatillar.

“¿Tú eres el que los policías investigaron?” dijo el papá de JR, avanzando y presionando el cañón de su Glock contra la cabeza del asistente, como un dedo acusador.

“Yo estaba…, yo quería…” dijo el pobre hombre, tratando de vomitar la coartada que le había servido con los detectives.

Sin embargo, esta era una corte suprema. Una con una sentencia inmediata.

En el mar de coches a nuestras espaldas se iban encendiendo las luces interiores a medida que abrían las puertas. La gente estaba parada para ver cuál era la conmoción junto al quiosco. Los teléfonos celulares habían entrado en acción, documentando todo para las redes sociales. Seguramente más de una o dos entrepiernas estaban húmedas y calientes.

“Tal vez los policías se vieron presionados por algunas leyes y regulaciones acerca de los derechos de los prisioneros,” dijo el papá de JR mientras revoleaba su arma izquierda hacia quien fuera que le hubiese arrojado un vaso de coca cola. Miró su pierna mojada y volvió al asistente diciendo, “Pero aquí afuera, las reglas pueden ser… cómo decirlo… menos Maricolandia?”

Este había sido su lema desde siempre: no hay reglas de Maricolandia en las peleas callejeras, hijo. Solo se trata de quién pega primero y más fuerte.

Era lindo oírlo; medio que te envalentonaba.

No obstante, verlo era otra cosa.

“Yo no, no hice, podemos…” el asistente balbuceó, y entonces se encogió cuando llegó el sonido.

No fue la Glock disparando contra su cabeza como él pensaba, como él sabía que iba a suceder. Fue la sirena de tornados comenzando a tronar desde lejos, ululando cada vez más fuerte como si alguien le estuviera metiendo presión manualmente. Sonaba como si el Destino tuviese solo una sirena, ubicada en el centro del pueblo. Pero era suficiente.

Entonces el mundo se ablandó a mi alrededor. Se hizo suave y lento, pero también veloz y ruidoso, y todo a la misma vez.

“¡Miren, miren!” gritó el asistente señalando, y el papá de JR (quien probablemente no estaba entrenado en las prácticas de detenciones) miró junto con todos los demás, y pudimos ver el vagón de un tren girando en cámara lenta por el cielo, más que nada la silueta, pero definitivamente algo real que estaba sucediendo.

“No, no, aún no,” susurré, y comencé a alejar a JR.

El autocine se convirtió instantáneamente en un caos. Casi de inmediato los motores comenzaron a arrancar, los faros iluminaron todo, empezaron los choques y los intentos de evitarlos, provocando más colisiones. Toda la preparación y los simulacros que habíamos tenido se fueron por la borda.

Sería el lugar perfecto para que un chico apareciese muerto, lo sabía, lo cual era otra vez el mundo acomodándome la pelota para que yo pateara, ¿cierto?

Tiré de JR llevándolo a la oscuridad al lado del quiosco y luego detrás de él, y a continuación dejé que la cuerda fosforescente se desenrollara de mi mano, como el objeto más diabólico.

“¡Corran, corran!” nos gritó alguien a nuestras espaldas y pasó empujando, tirándome a un costado.

Pero ya era demasiado tarde.

JR había visto lo que acechaba en mis ojos. No era un rayo de luz. Era todo lo contrario.

“¿?” dijo. “¿Todo este tiempo hablaste… hablaste en serio?”

“Manny está aquí,” respondí, extendiendo los brazos para abarcar todo ese desastre. Y luego, moviéndome lento como para hipnotizarlo, busqué en mi camisa y saqué la máscara de maniquí, aunque ya fuese demasiado tarde para que él no supiera que yo estaba detrás de ella.

“¿Lo llevas en tu bolsillo?” dijo JR, todavía sin creerlo del todo.

“Él está a todo nuestro alrededor” dije, bajando el rostro hacia la máscara. Para cuando yo estuve mirando a través de los agujeros de los ojos, con el elástico apretando mi cabeza, JR se alejaba tambaleando en medio del viento que yo sabía que no era viento, era Manny. Así como había lanzado un vagón por los aires en un rapto de frustración que probablemente lo hizo crecer aún más, asimismo, aplaudiendo como en una película de superhéroes, provocaba este vendaval.

Fui detrás de JR como el asesino que soy, demasiado orgulloso como para echarme a correr, y llegué al costado del quiosco. Él estaba apenas delante de mí, corriendo a contracorriente de la gente. Todos nos pasaban corriendo porque la enorme pantalla a sus espaldas se estaba derrumbando y los pedazos volaban por todos lados. No era una sola pieza homogénea, como me había imaginado, sino trescientas planchas de madera pintadas de blanco.

Manny era el responsable, lo sabía.

Era él quien se encontraba tras de todo, destruyendo, alcanzándonos al fin, y todo porque JR y yo estábamos parados en medio del lugar, atrayéndolo.

“¡Espera, espera!” le grité a él, a la idea de él, y luego corrí adivinando de alguna manera dónde caerían los cuerpos que venían sobre mí, y esquivándolos. Atrapé a JR justo enfrente del patio de juegos que está tan cerca de la pantalla que no se interpone entre ésta y la película. De niños jugábamos ahí. Todavía tengo una cicatriz dentro de la nariz, por los puntos que me dieron cuando JR me empujó del pasamanos.

Esta vez él iba a ser el que caería.

Apoye vigorosamente la rodilla en su espalda, el cordel ya rodeando su garganta, los joystick en mis manos. Estaba tirando para atrás con cada uno de mis músculos, con cada gramo de fuerza, con cada deseo y arrepentimiento que tenía. La película de superhéroes seguía pasando en las pocas partes restantes de la pantalla y, detrás de ellas, a través de los tablones negros, vislumbré una piel pálida y un ojo gigante donde intentaba proyectarse una película.

“¡Mira, mira!” le grité a Manny, tirando más fuerte, percibiendo al fin el crujido que había sentido con Danielle. “¡Lo estoy haciendo, lo estoy haciendo!” Pero la única respuesta que oí no vino de Manny. Seguramente él ni siquiera podía hablar. Sus labios no podrían separarse para articular palabras.

La que habló estaba detrás de mí.

Lo que dijo fue “Yo que tú eres el que lo hizo, Sawyer Grimes.”

Mi primer temor fue que resultara ser mi madre, o la de JR. ¿Quién más usaría mi nombre completo? Pero la simple idea de que alguna de ellas me viera agachado sobre el cuerpo sin vida de JR, mis manos brillando de culpa, hizo arder mis ojos.

Me volví, listo para huir como el perro culpable que era, solo que…

No era ninguna mamá. No era nadie que yo remotamente esperara ver. 


Continuará...

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