miércoles, 4 de noviembre de 2020

"La noche de los maniquíes" - Stephen Graham Jones - Capítulo 7

 


7

 

 

 

Así que con la película reproduciéndose en mi laptop, la puerta del garaje levantada como yo “accidentalmente” la había dejado, la luz trasera quemada desde hacía tiempo, despejé el espacio delante de la vieja Kawasaki de mi papá, la saqué empujando hasta la acera, pase una pierna sobre el asiento chirriante y dejé que la gravedad y la larga cuesta abajo hasta Wilshire nos llevara, pateando el arranque cuando llegaba al final.

Cuando el motor enganchó, el faro de la motocicleta se encendió y su rayo alumbró la cuneta, cortesía del gran accidente de mi papá. Me estiré, enderecé el faro y lo seguí. Las clavijas y barras del lado derecho estaban dobladas y raspadas, el pedal de freno partido a la mitad, el acelerador trabado, pero JR tenía una moto ruinosa que todos habíamos montado el primer año de secundaria. Después de terminar en el suelo cientos de veces cada uno, una motocicleta algo golpeada era pan comido, una dulzura, el caballo más dócil.

Apagué el motor justo en la casa de Tim, me metí entre los árboles, atento porque con las luces apagadas en este tramo final, podría partirme en dos con un alambre de púas que no hubiese visto hasta que fuese demasiado tarde.

Cinco minutos después atravesé la puerta corrediza de vidrio en el segundo sector del garaje que su papá había convertido en un salón aislado para su mesa de pool; solo que había gastado tanto nivelando el suelo de concreto, que no le había quedado dinero para la mesa.

La puerta que conectaba el garaje con la casa estaba cerrada, pero la llave se encontraba en la garganta de un sapo de cerámica al otro lado del salón. Me disculpé con el sapo por hacerlo parte de esto. En mi cabeza se me figuró que él se creía una especie de guardián que había cuidado de la familia de Tim todos estos años. Y si los maniquíes pueden caminar y hablar, ¿por qué no?

Dos siniestros minutos después de esa disculpa balbuceada, me encontraba parado frente a la forma de Tim dormido, en el cuarto que yo todavía llamaba el de su hermana porque hacía poco que se había trasladado allí. Se había quedado dormido en la silla de su escritorio, con su personaje de soldado en un interminable bucle de resucitación ya que era un juego hackeado, no podía perder.

Moviéndome despacio, cero ruido, me coloqué a su lado, me estiré como si fuese un tercer brazo y saqué al personaje de su bucle; pero aun así, cuando me enderecé, Tim me estaba mirando con ojos somnolientos, como si yo fuese un sueño.

“¿Saw?” murmuró, estirándolo en un bostezo, y de todos los momentos de esa situación, ese fue el más largo. Como si el mundo fuera de repente un globo inmenso inflándose a mi alrededor, todo estirándose a la vez, la presión aumentando respiro tras respiro. No me esperaba que dijese mi nombre, es decir, no esperaba que me llamase como nadie excepto él me había llamado desde tercer grado. No me esperaba que ni siquiera retrocediese al verme ahí en su habitación, con mi remera negra de esquí, el pasamontañas de mi mamá, mis manos en guantes de cuero negro aunque hacía calor, lo que le hubiese dado una idea clara de cuáles eran mis intenciones.

Capaz que mis ojos tenían cierto brillo, mi voz algo temblorosa, mi pecho un vacío helado que nunca antes había sentido.

No es fácil matar a tu mejor amigo. O uno de los mejores.

Pero me dije que era la única manera de salvar a su familia de Manny. Era lo mejor. No había otra opción. Si él pudiese, si él supiera, me habría dicho que siga adelante.

“Lo siento, T,” le dije, y me paré detrás de él con un delgado pero duro cordel tensado entre las manos, apretando contra su cuello como hacen en las películas de espías, como si la tráquea tuviera vértebras y lo que debieses hacer fuera deslizarte entre dos de ellas.

El arma era un filamento fosforescente o cordel, o como quieras llamarlo, de la nueva bordeadora que mi papá aún no me dejaba usar. La fosforescencia era completamente estúpida porque nadie bordea de noche, todos se quejan del ruido; pero era el último que quedaba y venía con un par de antiparras teñidas de manera que hacían resaltar el filamento, y así podías conseguir el borde que buscabas.

En cuanto a ese carrete de cuerda brillante, es cien veces más resistente que una línea de pesca, solo se romperá si golpeas el borde del concreto a alta velocidad diez mil veces. Me eché hacia atrás, cada extremo enrollado en un joystick porque sabía que se deslizaría de mis guantes.

Tim cayó sobre mí, muy lejos de estar asfixiado, y afirmé el pie dejando que él pateara el escritorio, lo que movió el mouse, cambiando pestañas en la pantalla y reiniciando el video que tenía detrás del juego para cuando terminase el siguiente nivel y pudiese parar.

Era la película a la que habíamos ido con Manny. La misma que Shanna estaba pirateando.

Aflojé un poco la cuerda, diciendo sin pensarlo, “¿Por qué, por qué justo esta?”

El tiró de la cuerda con los dedos, tiró como si yo lo fuera a dejar ir para que me explicase por qué es película; pero yo había llegado demasiado lejos como para detenerme. No podía darle chance a que me respondiese porque tal vez no podría volver a empezar. Pero entonces me respondió de cierta forma. Manoteó en el bolsillo del pantalón, pateando para acomodarse, y extrajo el boleto rasgado que no había podido encontrar la noche de la broma. Como queriendo decirme “acéptalo”, supongo. Y en cierta forma lo hice. Él había pagado por la película, así que al descargarla por fin estaba usando su boleto, ni siquiera era ilegal. Pero aún así, yo no era un boletero, ¿cierto? No tenía una linterna en la mano para hacer valer su boleto. Yo era algo completamente diferente.

Entrecerré los ojos, sufriendo con él, y apreté más fuerte. Dejé que escarbase en su cuello, en sus vías respiratorias que ya estaban obstruidas, sus uñas clavándose tan profundo que habían aflorado gotas de sangre de un rojo brillante, el boleto cayendo hasta descansar en mi pie derecho.

En el reflejo del monitor pude ver su rostro, muriendo, y por arriba mis ojos a través del pasamontañas, llorando.

“Te quiero, te quiero,” le dije durante sus últimas patadas, porque no quería que muriese más asustado de lo que ya estaba. Mis hombros se sacudían, mis antebrazos ardían, y si no estuviese usando guantes mis manos habrían estado sangrando, dejando todo tipo de evidencias.

Finalmente se desplomó, y esta era la parte que no me esperaba, la parte que las películas de espías nunca muestran. Sus músculos, ya sin torrente sanguíneo que mantuviese todo en forma y lubricado, comenzaron a rechinar, si cabe. Podía sentirlos frotándose entre sí, es decir, frotándose de una forma que acabaría en pocos minutos, cuando la sangre se estacionase en las extremidades inferiores, como pasa en CSI.

Lo solté rápidamente y lo alejé de mí, creyendo repentinamente que ese rechinar pasaría a mis músculos matándome también, o al menos matando una parte importante de mí. Pero creo que eso sucedió de todas maneras. Me tiré de espaldas en la cama, lloré desconsoladamente, casi vomitando. Luego me levanté y golpeé la estúpida almohada de Star Wars, odiando a Manny por obligarme a hacer esto. No fue mi culpa, quería gritar. No debería tener que sentirme así. Yo era el héroe, no el villano. Estaba salvando vidas. Las pocas que tendría que quitar no deberían contar en mi contra, ni doler tanto. No cuando se considera toda la gente que no morirá.

Finalmente comencé a respirar áspera y profundamente, metiendo y sacando mucho aire.

Cuando pude hacerlo, observé a Tim muerto en su silla con la película de superhéroes que nunca podría ver, reproduciéndose frente a él.

Al fin, ya demasiado tarde porque no soy un criminal experimentado, incliné la cabeza para oír cualquier sonido que proviniese de la casa. Todo esto no había sido demasiado silencioso.

Pero él no tenía perros, y sus hermanitos dormían tan profundo que a veces hasta andaban sonámbulos. Sus padres estaban en el otro extremo de la casa y Meg, su hermana mayor, probablemente estaba en una fiesta o algo por el estilo y ni se acordaría de su familia o de su casa.

Volví a Tim, secándome los ojos con la manga.

No podía dejar que se viese como si él se lo hubiera hecho, lo sabía. Al menos podía concederle eso.

Para asegurarme de que su mamá no tendría que cargar con el peso del suicidio de su hijo, saqué los cuchillos que había llevado por las dudas, y los usé para clavar a Tim a la pared como un insecto en la clase de biología. Las manos fueron fáciles, aunque sostenerlo al mismo tiempo no lo fue; pero evidentemente los pies están llenos de huesos, no son para nada como los de los sapos. Cuando me di cuenta de que no podría atravesarlos ni siquiera martillando con el tacón de su bota, simplemente perforé la piel de sus tobillos, fijando los cuchillos en la pared lo mejor que pude. No tenía ningún tipo de soporte, pero se veía bastante bien y, con ambas manos y pies clavados al muro, no había forma de pensar que Tim se lo hubiera hecho solo. Era una víctima. Y si quería seguir adelante con esto, él debía ser una víctima al azar, un crimen misterioso, una muerte inesperada como la de Shanna.

Los chicos de la escuela hablarían de él por años. Por siempre.

“De nada, amigo,” le dije y apoyé mi frente en su pecho por diez largos segundos, en una especie de ritual que era importante, que significaba todo, o al menos lo suficiente. Luego me fui por donde había entrado, limpiando bien la llave y dejándola en la garganta del sapo.

Diez minutos después tuve que empujar la moto los últimos metros hasta el garaje, ya que no había tomado la suficiente velocidad para entrar andando.

Solucionaría eso la próxima vez.

Ya estaba aprendiendo.


 

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