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Así que con la película reproduciéndose en mi laptop, la puerta del garaje levantada
como yo “accidentalmente” la había dejado, la luz trasera quemada desde hacía
tiempo, despejé el espacio delante de la vieja Kawasaki de mi papá, la saqué empujando hasta la acera, pase una pierna sobre
el asiento chirriante y dejé que la gravedad y la larga cuesta abajo hasta
Wilshire nos llevara, pateando el arranque cuando llegaba al final.
Cuando el motor enganchó, el faro de la motocicleta se
encendió y su rayo alumbró la cuneta, cortesía del gran accidente de mi papá.
Me estiré, enderecé el faro y lo seguí. Las clavijas y barras del lado derecho
estaban dobladas y raspadas, el pedal de freno partido a la mitad, el
acelerador trabado, pero JR tenía una moto ruinosa que todos habíamos montado el
primer año de secundaria. Después de terminar en el suelo cientos de veces cada
uno, una motocicleta algo golpeada era pan comido, una dulzura, el caballo más
dócil.
Apagué el motor justo en la casa de Tim, me metí entre los
árboles, atento porque con las luces apagadas en este tramo final, podría
partirme en dos con un alambre de púas que no hubiese visto hasta que fuese
demasiado tarde.
Cinco minutos después atravesé la puerta corrediza de vidrio
en el segundo sector del garaje que su papá había convertido en un salón
aislado para su mesa de pool; solo que había gastado tanto nivelando el suelo
de concreto, que no le había quedado dinero para
la mesa.
La puerta que conectaba el garaje con la casa estaba cerrada,
pero la llave se encontraba en la garganta de un sapo de cerámica al otro lado
del salón. Me disculpé con el sapo por hacerlo parte de esto. En mi cabeza se
me figuró que él se creía una especie de guardián que había cuidado de la
familia de Tim todos estos años. Y si los maniquíes pueden caminar y hablar,
¿por qué no?
Dos siniestros minutos después de esa disculpa balbuceada, me
encontraba parado frente a la forma de Tim dormido, en el cuarto que yo todavía
llamaba el de su hermana porque hacía poco que se había trasladado allí. Se
había quedado dormido en la silla de su escritorio, con su personaje de soldado
en un interminable bucle de resucitación ya que era un juego hackeado, no podía
perder.
Moviéndome despacio, cero ruido, me coloqué a su lado, me
estiré como si fuese un tercer brazo y saqué al personaje de su bucle; pero aun
así, cuando me enderecé, Tim me estaba mirando con ojos somnolientos, como si
yo fuese un sueño.
“¿Saw?” murmuró, estirándolo en un bostezo, y de todos los
momentos de esa situación, ese fue el más largo. Como si el mundo fuera de
repente un globo inmenso inflándose a mi alrededor, todo estirándose a la vez,
la presión aumentando respiro tras respiro. No me esperaba que dijese mi
nombre, es decir, no esperaba que me llamase como nadie excepto él me había
llamado desde tercer grado. No me esperaba que ni siquiera retrocediese al
verme ahí en su habitación, con mi remera negra de esquí, el pasamontañas de mi
mamá, mis manos en guantes de cuero negro aunque hacía calor, lo que le hubiese
dado una idea clara de cuáles eran mis intenciones.
Capaz que mis ojos tenían cierto brillo, mi voz algo
temblorosa, mi pecho un vacío helado que nunca antes había sentido.
No es fácil matar a tu mejor amigo. O uno de los mejores.
Pero me dije que era la única manera de salvar a su familia de
Manny. Era lo mejor. No había otra opción. Si él pudiese, si él supiera, me
habría dicho que siga adelante.
“Lo siento, T,” le dije, y me paré detrás de él con un delgado
pero duro cordel tensado entre las manos, apretando contra su cuello como hacen
en las películas de espías, como si la tráquea tuviera vértebras y lo que
debieses hacer fuera deslizarte entre dos de ellas.
El arma era un filamento fosforescente o cordel, o como
quieras llamarlo, de la nueva bordeadora que mi papá aún no me dejaba usar. La
fosforescencia era completamente estúpida porque nadie bordea de noche, todos
se quejan del ruido; pero era el último que quedaba y venía con un par de
antiparras teñidas de manera que hacían resaltar el filamento, y así podías
conseguir el borde que buscabas.
En cuanto a ese carrete de cuerda brillante, es cien veces más
resistente que una línea de pesca, solo se romperá si golpeas el borde del
concreto a alta velocidad diez mil veces. Me eché hacia atrás, cada extremo
enrollado en un joystick porque sabía que se deslizaría de mis guantes.
Tim cayó sobre mí, muy lejos de estar asfixiado, y afirmé el
pie dejando que él pateara el escritorio, lo que movió el mouse, cambiando
pestañas en la pantalla y reiniciando el video que tenía detrás del juego para
cuando terminase el siguiente nivel y pudiese parar.
Era la película a la que habíamos ido con Manny. La misma que
Shanna estaba pirateando.
Aflojé un poco la cuerda, diciendo sin pensarlo, “¿Por qué,
por qué justo esta?”
El tiró de la cuerda con los dedos, tiró como si yo lo fuera a
dejar ir para que me explicase por qué es película; pero yo había llegado
demasiado lejos como para detenerme. No podía darle chance a que me respondiese
porque tal vez no podría volver a empezar. Pero entonces me respondió de cierta
forma. Manoteó en el bolsillo del pantalón, pateando para acomodarse, y extrajo
el boleto rasgado que no había podido encontrar la noche de la broma. Como
queriendo decirme “acéptalo”, supongo. Y en cierta forma lo hice. Él había
pagado por la película, así que al descargarla por fin estaba usando su boleto,
ni siquiera era ilegal. Pero aún así, yo no era un boletero, ¿cierto? No tenía
una linterna en la mano para hacer valer su boleto. Yo era algo completamente
diferente.
Entrecerré los ojos, sufriendo con él, y apreté más fuerte.
Dejé que escarbase en su cuello, en sus vías respiratorias que ya estaban
obstruidas, sus uñas clavándose tan profundo que habían aflorado gotas de
sangre de un rojo brillante, el boleto cayendo hasta descansar en mi pie derecho.
En el reflejo del monitor pude ver su rostro, muriendo, y por
arriba mis ojos a través del pasamontañas, llorando.
“Te quiero, te quiero,” le dije durante sus últimas patadas,
porque no quería que muriese más asustado de lo que ya estaba. Mis hombros se
sacudían, mis antebrazos ardían, y si no estuviese usando guantes mis manos
habrían estado sangrando, dejando todo tipo de evidencias.
Finalmente se desplomó, y esta era la parte que no me
esperaba, la parte que las películas de espías nunca muestran. Sus músculos, ya
sin torrente sanguíneo que mantuviese todo en forma y lubricado, comenzaron a
rechinar, si cabe. Podía sentirlos frotándose entre sí, es decir, frotándose de
una forma que acabaría en pocos minutos, cuando la sangre se estacionase en las
extremidades inferiores, como pasa en CSI.
Lo solté rápidamente y lo alejé de mí, creyendo repentinamente
que ese rechinar pasaría a mis músculos matándome también, o al menos matando
una parte importante de mí. Pero creo que eso sucedió de todas maneras. Me tiré
de espaldas en la cama, lloré desconsoladamente, casi vomitando. Luego me
levanté y golpeé la estúpida almohada de Star Wars, odiando a Manny por
obligarme a hacer esto. No fue mi culpa,
quería gritar. No debería tener que sentirme así. Yo era el héroe, no el
villano. Estaba salvando vidas. Las
pocas que tendría que quitar no deberían contar en mi contra, ni doler tanto.
No cuando se considera toda la gente que no morirá.
Finalmente comencé a respirar áspera y profundamente, metiendo
y sacando mucho aire.
Cuando pude hacerlo, observé a Tim muerto en su silla con la
película de superhéroes que nunca podría ver, reproduciéndose frente a él.
Al fin, ya demasiado tarde porque no soy un criminal
experimentado, incliné la cabeza para oír cualquier sonido que proviniese de la
casa. Todo esto no había sido demasiado silencioso.
Pero él no tenía perros, y sus hermanitos dormían tan profundo
que a veces hasta andaban sonámbulos. Sus padres estaban en el otro extremo de
la casa y Meg, su hermana mayor, probablemente estaba en una fiesta o algo por
el estilo y ni se acordaría de su familia o de su casa.
Volví a Tim, secándome los ojos con la manga.
No podía dejar que se viese como si él se lo hubiera hecho, lo
sabía. Al menos podía concederle eso.
Para asegurarme de que su mamá no tendría que cargar con el
peso del suicidio de su hijo, saqué los cuchillos que había llevado por las
dudas, y los usé para clavar a Tim a la pared como un insecto en la clase de
biología. Las manos fueron fáciles, aunque sostenerlo al mismo tiempo no lo
fue; pero evidentemente los pies están llenos de huesos, no son para nada como
los de los sapos. Cuando me di cuenta de que no podría atravesarlos ni siquiera
martillando con el tacón de su bota, simplemente perforé la piel de sus
tobillos, fijando los cuchillos en la pared lo mejor que pude. No tenía ningún
tipo de soporte, pero se veía bastante bien y, con ambas manos y pies clavados
al muro, no había forma de pensar que Tim se lo hubiera hecho solo. Era una
víctima. Y si quería seguir adelante con esto, él debía ser una víctima al
azar, un crimen misterioso, una muerte inesperada como la de Shanna.
Los chicos de la escuela hablarían de él por años. Por
siempre.
“De nada, amigo,” le dije y apoyé mi frente en su pecho por
diez largos segundos, en una especie de ritual que era importante, que
significaba todo, o al menos lo suficiente. Luego me fui por donde había
entrado, limpiando bien la llave y dejándola en la garganta del sapo.
Diez minutos después tuve que empujar la moto los últimos
metros hasta el garaje, ya que no había tomado la suficiente velocidad para
entrar andando.
Solucionaría eso la próxima vez.
Ya estaba aprendiendo.
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