lunes, 9 de noviembre de 2020

"La noche de los maniquíes" - Stephen Graham Jones - Capítulo 9 (2)

 


9



“Ese no es un sumidero de verdad,” dijo mi papá. “Es más como un cagad…”

Mamá lo frenó con los ojos, una especie de poder que tienen las madres.

Mi papá bajó la vista al plato, volvió a mirarme y dijo “Está en Oak, no tienes que preocuparte.”

“¿Un pozo? repetí.

“Justo en medio de la calle,” dijo Bennie con entusiasmo.

“Con la forma de un auto,” agregó mi papá encogiendo los hombros y alejando su plato como si no tuviese que llevarlo hasta el fregadero.

Yo miré su plato y asentí, seguí asintiendo, visualizando ese cráter con la forma de un auto, una calle abajo.

Si la escala no es un problema, entonces el contorno de un auto y un pie gigante tiene la misma forma, ¿no es cierto?

Así es.

Sentí que mi rostro se entumecía y mi respiración se tornaba profunda y helada.

Lo que estaba haciendo era imaginarme a Manny caminando por el medio de Oak después de la medianoche, moviendo sus ojos pintados a derecha e izquierda, buscando al próximo de nosotros. Entonces pisa en una parte de la calle que se derrumba bajo su enorme peso, y el pie hundiéndose tres, seis metros, desequilibrándolo, los brazos agitándose por encima de las casas, y las clavijas de sus muslos amenazando con ceder y arrojarlo sobre dos o tres techos.

Pero recobra el control, apenas, levanta el pie y retrocede, avergonzado de haber roto algo que es propiedad de la gente.

¿Se darían cuenta, los equipos encargados de reparar el agujero, que en el fondo el asfalto no estaba solo caído sino también aplastado? ¿Deducirían lo obvio, llegarían a la conclusión acertada que me salvase de terminar lo que había empezado?

No, no lo harían.

Se precisa de mucha imaginación para sacar las conclusiones correctas. Imaginación con un poco de culpa.

“Nada por lo que ninguno de ustedes deba preocuparse,” nos dijo mamá a Benie y a mí hablando del pozo, tal vez porque yo estaba balanceando mi cabeza adelante y atrás muy lentamente. Probablemente ella lo interpretase como miedo, porque yo estaba en un estado delicado después de perder a dos amigos.

Las mamás son tan obvias; es como si vivieran en una burbuja de ilusiones.

Mi papá no prestó demasiada atención como para apoyar esa clase de pensamientos.

“Entonces bien,” dijo, haciendo un bollo con la servilleta de papel y dejándola en la mesa, señalando que este breve interludio había terminado. Al menos para él. No para mí.

Después de cenar y lavar los platos, y antes de decir que tenía tarea y me desapareciese hacia mi habitación para escaparme por la ventana hacia el garaje, arrinconé a Benie lejos de papá y mamá.

“¿Qué?” dijo él, intentando soltarse de mis manos y pensando seguramente que lo tiraría en la alfombra y le babearía la cara mientras se retorcía, portándome como un hermano mayor y él, como un bobalicón.

Sin embargo, me agaché hasta su nivel y lo miré seriamente.

“Yo solo quería,” comencé sin estar seguro de cómo decirlo porque no había tenido tiempo de ensayar, “si tú y tus amigos, Gabe y Alexa y quien sea, si encuentran un maniquí como los de las tiendas, saben que no deben jugar con él, ¿no?”

Él me miró como esperando el resto de lo fuera que iba a decir.

Mi teoría era que el fertilizante debía agotar su efecto en algún momento, y Manny se encogería hasta su tamaño original para ser encontrado de vuelta y comenzar todo el ciclo una vez más.

“Es un truco de los chicos de secundaria,” le dije a Benie, inventando sobre la marcha. “Atrapan todas las cucarachas que pueden, hacen un agujero en el maniquí…”

“¿Dónde?

“En la nuca,” le dije, obviamente, pero también porque sabía que él esperaba que dijese trasero y así reírse al imaginarlo. Ya saben: estaba en tercer grado. “En fin, llenan el maniquí con cucarachas, ¿sí? Luego tapan el agujero y lo dejan para que los chicos lo encuentren. Le dicen “bomba de cucarachas”. Cuando lo mueves, bam, se te suben todos los bichos.

La cara de Benie se aflojó alarmantemente.

Las cucarachas siempre habían sido su terror. No porque fueran peligrosas, sino porque eran como balas ciegas con patas, balas sucias y ciegas que siempre apuntaban a tus pies cuando de repente deseabas tener el poder de volar.

“¿Sabes lo que es un maniquí?” le pregunté entonces, y él apartó la vista, con los ojos  húmedos porque mi historia sobre las cucarachas ya le había afectado, me imagino.

Es gracioso lo que asusta a la gente.

Para mí, algo cien veces más aterrador que un bicho era un hombre pálido hecho de plástico que vio una película entera, luego se paró y se fue al mundo real.

Y también tener que clavar a Tim en la pared de su habitación, después de estrangularlo con un cordel fosforescente. Y Shanna viendo iluminarse las ventanas repentinamente.

Y después, tener que pensar en Danielle.

Lo estás evadiendo, me dije a mí mismo.

Era verdad.

Acaricié el cabello de Beanie y lo empujé bruscamente, como cuando no sabes abrazar.

Treinta y ocho minutos más tarde y con la puerta del garaje convenientemente levantada, saqué la Kawasaki, rompiendo el sensor láser que activaba la luz exterior, todo encogido y maligno.

Bajé la cabeza con ambas manos en los manubrios, y me dispuse a actuar.


 

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