7
Los años de cuero a lo Shirley Bassey
Cuando despiertas de un sueño vívido y
vibrante, la sosa realidad
puede sentirse realmente desesperanzadora. Girar por EE.UU. había sido como
vivir un sueño febril (o, si debo ser honesto, un sueño húmedo). Cuando volví a
casa, por unos días caí en un bajón profundo.
Luego
de semanas de recorrer los Estados, paseando asombrado por Times Squares y
saltando frente a 80.000 fanáticos de Zeppelin, no podía menos que sentirme
miserable mientras esperaba bajo la lluvia el bus que me llevaría al Dirty
Duck. Había salido y visto el mundo; de repente, Yew Tree se sentía muy
pequeño.
Volver
de una gira puede ser muy frustrante. Un minuto estás haciendo gritar al
público, firmando autógrafos y dando entrevistas en la radio. Al siguiente, te
encuentras yendo a comprar a la tienda de la esquina, para volver y escuchar
los regaños de tus compañeros de casa por haberte olvidado el papel para liar.
Tienes
ganas de contarles a todos lo que hiciste, pero no siempre quieren escucharte.
“¿Cómo estuvo EE.UU., Rob?” me preguntaba alguien en el Duck.
“¡Oh,
Dios, fantástico!” decía yo. “New York es increíble, y St. Louis, y Robert
Plant es un tipo tan genial…”
“¿Ah
sí? ¡Qué bueno!” contestaba el otro. “Yo voy llevar el auto a la revisión
técnica mañana…”
Yo
era joven y precoz, y eso resultaba frustrante. Pero ahora que soy mayor, me
doy cuenta de que esa naturaleza apagada propia del País Negro, ese rechazo
total a olerle el culo a nadie, ha sido una bendición para mí. De otra manera,
tal vez me habría convertido en un idiota.
Pero
no tuve demasiado tiempo para la autocompasión, porque Priest tenía que grabar
otro disco.
CBS
nos dio un nuevo productor para el álbum que sería Stained Class: Dennis Mackay, quien ostentaba un ecléctico
curriculum que incluía a Curved Air, Gong y Tommy Bolin. Comenzamos a trabajar
en los estudios Chipping Norton Recording, en Cotswolds.
Durante
aquellas sesiones me percaté por primera vez de las tensiones entre nuestros
guitarristas, Glenn y Ken. Normalmente se llevaban bien, al menos eso parecía,
pero no se podía negar que eran dos personalidades muy distintas.
Glenn
era (y siempre ha sido) un individuo muy seguro, aplomado, confiado. Sabe lo
que quiere hacer y cómo lograrlo. Desde el principio tuvo una visión muy fuerte
de cómo quería que sonase la banda, y eso iba a saltar en Stained Class.
Él
y yo escribimos el tema que dio título al disco y “Exciter”, y él compuso “White
Heat, Red Hot” solo. Aunque mi pista favorita de ese álbum haya sido escrita
por mí y por Les Binks.
Led
se había establecido muy bien como baterista, y junto a él escribimos “Beyond
the Realms of Death” (¡ese tesauro de Roget valía su peso en oro!) Era una
canción sobre un protagonista que luchaba contra el mundo, al final de sus
fuerzas. Tenía varias líneas muy personales:
Estoy a salvo en mi mente
Soy libre para hablar con
los de mi clase
Con los de mi clase. Porque, en 1978, la idea de poder hablar
abierta, libremente y sin estigmas con otro hombre gay era tan inconcebible
como viajar a Marte. Yo lo sabía: nunca
iba a suceder.
Dennis
Mackay hizo un buen trabajo con el disco. Todavía nos inclinábamos un poco
hacia el rock progresivo, y él notó que nuestras canciones podían ir un poco
más allá. Señaló que no teníamos por qué hacer una declaración de principios
musicales, y luego lo repitió constantemente. “¡Córtenla con el relleno! ¡Ataquen a la gente con lo más filoso!”
CBS
deseaba incluir un tema que pudiera llamar la atención de los oyentes en
EE.UU., y sugirió un cover de Spooky Tooth, “Better by You, Better than Me.”
Fue un agregado de último minuto al disco, durante la etapa de mezcla, y lo
produjo James Guthrie recomendado por CBS, ya que Dennis Mackay no estaba
disponible.
Lanzado
a principios del ’78, Stained Class
fue bien recibido; y a los dos meses de grabarlo volvimos a la ruta. Los
lugares volvieron a ser un poco mejores (¡hola, Hammersmith Odeon! ¡Buenas
noches, Birmingham Odeon!) y algo más había cambiado notablemente.
A
medida que Priest se hacía más grande y nuestras canciones sonaban más en la
radio, la apariencia de nuestro público comenzaba a cambiar. Los muchachos
rabiosos y salvajes que componían nuestro núcleo de seguidores seguían tan
leales como siempre, pero también comenzamos a tener más mujeres… y nuestras primeras
groupies.
Bueno, yo no. Ninguno de nuestros fans sabía que yo era
gay, por supuesto. Si alguna chica desorientada se acercaba a mí, la apartaba
gentilmente. Pero si yo quería algo de acción en el camino (y realmente lo
quería) ¿cómo diablos se suponía que lo hiciera?
Para
los heterosexuales el ritual era sencillo. Invitaban a una chica a los
camerinos. ¿Quieres un trago? ¿Quieres ir al hotel? ¿Quieres ver mi cuarto?
Yo
no podía hacer nada de eso. Si me
gustaba un chico del público, ¿qué podía hacer? ¿Cuáles eran las chances de que
fuese gay (y, si lo fuera, de que lo admitiese)? ¿Qué pasaría si me equivocara
y recibiese un puñetazo en la boca? Y, por supuesto, el miedo insuperable que
limitaría mi vida por décadas:
¿Y si declaro que soy gay, y
los fans no quieren saber nada de una banda liderada por un marica? ¿Y si eso
mata a Judas Priest?
Priest
era lo más importante de mi vida, y aunque estuviese dispuesto a sacrificarlo
por mi sexualidad (que no lo estaba) no podía hacerle eso a Ken, o a Glenn, o a
Ian. No habría sido justo para ellos. Era mi problema, no el suyo.
No,
lo más seguro, lo único que podía
hacer era permanecer firmemente encerrado en el closet. Y eso significaba que
nuestros fans estaban fuera del alcance.
El
otro cambio importante el mundo de Priest durante 1978 fue la renovación
completa y total de nuestra imagen. Ken tuvo la idea, y yo rápidamente me sumé.
Juntos fuimos a Londres y compramos indumentaria de cuero hecha a la medida.
Ken lo reconoció en cuanto el tipo me midió la pierna interna: yo estaba de
acuerdo, pero me gusta pensar que no soy tan
fácil.
No tanto.
Al
volver a Walsall y mostrarles al resto nuestros nuevos pantalones y chalecos de
cuero, todos se entusiasmaron con la idea. Así que volvimos a Londres para
encargar más.
Algunos
de los modistas que visitamos eran graciosísimos. Un lugar en Soho era atendido
por un hombre de mediana edad alto, muy afeminado, de pelo largo y con una
barbilla de chivo a lo Guy Fawkes. Cada vez que entrábamos a su tienda, hacía
piruetas y aplaudía con entusiasmo.
“¡Yay!
¡Aquí están mis chicos!” chillaba. Su
festejo incluía una impresionante patadita de chica de teatro: su pierna
sobrepasaba la cabeza. “Nada mal para un hombre de cincuenta y ocho, ¿eh
chicos?” nos decía. Debo reconocérselo, era muy flexible… y posiblemente de
doble articulación.
Suzi
Watkins, una canadiense que trabajaba en Arnakata, nos llevó a una tienda de
sadomasoquismo y fetiches en Wandsworth. Además de pantalones, gorras, botas y
muñequeras de cuero, también tenía anillo peneales, cadenas y látigos. Me
pareció que uno o dos de los muchachos de Priest se sintieron algo incómodos en
aquel lugar.
Nuestra
imagen de machos en cuero negro fue formándose a lo largo de las siguientes
semanas, de manera muy natural. Al principio pensé que estábamos canalizando todo
tipo de cosas, desde la cultura machista hasta Marlon Brando; pero al final
resultó que nos veíamos como una banda de heavy metal.
El
mito más grande acerca de este nuevo look es que yo de alguna manera manipulé
la imagen como una fachada y un desahogo para mi sexualidad; que me excitaba
vestirme en el escenario como me gustaba hacerlo en la calle o en el
dormitorio. Son puras tonterías.
Nunca
me interesó el sadomasoquismo, la dominación ni la subcultura homosexual del
cuero y las cadenas. Simplemente no me llama la atención. Sí, mi preferencia
sexual son los hombres, pero yo era (y sigo siendo) bastante tranquilo. Jamás
usé un látigo en mi cuarto.
¿O sí lo hice? Esperen,
déjenme pensar…
Les
fue el que tardó más en amigarse con el nuevo look. Parecía no haber recibido
el memo. Ken, Glenn, Ian y yo aparecíamos en las sesiones de fotos cubiertos de
pies a cabeza con cuero, mientras que Les se mostraba con jeans y una camisa
vaquera.
Yo
pensaba: ¡Les, queremos tener una imagen
conjunta! Pero nunca supe cómo hablarlo con él. Al menos, no se lo ve detrás de la batería, pensé. Eventualmente,
se acopló a medias y se compró una campera de motociclista.
Nuestros
fans, tanto mujeres como varones, no detectaron ningún elemento secreto ni gay
en nuestra nueva imagen. Solo pensaron que nos veíamos malos y como machos
alfa. En el público comenzaron a aparecer imitaciones de nuestra vestimenta,
señal de que la imagen era un éxito.
Lo
admito, a veces veo las fotos de Priest de finales de los setenta y sospecho
que fue nuestra época de cuero a lo Shirley Bassey. Pero probablemente sea solo
idea mía.
Había
estado ansioso por volver a EE.UU., y el gran momento llegó en marzo cuando
comenzamos una gira de dos meses. Volamos otra vez al JFK y arrancamos
encabezando dos noches en un gran teatro cerca de Union Square llamado el
Palladium. El comienzo no fue de los mejores.
CBS
iba a enviar una limusina al hotel antes del primer show, pero nunca llegó. A
medida que pasaban los minutos, nos impacientábamos cada vez más en la entrada
del hotel. No había taxis a la vista, así que le pregunté al conserje cuál era
el camino más rápido para ir hasta el teatro.
“Bueno,
señor, el bus sale de allí…”
No
tuvimos más opción que apilarnos en un autobús común. Los neoyorquinos lo
habían visto todo, pero aun así se sorprendieron al tener que viajar con una
pandilla de británicos en pánico, sudados y vestidos de cuero, hablando un
idioma desconocido: “¡Nunca lo lograremos!”
Aproveché
un día libre en NY antes del segundo concierto para ir a Times Square y comprar
algunas revistas porno gay. Ahí se pueden conseguir cosas nunca vistas en
Inglaterra, y me ponía los pelos de punta. De hecho, todo se me ponía de punta.
Escondí
esas revistas en cajas para llevarlas a casa cuando volviéramos después de la
gira. No creo que fuesen ilegales, pero me habría avergonzado si las hubiesen
descubierto. Odiaba sentirme culpable por ellas… pero bueno, así eran las
cosas.
Luego
de los shows en el Palladium nos embarcamos en otra gira nacional, esta vez
junto a Foghat y Bachman-Turner Overdrive. Fue igual que la primera vez: sin
contacto con las bandas principales, y tratados como basura. En un show, nos
dieron una sola luz que estaba sobre mí. El resto de la banda tocó en la
oscuridad.
Viajábamos
en un bus de gira. Al principio estábamos muy impresionados porque tenía un
enorme sofá, camas cuchetas e incluso una sala de estar: ¡Wow, esto es el futuro! A veces se ponía claustrofóbico, pero me
gustaba poder emborracharme y tirarme a la cucheta.
Cruzamos
Texas hasta California, y una fecha en particular estaba marcada con rojo en mi
calendario. Nos dirigíamos a San Francisco, una ciudad famosa por su cultura
gay y su vibrante comunidad homosexual. Yo me la imaginaba como la tierra de la
abundancia.
Desde
que leí acerca de él en alguna revista del Nightingale en Brum, quise echar
mano de The Advocate, un periódico
gay publicado en San Francisco. Priest se hospedaba en un Holiday Inn, en
Fisherman’s Wharf, y yo salí del hotel y me encontré con una fila de máquinas
expendedoras de periódicos junto a la entrada.
The New York Times, the
Washington Post… espera,
¡ahí está! ¡The Advocate!
Fue
como si hubiese encontrado el Santo Grial. Necesitaba 25 centavos para abrir la
caja y sacar una copia; revolví en mis pantalones de cuero buscando monedas.
¡Diablos! Solo tenía un billete de un dólar.
Una
mujer de mediana edad, bien vestida, pasaba a mi lado; en mi entusiasmo, salté
hacia ella: “Disculpe, ¿tendráuncuartoocuatrocuartosparacambiarporundólar?”
balbuceé.
Ella
me miró enarcando las cejas. “¿Perdón?” En ese momento, se me ocurrió pensar
que probablemente no hablaran yam-yam fluido en el norte de California. Me
calmé y lo intenté de nuevo: “Lo siento, me preguntaba si tendría cuatro
monedas para cambiarme por un dólar.”
Tenía,
así que me llevé The Advocate a mi
habitación y lo leí de cabo a rabo. Había páginas de eventos gay, charlas,
discotecas y avisos de citas. Lo comparé con mi sórdida vida en Walsall,
escondiéndome nerviosamente en baños públicos. ¡Estaba en la Tierra Prometida!
El
principal barrio gay de San Francisco es el Castro, y yo quería visitarlo… pero
no lo hice. El mismo miedo de siempre. Nos estábamos haciendo conocidos en
EE.UU. y de vez en cuando nos reconocían. ¿Y si un fan me veía, y se corría la
voz de que Rob Halford andaba husmeando en áreas gay?
Otro
artículo de literatura gay que encontré en San Francisco fue el libro de
direcciones Bob Damron. Se trataba de
un volumen delgado y discreto, del tamaño justo para guardar en el bolsillo
trasero del jean, y consistía en una lista de bares gay, casas de baños y áreas
de encuentro en cientos de ciudades a lo largo de EE.UU.
Por
la noche, en el bus, yo me acostaba en mi cucheta con la luz encendida y la
cortina cerrada, memorizando la información. Decía que el Fire Pit era el mejor
bar gay de Birmingham, Alabama. Si estaba en Covington, Kentucky, debía ir a
Jouche Bo’s. En Hollywood debería conocer Annex West, en Melrose.
Jamás
fui a ninguno de ellos. Lo más osado que me animé a hacer fue dar vueltas por
algún área gay que casualmente se encontraba cerca del hotel donde nos
alojábamos, o apretar la cara contra la ventana de un club gay, como un
personaje infantil de Dickens soñando con tortas fuera del alcance.[1]
Mientras
tocábamos como soporte en grandes escenarios, yo era deliberadamente
extravagante y ejecutaba algunos movimientos espectaculares con el pie de
micrófono. Eso me jugó en contra en el Agora Ballroom, en Cleveland, donde
rompí el cielorraso y una buena porción de yeso me cayó en la cabeza.
Después
de Cleveland regresamos por una noche a NY para tocar en el Bottom Line. Yo
estaba ansioso por esto… ya que posiblemente tendría acción luego. Un tipo gay
de la CBS me había puesto en contacto con sus amigos “que querían conocerme.”
Nos
reunimos después del show y me llevaron a una gran casa cerca del Central Park.
Yo me sentía bien, me pusieron un trago en la mano ni bien llegué y los
muchachos me charlaban, diciéndome lo mucho que les gustaba Priest y lo
grandioso que era yo sobre el escenario.
Alguien
me volvió a llenar el vaso y comencé a sentirme mareado. Luego, me sentí muy mareado: ¿Qué mierda está pasando? Un par de tipos me llevaron a una
habitación diferente, y todo lo que recuerdo son manos encima de mí… y un
hombre mayor dándome una mamada.
Yo
sabía que era viejo, ya que se sacó la dentadura postiza para hacerme acabar.
Me
fui tambaleando hasta el hotel. Al día siguiente me di cuenta de que me habían
echado algo en la bebida. Me sentí estafado, perturbado y furioso… con recuerdos
horribles del amigo de papá “que le gustaba el teatro.”
Priest se estaba dando cuenta rápidamente de cuánto se podía abrir el mundo para
nosotros ahora que habíamos firmado con una discográfica grande. Después de las
fechas en EE.UU., volvimos a Midlands solo por dos meses antes de nuestra
siguiente gran aventura: nuestro primer viaje a Japón.
Fue
una locura. Amé la sociedad japonesa desde el principio. Mi primer viaje a NY
había sido fantástico, pero la ciudad me había resultado tenebrosamente familiar
ya que la había visto en muchos programas y películas. Aterrizar en Tokio fue
como haber tocado tierra en otro planeta.
Para
ese primer viaje, CBS nos había reservado un pequeño hotel que básicamente era
para hombres de negocios japoneses. Las habitaciones eran del tamaño de una
estampilla. Si te parabas en medio del cuarto y extendías los brazos, podías
tocar ambas paredes.
En
aquellos tiempos yo viajaba con mucho equipaje. Vaya Dios a saber por qué
razón, pero me llevaba toda la ropa que tenía, tanto para el escenario como
para el diario. Me cambiaba tres o cuatro veces por día porque, no sé, eso hacen las estrellas de rock, ¿no?
apretujaba todo en un gran baúl de aluminio como tenía la gente en el maldito Titanic.
La
primera noche ordené una comida de tres platos a la habitación. Mi puerta
estaba entreabierta y entró un camarero, luchando bajo el peso de dos bandejas
de metal. No vio mi monstruoso baúl en el piso.
¡BANG,
SPLAT!
El
tipo salió volando. Fue un enchastre. Pasó girando por arriba de mi equipaje, y
varios platos de comida japonesa trazaron un arco en el aire y aterrizaron por
todas partes. La cama, las paredes, el piso, la televisión. ¡Incluso sobre mí!
Fue
como un sketch de comedia. Me estaba desternillando de la risa… hasta que vi
cuán apenado se encontraba el pobre tipo. Hacía reverencias, arriba y debajo
desde la cintura, tan rápido que su torso era una mancha borrosa, y se
disculpaba frenéticamente.
Inmediatamente
me convertí en la caricatura de un inglés en el exterior. “¡ESTÁ BIEN!” le
grité, a tres veces mi volumen normal, como si eso ayudara a que me entendiese
mejor. Le sonreí y levanté los pulgares. “¡NO HAY PROBLEMA!”
El
tipo no estaba ni remotamente calmado. Salió retrocediendo del cuarto, todavía
disculpándose, y se escurrió en busca del personal de limpieza.
Me
gustaría poder decir que yo estuve a la altura de los estándares de respeto y
decoro del hotel… pero no fue así. Los shows japoneses comenzaban a las seis,
lo que significaba que volvíamos al hotel a eso de las nueve con algunas copas
encima y tiempo libre. Una combinación letal.
Nunca
me gustó andar demoliendo hoteles. Como todo muchacho de clase obrera, sabía
que la pobre madre de alguien debería limpiar el desastre; pero pasé por una
fase de obsesión por los matafuegos.
En
la gira de Stained Class, puse uno en
un ascensor vacío, lo accioné, apreté los botones de todos los pisos y hui
mientras se cerraban las puertas. El extintor fuera de control viajó arriba y
abajo del hotel, empapando a la gente que esperaba fuera del ascensor. Fue lo
más divertido que hizo alguien con un ascensor desde Corky y sus llamadas
telefónicas.
Priest
siempre le jugaba bromas al equipo de plomos. Cuando me enteré de que uno de
ellos se alojaba a dos puertas de la mía, en Tokio, me pareció una oportunidad
perfecta para aprovechar y llevar mi amor por los extintores a un nivel
internacional.
Tomé
un matafuego de la pared, apunté debajo de su puerta, lo accioné y escapé a mi
cuarto. Tenía mi puerta entreabierta y estaba espiando para observar la broma,
cuando de repente escuchó unos gritos furiosos… en japonés.
¡Me
había equivocado de cuarto! La puerta se abrió de un golpe, y emergió
tambaleando un hombre de negocios japonés cubierto de pies a cabeza con polvo
rosa. Pude ver el mismo polvo por todas las paredes y la alfombra detrás de él.
Yo creía que todos los extintores estaban llenos de agua, pero obviamente los
japoneses hacían las cosas distinto.
Cerré
silenciosamente. El tipo rosado siguió gritando ofendido, escuché gritos, y
gente corriendo por los pasillos; cinco minutos después, una sirena. Por la
ventana pude que una patrulla policial se estacionaba junto a las escaleras.
¡Mierda!
Cuando
escuché que golpeaban a todas las puertas en mi pasillo, rápidamente me puse un
kimono de baño y me encajé una gorra en la cabeza. Cuando tocaron a mi puerta
pregunté “¿Quién es?”
“¡La
policía, la policía!” dijo una voz. “¡Debemos hablar con usted!”
Abrí
la puerta, bostezando teatralmente. “¿Sí?”
Eran
dos policías y un integrante de la gerencia del hotel que hablaba inglés.
“¡Alguien accionó un extintor!” dijo. “¿Sabe algo?”
“¡Qué
horrible!” dije. “No, no sé nada. Estaba durmiendo. Lo siento, debo volver a
descansar, tengo un show mañana.”
“¡Lamento
molestarlo!” dijo el gerente. Nos hicimos reverencias y volví a la cama a tapar
mi risa con las sábanas.
Los
shows fueron sensacionales. El primero fue en un teatro llamado Nakano Sun
Plaza, que era el doble de grande que el Wolverhampton Grand. Nos asombró
descubrir que Priest ya tenía cierta cantidad de seguidores en Japón. Me
pareció sorprendente e inconcebible.
Se
me había ocurrido algo para el comienzo del show. Como introducción usábamos
“La gran puerta de Kiev” de Mussorgsky, una bella melodía clásica. Luego,
cuando las cortinas se abriesen…
“¿No
sería genial si, al principio, estamos todos de espaldas al público?” sugerí a
la banda.
“¿Por
qué diablos querrías hacer eso?” preguntaron escandalizados, no sin razón.
Les
expliqué mi gran concepto. La gente se entusiasmaría al escuchar la intro.
Estarían más entusiasmadas cuando se levantara el telón y vieran nuestras
espaldas a través del hielo seco… ¡y más aún cuando nos diésemos vuelta! ¡Tres
golpes en uno!
El
resto no quedó muy convencido, pero accedieron a hacerlo. Así que, en la
primera noche, nos ubicamos, sonaron los hermosos acordes de Mussorgsky en todo
el teatro, el telón se levantó y… a nuestras espaldas estalló la Beatlemanía.
O, mejor dicho, la Priestmanía.
Fue
extraordinario. A fines de los setenta, el pop y rock oriental recién comenzaba
a llegar a Japón. Existía la idea de que esa música era solo para chicas, por
lo que la multitud estaba compuesta en tres cuartos por mujeres. Y gritaban
como locas.
Fue
como la Beatlemanía en más de un sentido. Al comenzar la primera canción,
comenzaron a pasar silbando al lado de mi cabeza pequeños objetos. Fue como en
las primeras épocas de los Beatles, cuando George Harrison dijo que a la banda
le gustaban las gelatinas, así que las fans se las tiraban durante los shows.
Entonces
ahí estábamos, intentando tocar “The Ripper” mientras un par de miles de chicas
japonesas pegaban alaridos y arrojaban comida, dulces, muñecos de peluche y
otros pequeños regalos a nuestro alrededor y hacia el hielo seco. ¡Qué
experiencia!
Japón
estuvo lleno de locas aventuras como
esa. Además de la modernidad de Tokio, visitamos la antigua ciudad de Kyoto con
sus asombrosas ruinas, donde compré algunas muñequitas en vestidos
tradicionales para mamá. Siempre le llevaba muñecas y sabía que esas tendrían
un lugar privilegiado en su estantería de Beechdale.
Había
sido un año increíble para Priest y, cuando volvimos a Heathrow, lo más sensato
habría sido tomarse un tiempo libre, relajarse y asimilar todo lo que habíamos
vivido. Nos merecíamos un descanso.
Entonces
fuimos directo al estudio a grabar otro disco.
[1] “Cakes” (“Tortas”) es un modismo de EE.UU.
para las nalgas; así que mi analogía es extremadamente certera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario