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Ahora
vean esto.
Es el otoño de 2009. Obama es presidente, y la
economía comienza lentamente a mejorar. Para nosotros, no tanto. Estoy en
tercer grado y la señora Pierce me tiene en el pizarrón haciendo problemas de
fracciones, porque soy bueno para esas cagadas. O sea, yo sacaba porcentajes
cuando tenía siete (hijo de una agente literaria, recuerden). Los chicos a mis
se muestran inquietos porque estamos en ese curioso intervalo breve de la
escuela entre Acción de Gracias y Navidad. El problema es tan fácil como untar
mantequilla en una tostada, y estoy por terminar cuando el señor Hernandez, el
secretario del director, asoma su cabeza. Él y la señora Pierce sostienen una
breve charla entre susurros, y luego la señora Pierce me pide que salga al
pasillo.
Mi madre está ahí afuera esperándome, y luce
tan blanca como un vaso de leche. Leche descremada.
Mi primer pensamiento es que el tío Harry, quien ahora lleva una placa de acero
en el cráneo para proteger su inútil cerebro, ha muerto. Lo que sería bueno,
desde un punto de vista horrible, porque reduciría los gastos. Pero cuando
pregunto, ella dice que el tío Harry (para entonces alojado en un hogar de
tercera categoría en Piscataway; sigue alejándose hacia el oeste, como si fuera
un pionero zombi) está bien.
Mamá me arrastra por el pasillo hasta la
puerta antes de que pueda hacerle más preguntas. En el sector amarillo donde
los padres dejan a sus hijos y los recogen por la tarde, se encuentra
estacionado un Ford sedán con una baliza en el salpicadero. Parada junto a él,
en una parca azul con la insignia de la policía en el pecho, está Liz Dutton.
Mamá me sigue arrastrando hacia el auto, pero
clavo los talones y se detiene. “¿Qué es esto?” pregunto. “¡Dime!” No estoy
llorando, pero las lágrimas se acercan. Ha habido muchas malas noticias desde
lo del Fondo Mackenzie y no creo poder soportar más; pero debo hacerlo. Regis
Thomas ha muerto.
La joya de nuestra corona.
8
Aquí
debo hacer una pausa y contarle acerca de Regis Thomas. Mi madre solía decir
que la mayoría de los escritores son raros como mierda que brilla en la
oscuridad, y el señor Thomas era un claro ejemplo.
La saga de Roanoke (así la llamaba él) contaba
con nueve libros cuando murió, todos gruesos como ladrillos. “El viejo Regis
siempre ayuda a la acumulación,” dijo una vez mamá. Cuando yo tenía ocho
escamoteé una copia del primero, el
pantano de la muerte de Roanoke, de un estante de la oficina y lo leí. No
tuve problemas. Era tan bueno para leer como lo era para las matemáticas y para
ver gente muerte (no es alarde si es verdad). Además El pantano de la muerte no era exactamente Finnegans Wake.
No digo que estuviese mal escrito, no piensen
eso; el hombre sabía contar una historia. Había mucha aventura, montones de
escenas espeluznantes (especialmente en el Pantano de la Muerte), una búsqueda
de tesoro y muchísimo del buen y querido S-E-X-O. Aprendí más acerca del
verdadero significado del sesenta y nueve en ese libro, de lo que un niño de
ocho años debería saber. También aprendí algo más, aunque solo después tomé
conciencia de ello. Era acerca de las noches en que Liz, la amiga de mamá, se
quedaba a pernoctar.
Diría que había una escena de sexo cada quince
páginas en El pantano de la muerte,
incluyendo una arriba de un árbol mientras unos cocodrilos hambrientos daban
vueltas abajo. Estamos hablando de Cincuenta
sombras de Roanoke. En mi temprana adolescencia Regis Thomas me enseñó
hacerme la paja; y si es demasiada información, aguántensela.
Los libros realmente eran una saga, en la que
se narraba una historia continuada con los mismos personajes. Habían hombres
fuertes de cabello rubio y ojos risueños, villanos traicioneros de mirada
sospechosa, indios nobles (que en libros posteriores se convirtieron en nativos
americanos nobles), y hermosas mujeres con pechos firmes y erectos. Todos ellos
(los buenos, los malos, las de pechos firmes) andaban todo el tiempo cachondos.
El corazón de la serie, lo que mantenía
atrapados a los lectores (aparte de los duelos, asesinatos y el sexo) era el
gigantesco secreto que había hecho desaparecer a todos los habitantes de
Roanoke. ¿Había sido culpa de George Threadgill, el villano jefe? ¿Los colonos
habían muerto? ¿Realmente existía una antigua ciudad debajo de Roanoke, llena
de sabiduría milenaria? ¿Qué quería decir Martin Betancourt cuando dijo “El
tiempo es la clave” antes de expirar? ¿Qué significaba realmente aquella
críptica palabra, croatoan, grabada
en una empalizada de la comunidad abandonada? Millones de lectores quedaron
esclavizados para conocer las respuestas a esas incógnitas. Aquellos que en el
futuro encuentren esto difícil de creer, simplemente les diré que lean algo de
Judith Krantz o Harold Robbins. Millones de personas leen sus cosas, también.
Los personajes de Regis Thomas eran
proyecciones clásicas. O tal vez una expresión de deseo. Él era un tipo pequeño y arrugado, cuya
foto de autor era alterada rutinariamente para que su rostro no se pareciese
tanto a una cartera de cuero. No vino a Nueva York porque no pudiese. El tipo
que escribía sobre hombres temerarios abriéndose camino por pantanos
pestilentes, duelos a muerte y que practicaban sexo atlético bajo las
estrellas, era un soltero agorafóbico que vivía solo. Además se sentía
increíblemente paranoico (eso dijo mi madre) acerca de su trabajo. Nadie lo
veía hasta que estaba terminado, y después de que los dos primeros volúmenes
obtuvieron un éxito tan resonante, manteniéndose en el tope de las listas de
bestsellers durante meses, ese secreto excluyó al editor. Él insistía en que
sus escritos debían ser publicados tal como los escribió, palabra por palabra.
No era un autor de un libro al año (El Dorado
de los agentes literarios), pero era confiable; cada dos o tres años aparecía
un libro con la expresión de Roanoke
en el título. Los cuatro primeros llegaron durante la etapa del tío Harry, los
cinco siguientes durante la época de mamá. Eso incluía a La dama fantasma de Roanoke, anunciado por Thomas como el penúltimo
de la serie. El último volumen, prometió, respondería todas las preguntas que
sus leales lectores se habían estado preguntando desde aquellas primeras
expediciones al Pantano de la Muerte. También sería el más largo de la saga,
tal vez setecientas páginas. (Lo que le permitiría a la editorial morder uno o
dos dólares extra del precio de compra.) Y una vez que Roanoke y todos sus
misterios hubieran terminado, le confió a mi madre en una de las visitas que
ella le hizo en su casa de las afueras de Nueva York, tenía intenciones de
comenzar una saga centrada en el Mary
Celeste.
Todo sonaba bien hasta que cayó muerto sobre
su escritorio con solo treinta páginas de su obra maestra. Ya había recibido
unos buenos tres millones de adelanto; pero sin libro, ese dinero debía ser
devuelto, incluyendo nuestra comisión. El problema era que nuestra comisión ya
había sido gastada o estaba reservada para otras cosas. Aquí, como ya habrán
adivinado, es donde yo entro.
Okay, volvamos a la historia.
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