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Es
hora de hablar de Liz Dutton, así que presten atención. Préstenle atención.
Medía alrededor de un metro setenta, la altura
de mi madre, con cabello negro hasta los hombros (cuando no lo llevaba
aprisionado en la cola de caballo reglamentaria), y poseía lo que algunos de
los chicos en cuarto grado llamarían, sin tener idea de lo que hablaban, un
“cuerpazo.” También mostraba una gran sonrisa y ojos grises generalmente
cálidos. A menos que estuviese enojada. Cuando se enfadaba, esos ojos grises se
veían fríos como un día de noviembre.
Me gustaba porque podía ser gentil, como
cuando mi boca y garganta estaban muy secas y me dio el resto de Coca Cola sin
preguntarme (mi madre estaba concentrada en conseguir los detalles del último
libro sin escribir del señor Thomas). Además, a veces me traía un auto Matchbox para
mi creciente colección y de vez en cuando se echaba al piso junto a mí para
jugar juntos. En ocasiones me daba un abrazo y me revolvía el pelo. A veces me hacía
tantas cosquillas que le gritaba que se detuviese o me haría pis encima… lo que
ella llamaba “dar de beber a mis jinetes.”
No me
gustaba porque por momentos, especialmente luego de nuestro viaje a la casa del
escritor, yo levantaba la vista y la atrapaba estudiándome como si fuese un
insecto en una vitrina. En esas ocasiones sus ojos grises no mostraban calidez
alguna. O me decía que habitación era un desastre, lo cual en rigor de la
verdad era generalmente cierto, aunque no pareciera molestarle a mi mamá. “Me
lastima los ojos,” solía decir Liz. O “¿Vas a vivir toda tu vida así, Jamie?”
También consideraba que yo era demasiado grande para tener una luz de noche,
pero mi madre puso fin a esa
discusión, diciendo “Déjalo en paz, Liz. Lo dejará cuando esté listo.”
¿La razón principal? Ella me robó mucho de la
atención y afecto que yo solía recibir de mi madre. Mucho después, cuando leí
algunas teorías de Freud en una clase de psicología, me di cuenta que de niño
tuve una clásica fijación por mi madre, viendo a Liz como un rival.
Bueno, sí.
Por
supuesto que estaba celoso, y tenía mis buenas razones. No tenía padre,
nunca supe quién carajos fue porque mi madre no quería hablar de él. Después
descubrí que ella tenía motivos para eso,
pero en aquel entonces todo lo que sabía era que “somos tú y yo contra el
mundo, Jamie.” Eso fue hasta que apareció Liz. Y recuerden esto, yo tampoco
disfrutaba mucho de mamá antes de
Liz, porque ella estaba demasiado ocupada tratando de salvar la agencia luego
de que, junto al tío Harry, fueran cagados por James Mackenzie (yo odiaba qué
él tuviese mi mismo nombre). Mamá siempre estaba buscando oro en la basura,
esperando cruzarse con otra Jane Reynolds.
Debo decir que el gusto y el disgusto estaban
bastante igualados el día que fuimos a la Casa de los Adoquines, con el gusto
ligeramente adelantado por al menos cuatro razones: los autos y camiones de
Matchbox no se podían despreciar; sentarme entre ellas en el sofá y ver The Big Bang Theory era divertido y acogedor;
yo quería gustar de quien mamá gustase; Liz la hacía feliz. Después (ahí está
otra vez), no fue tan así.
Esa Navidad fue excelente. Recibí regalos
geniales de ambas, y almorzamos temprano en Chinese Tuxedo antes de que Liz se
fuese a trabajar. Porque, como dijo ella, “el crimen no se toma vacaciones.”
Entonces mamá y yo fuimos al antiguo edificio sobre Park Avenue.
Mamá siguió en contacto con el señor Burkett
luego de nuestra mudanza, y a veces los tres nos juntábamos. “Porque está
solo,” decía mamá, “¿pero por qué más, Jamie?”
“Porque nos cae bien,” contestaba yo, y era
verdad.
Tuvimos una cena de Navidad en su apartamento
(en realidad fueron sándwiches de pavo con salsa de arándanos de Zabar’s) ya
que su hija estaba en la costa oeste y no podía venir. Después me enteré de
eso.
Y sí, porque nos caía bien.
Como tal vez les conté, el señor Burkett era
de hecho Profesor Burkett, ahora
emérito, lo que según entendí significaba que estaba retirado pero aún podía
darse una vuelta por la universidad de New York y dar clases ocasionales de su
especialidad súper erudita, que resultó ser I y E (Literatura Inglesa y
Europea). Una vez cometí el error de decir “lit” y él me corrigió diciendo que
esa palabra en inglés se usaba para los encendedores o las borracheras.
En todo caso, incluso sin mucha pompa y
solamente zanahorias como acompañamiento, fue una linda comida luego de la cual
recibimos más obsequios. Le regalé al señor Burkett un globo de nieve para su
colección. Después me enteré de que había sido la colección de su esposa; pero
él lo admiró, me agradeció y lo colocó sobre la chimenea con el resto. Mamá le
dio un gran libro llamado Sherlock Holmes
con nuevas anotaciones, porque cuando trabajaba a tiempo completo, él
dictaba un curso llamado Misterio y Gótico en la ficción inglesa.
Él le regaló a mamá un medallón que dijo había
pertenecido a su esposa. Mamá protestó argumentando que debería dárselo a su
hija. El señor Burkett explicó que Siobhan había recibido las mejores alhajas
de Mona, y además “si bostezas te lo pierdes.” Lo que quiso decir, me imagino,
es que si su hija (por cómo sonaba, pensé que su nombre era Shivonn) no se molestaba en venir al
este, podía irse a pasear. De cierta manera estuve de acuerdo, porque quién
sabía cuántas Navidades más estaría su padre. Ya era más viejo que Dios. Por
otro lado yo tenía debilidad por los padres, ya que jamás tuve uno. Ya sé que
no se puede extrañar lo que nunca tuviste, pero yo extrañaba algo.
Mi presente de parte del señor Burkett también
fue un libro. Se llamaba Veinte Cuentos
de Hadas sin purgar.
“¿Sabes lo que significa sin purgar, Jamie?” Una vez profesor, toda la vida profesor, me
imagino.
Sacudí la cabeza.
“¿Qué supones?” Él se había inclinado hacia
adelanto con sus grandes y nudosas manos entre sus flacos muslos, sonriendo.
“¿Puedes deducirlo por el contexto del título?”
“¿Sin censura? ¿Como Apto para Mayores?”
“Exacto,” dijo. “Bien hecho.”
“Espero que no haya mucho sexo en ellos,” dijo
mamá. “Lee a un nivel de secundaria, pero solo tiene nueve.”
“Nada de sexo, solo violencia a la vieja
usanza,” dijo el señor Burkett (nunca lo llamaba profesor en aquellos días, porque me parecía algo pretencioso).
“Por ejemplo, en el cuento original de Cenicienta, que encontrarás aquí, las
malvadas hermanastras…”
Mamá se giró hacia mí y dijo, “Alerta de
spoiler.”
El señor Burkett no se dejó disuadir. Estaba
en pleno modo de educador. No me molestó, era interesante.
“En el original, las malvadas hermanastras se
cortan los pies en su intento de lograr que el zapato de cristal les calce.”
“¡Puajjj!” Lo dije en un modo que significaba qué asco, cuénteme más.
“Y el zapato de cristal no era nada de
cristal, Jamie. Parece haber habido una mala traducción que inmortalizó Disney,
ese homogeneizador de cuentos de hadas. El zapato en realidad estaba hecho de
piel de ardilla.”
“Guau,” dije. No tan interesante como las
hermanastras cortándose los pies, pero quería que siguiera.
“En la historia original del Rey Sapo, la
princesa no besa al sapo. En vez de eso, ella…”
“Basta ya,” dijo mamá. “Déjalo que lea las
historias y lo descubra por su cuenta.”
“Siempre es lo mejor,” accedió el señor
Burkett. “Y tal vez podamos comentarlos, Jamie.”
Quiere
decir que usted va a comentarlos
mientras yo escucho, pensé, pero me pareció bien.
“¿Tomamos chocolate caliente?” preguntó mamá.
“También es de Zabar’s, y preparan el mejor. Lo puedo recalentar en un
santiamén.”
“Adelante, Macduff,” dijo el señor Burkett, “y
maldito el primero que grite ‘¡Suficiente!’” Lo que significaba que sí, y que
lo beberíamos con crema batida.
En mis recuerdos esa fue la mejor Navidad que
tuve de chico, desde los panqueques de Santa que Liz hizo en la mañana hasta el
chocolate en el apartamento del señor Burkett, en el mismo piso donde mamá y yo
habíamos vivido. El Año Nuevo también estuvo bueno, aunque me dormí en el sofá
entre mamá y Liz antes de que cayese la bola. Todo bien. Pero en el 2010,
comenzaron las discusiones.
Antes de eso, Liz y mi madre sabían tener lo
que mamá llamaba “discusiones animadas,” mayormente acerca de libros.
Compartían en general el gusto por los mismo autores (recuerden que se
conocieron por Regis Thomas) y las mismas películas, pero Liz consideraba que
mi madre se enfocaba demasiado en cosas como ventas, adelantos e historiales de
escritores, en vez de las historias en sí mismas. Y de hecho se reía de los
trabajos de un par de sus cliente, llamándolos “subliteratura.” A lo cual mi
madre respondía que esa subliteratura pagaba la renta y mantenía la luz
encendida. Sin mencionar la casa de cuidados en la que el tío Harry se
encontraba marinándose en su propia orina.
Luego las peleas comenzaron a alejarse del
terreno más o menos seguro de los libros y películas, y se hicieron más
acaloradas. Algunas veces era sobre política. Liz adoraba a un congresista,
John Bohener. Mi madre lo llamaba John ‘Boner’ (erección), lo que algunos
chicos de mi entorno llamaban ‘tenerla dura’. O tal vez ella quería decir que
era un patadura, pero no lo creo. Mamá pensaba que Nancy Pelosi (otra política,
a la cual probablemente conozcan ya que sigue activa) era una valiente mujer
trabajando en un “club de muchachos.” Liz opinaba que era la clásica tipeja
liberal.
La pelea más grande que tuvieron sobre
política fue cuando Liz dijo que no estaba totalmente segura de que Obama
hubiese nacido en EE.UU. mamá la llamó estúpida y racista. Ambas estaban en la
habitación con la puerta cerrada (allí era donde ocurrían la mayoría de sus
discusiones) pero sus voces fueron en aumento y pude escuchar cada una de sus
palabras desde la sala. Unos minutos después, Liz se marchó dando un portazo y
no volvió en una semana. Cuando regresó, hicieron las paces. En la habitación.
Con la puerta cerrada. También escuché eso, porque la reconciliación fue
bastante ruidosa. Gruñidos y risas y chirridos de la cama.
También discutían acerca de procedimientos
policiales, y eso fue unos años antes del Black Lives Matter. Ese era un punto
de fricción con Liz, como podrán adivinar. Mamá denunciaba lo que ella llamaba
“perfil racial,” y Liz decía que uno solo puede dibujar un perfil si las
características son claras. (No lo entendí entonces, y sigo sin entenderlo.)
Mamá aseguraba que cuando la gente negra y la blanca eran sentenciadas por el
mismo crimen, era la negra la que recibía las condenas más duras, y a veces los
blancos no cumplían ningún tiempo en prisión. Liz contratacaba diciendo,
“Muéstrame un Boulevard Martin Luther King en cualquier ciudad, y yo te
mostraré un área de alto índice criminal.”
Las discusiones comenzaron a hacerse más
frecuentes, e incluso a mi tierna edad me di cuenta de la verdadera razón:
estaban bebiendo demasiado. Los desayunos calientes, que mi madre preparaba dos
o incluso tres veces por semana, casi cesaron por completo. Yo solía levantarme
por las mañanas y ellas estaban sentadas con sus batas puestas, aferradas a sus
tazas de café, pálidos los rostros y los ojos rojos. Había tres, a veces cuatro
botellas de vino vacías en la basura con colillas de cigarrillo.
Mi madre me decía, “Toma un poco de jugo y
cereal mientras me visto, Jamie.” Y Liz me pedía que no hiciese mucho ruido
porque la aspirina aún no había hecho efecto, la cabeza se le partía, y había
recibido una llamada de servicio o la habían asignado a algún caso. Sin
embargo, no el equipo de Thumper; ella no lo consiguió.
Esas mañanas, yo bebía mi jugo y comía mi
cereal, silencioso como un ratón. Cuando mamá estaba vestida y lista para
llevarme a la escuela (ignorando el comentario de Liz de que ya era lo
suficientemente grande como para ir por mi cuenta), ella comenzaba a
recuperarse.
Todo esto me parecía de lo más normal. No creo
que el mundo comience a definirse antes de los quince o dieciséis; hasta
entonces, uno toma lo que recibe y se adapta a ello. Esas dos mujeres con
resaca encogidas sobre sus cafés era la manera en que comenzaba mi día algunas
mañanas, que eventualmente se convirtieron en muchas mañanas. Ni siquiera me
percaté del olor a vino que comenzó a impregnarlo todo. Solo una parte de mí
debe haberlo notado porque, años más tarde en la universidad, cuando mi
compañero de cuarto derramó una botella de Zinfandel en la sala de nuestro
pequeño apartamento, todo volvió a mí y fue como recibir un planchazo en plena
cara. El cabello greñudo de Liz. Los ojos vacíos de mi madre. Cómo aprendí a
cerrar el frasco donde estaba el cereal silenciosa
y calladamente.
Le dije a mi compañero que iría al 7-Eleven a
por un paquete de cigarrillos (sí, eventualmente adopté es mal hábito), pero
básicamente solo quería huir de ese olor. Si me dan a elegir entre ver gente
muerta (sí, aún la veo) y los recuerdos revividos por el olor de vino
derramado, escojo la gente muerta.
Sin una puta duda.