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Él
caminó hacia nosotros, lo cual no me sorprendió. La mayoría de ellos, no todos
pero casi, se ven atraídos por la gente viva un tiempo, como insectos hacia los
bombillos de luz. Es una comparación algo horrible, pero es todo lo que se me
ocurre. Me habría dado cuenta de que estaba muerto incluso aunque no lo hubiese sabido, por cómo estaba
vestido. Era un día helado, pero él llevaba una simple camiseta, pantaloncillos
cortos y esas sandalias que mamá llama zapatos de Jesús. Tenía algo más, algo
raro: una banda amarilla con una insignia azul clavada en ella.
Liz le estaba diciendo algo a mi madre acerca
de que allí no había nadie y que yo solo simulaba, pero no presté atención. Me
liberé de la mano de mamá y caminé hacia el señor Thomas. Él se detuvo.
“Hola señor Thomas,” dije. “Soy Jamie Conklin.
El hijo de Tia. Nunca nos conocimos.”
“Oh, vamos,” exclamó Liz a mis espaldas.
“Silencio,” dijo mamá, pero algo del
escepticismo de Liz se le debió haber contagiado porque me preguntó si estaba
seguro de que el señor Thomas estaba ahí.
También ignoré eso. Sentía curiosidad por la
banda que estaba usando. Debió tenerla puesta cuando murió.
“Estaba frente a mi escritorio,” dijo él.
“Siempre uso mi banda cuando escribo. Es mi amuleto de la suerte.”
“¿Qué es esa insignia?”
“El premio que gané en el Concurso Regional de
Deletreo, cuando estaba en sexto grado. Vencí a chicos de otras veinte
escuelas. Perdí en las instancias estatales, pero recibí esta insignia azul en
la Regional. Mi madre hizo la banda y cosió la insignia en ella.”
En mi opinión, era algo extraño seguir usándola,
ya que el sexto grado debió haber sido hace millones de años para el señor
Thomas; pero lo dijo sin vergüenza ni afectación. Algunos muertos pueden sentir
amor (¿recuerdan cuando la señora Burkett besó en la mejilla a su marido?) y
pueden sentir odio, algo que aprendí a su debido tiempo. Pero el resto de los
sentimientos parecen desaparecer cuando mueren. Incluso el amor nunca me
pareció demasiado fuerte. No me gusta decirles esto, pero el odio permanece más
fuerte y dura más. Creo que cuando las personas ven fantasmas (al contrario que
la gente muerta), es porque estos están llenos de odio. La gente piensa que los
fantasmas son espeluznante, porque lo son.
Me volví hacia mamá y Liz. “Mamá, ¿sabías que
el señor Thomas esa una banda cuando escribe?”
Sus ojos se agrandaron. “Eso dijo en la
entrevista a Salon que dio hace cinco
o seis años. ¿La está usando ahora?”
“Sí. Tiene una insignia azul. Es de …”
“¡El concurso de deletreo que ganó! En la
entrevista, él se rio y los llamó ‘mi tonta afectación.’”
“Tal vez,” dijo el señor Thomas, “pero la
mayoría de los escritores tienen afectaciones tontas y supersticiones. Somos
como jugadores de béisbol en ese aspecto, Jimmy. ¿Y quién puede discutir con
nueve bestsellers del New York Time
seguidos?”
“Soy Jamie,” le dije.
Liz dijo, “Tú le contaste al campeón de esa
entrevista, Tee. Debes haberlo hecho. O él la leyó. Es un excelente lector. Él
lo sabía, y…”
“Silencio,” dijo mi
madre con fiereza. Liz alzó las manos, como rindiéndose.
Mamá se paró a mi lado, mirando a lo que para
ella solo era un camino de grava vacío. El señor Thomas estaba parado justo
frente a ella, con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos. Estos
le iban bastante flojos, y rogué que no empujase sus manos demasiado porque me
parecía que no llevaba ropa interior.
“¡Dile lo que te dije!”
Lo que mamá quería que le dijese era que nos
debía ayudar, o el delgado hielo financiero sobre el que caminábamos desde
hacía más de un año se rompería y nos ahogaríamos en un mar de deudas. También
que la agencia había comenzado a perder clientes porque algunos escritores
sabían que estábamos en problemas y tal vez nos veríamos obligados a cerrar.
Ratas huyendo de un barco que se hunde, así los llamó una noche cuando Liz no
estaba y mamá iba por su cuarta copa de vino.
Sin embargo, no me molesté en repetir todo ese
bla bla. La gente muerta debe responder tus preguntas (al menos hasta que
desaparezcan) y debían decir la verdad. Entonces fui al grano.
“Mamá quiere saber de qué se trata El secreto de Roanoke. Quiere conocer
toda la historia. ¿Usted sabe toda la
historia, señor Thomas?”
“Por supuesto.” Hundió más sus manos en los
bolsillos, y ahora yo podía entrever una delgada línea de vello corriendo por
el medio de su estómago hasta debajo del ombligo. No quería ver algo así, pero
lo vi. “Siempre tengo todo listo
antes de escribir algo.”
“¿Y lo tiene en su cabeza?”
“Debo hacerlo. De otra manera alguien podría robarlo.
Ponerla en internet. Arruinar las sorpresas.”
De haber estado vivo, aquello podría sonar
paranoico. Muerto, simplemente estaba estableciendo un hecho, o lo que él creía
que era un hecho. Eh, yo pensé que tenía algo de razón. Los trolls de las
computadoras siempre desparraman cosas en la red, desde mierdas aburridas como
secretos políticos hasta cosas realmente importantes, como lo que sucedería en
la temporada final de Fringe.
Liz se alejó de nosotros, se sentó en una de
las bancas al costado de la piscina, cruzó las piernas y encendió un
cigarrillo. Aparentemente había decidido que los lunáticos se hicieran cargo
del manicomio. Por mí, perfecto. Liz tenía sus cosas buenas, pero aquella
mañana básicamente estaba estorbando.
“Mamá quiere que usted me cuente todo,” le
dije al señor Thomas. “Yo se lo repetiré, y ella escribirá el último tomo de Roanoke. Dirá que usted le envió casi
todo antes de morir, junto con algunas notas acerca de cómo terminar los
últimos capítulos.”
En vida, habría aullado ante la idea de que
alguien más terminara su libro; su trabajo era lo más importante en la vida y
él se mostraba muy posesivo con él. Pero ahora sus restos yacían en la mesa de
algún funebrero, vestido con los shorts caquis y la banda amarilla que había
estado usando mientras escribía sus últimas frases. La versión de él que me
hablaba ya no era celosa ni posesiva de sus secretos.
“¿Puede hacer eso?” fue todo lo que preguntó.
Mamá me había asegurado (y a Liz) mientras nos
dirigíamos a la Casa de los Adoquines que ella realmente podía hacerlo. Regis
Thomas insistía en que ningún editor debía tocar una sola de sus preciosas
palabras, pero de hecho mamá había estado retocando sus libros durante años sin
decírselo, incluso desde la época en que el tío Harry seguía en sus cabales y
manejaba el negocio. Algunos de los cambios eran bastante grandes, pero él
nunca lo supo… o al menos jamás dijo nada. Si había alguien en el mundo que
pudiese copiar el estilo del señor Thomas, esa era mi madre. Pero el estilo no
era problema. El problema era la historia.
“Sí puede,” dije, porque era más sencillo que
contarle todo lo demás.
“¿Quién es la otra mujer?” preguntó el señor
Thomas, señalando a Liz.
“Es amiga de mi madre. Su nombre es Liz
Dutton.” Liz alzó la vista brevemente, luego encendió otro cigarrillo.
“¿Ella y tu madre están cogiendo?” preguntó el
señor Thomas.
“Casi seguro, sí.”
“Me parecía. Por cómo se miran.”
“¿Qué dijo?” preguntó mamá con ansiedad.
“Preguntó si tú y Liz son buenas amigas,”
dije. Bastante pedorro, pero fue todo lo que se me ocurrió en el momento.
“¿Entonces nos contará El secreto de
Roanoke?” le pregunté al señor Thomas. “Me refiero a todo el libro, no solo
la parte secreta.”
“Sí.”
“Dijo que sí”, le avisé a mamá, y ella sacó de
su bolso su celular y una pequeña grabadora. No quería perderse ni una palabra.
“Dile que sea tan detallado como pueda.”
“Mamá dice…”
“Ya la escuché,” dijo el señor Thomas. “Estoy
muerto, no sordo.” Sus pantaloncillos estaban más caídos que nunca.
“Genial,” dije. “Escuche, debería levantarse
los shorts, señor Thomas, o se le va a helar el pajarito.”
Él se levantó los shorts para que quedaran
colgados de su huesuda cadera. “¿Está fresco? No me parece.” Luego, sin cambiar
de tono: “Tia está comenzando a verse vieja, Jimmy.”
No me molesté en repetirle que mi nombre era
James. En vez de eso, miré a mi madre y Dios santo, sí que se veía vieja. O al menos estaba comenzando a verse así.
¿Cuándo había sucedido?
“Cuéntenos la historia,” dije. “Comience por
el principio.”
“¿Por dónde más?” dijo el señor Thomas.